Yo no se quién va a ganar la contienda presidencial del año próximo, pero sí se que once meses en estos asuntos son una eternidad. Nada está escrito y todo son posibilidades. Siguiendo sus circunstancias y peculiaridades, cada partido está construyendo sus opciones. Es lógico que haya unidad en el PRI porque para sus miembros regresar es lo único que importa. Lo contrario es cierto en el PRD, donde su historia es más un obstáculo que un activo. Igualmente natural es que el PAN viva la mayor efervescencia porque ahí se combina la presencia del presidente con un amplio número de aspirantes. Al final del día, nada de eso es relevante: lo crucial es quién será capaz de conquistar a un electorado cada vez más escéptico y, sobre todo, concentrado no en quién va a ser sino en qué hay que hacer.
El país se encuentra en una encrucijada que, aunque falsa en su esencia, domina la discusión política. Hace cincuenta años, el llamado “desarrollo estabilizador” comenzó a hacer agua: la economía perdió dinamismo y ninguna de las recetas tradicionales –gasto, inflación, deuda, protección, subsidios- resolvió el problema. Nos llevó veinte años entender que era indispensable replantear la estructura de la economía para convertir a la planta productiva en una fuente de riqueza, estabilidad y desarrollo. Se llevaron a cabo muchos cambios estructurales pero nunca se logró una transformación cultural: de las creencias, visiones y concepciones. El resultado es que mejoraron muchas cosas pero no cambió el país. Mientras las exportaciones funcionaron (la esencia de la nueva estructura), la economía logró un dinamismo respetable aunque no espectacular. Tan pronto se presentó el primer obstáculo (la crisis del 95), el debate político retornó a lo de antes: cómo cerrar, cómo proteger, cómo restaurar. La contienda presidencial que viene ha comenzado en ese mismo tenor.
Las viejas recetas no resuelven los problemas que afectan a la población y que se resumen en tres: seguridad, crecimiento económico y empleo. Estos tres temas yacen en el corazón del entuerto y no se resuelven con mayor autoritarismo, el control de las cámaras por el partido en la presidencia o la presencia de un cacique iluminado en Los Pinos. El país requiere una nueva manera de gobernarse, una nueva concepción del poder y un enfoque idóneo a la realidad actual para su desarrollo económico. Intentar restaurar un pasado que dejó de funcionar es absurdo y contraproducente. La lección de los pasados cincuenta años es muy simple: si no queremos el mismo resultado tenemos que hacer algo diferente. O, puesto en otros términos, no se puede construir un país estable y viable con el andamiaje autoritario de antaño, es decir, con el mundo de privilegios y prebendas que nos caracteriza. Esa contradicción yace en el corazón del desaliento y desesperanza que aqueja a todo el país.
En su libro sobre el desarrollo comercial en India, Rama Bijapurkar habla de un equipo de futbol que es, dice, experto en “robarse la derrota de las garras de la victoria”. Lo mismo le podría pasar al PRI en la presidencia o al PRD en el DF. No tengo duda que, al día de hoy, el PRI tiene la elección al alcance de la mano. Tampoco tengo duda que, como con el equipo de India, igual la gana que la pierde. A diferencia de los años del PRI duro, hoy ya nadie tiene certezas electorales y en eso hemos experimentado un cambio radical. Tampoco es evidente cómo afectan los alineamientos de los poderes fácticos: hoy cualquiera de los tres partidos grandes puede ganar. La pregunta es qué es lo que determinará la victoria y la derrota en esta ocasión.
Alcanzar la victoria va a requerir al menos la conjunción de tres factores: liderazgo creíble, proyecto convincente y estructura organizacional. Cada uno de los partidos y potenciales candidatos aporta algún activo pero ninguno satisface el conjunto. La presencia mediática en los últimos años confiere algunas ventajas, pero ciertamente no es suficiente. Al menos entre líneas, las encuestas muestran a una población harta de la falta de opciones y de la ausencia de claridad de rumbo. Lo peor es que la vieja cantaleta de los países pobres y ricos ya no es persuasiva: hoy los países ricos están en crisis y los antes pobres crecen de manera sistemática. Más importante, han logrado generar un espíritu positivo y optimista entre sus ciudadanos. El mensaje es brutal: México tiene que completar su transformación estructural y cultural porque ninguna de las dos es suficiente. Y para ello se requiere un liderazgo creíble: susceptible de convencer y construir un nuevo camino. No hay caso exitoso sin liderazgo competente e inteligente.
Pero ese liderazgo también tiene que traer consigo un proyecto convincente tanto en su vertiente económica como en su estrategia de instrumentación. Aunque hay matices y estrategias particulares que distinguen lo que ha impulsado al desarrollo a los diversos tigres y jaguares asiáticos, latinoamericanos y ahora hasta africanos, la realidad es que el camino hacia el desarrollo es conocido y no muy contencioso. Lo complejo es adoptarlo e instrumentarlo. Nuestro problema es que las sociedades autoritarias (como China), las democráticas (como Brasil) y hasta las complejas (como India) han logrado avanzar hacia el futuro mientras que nosotros seguimos en las disputas por el poder de antaño. Nuestro reto es menos de definición que de instrumentación y eso requiere una estrategia de transformación política.
El fracaso de los últimos tres gobiernos radica esencialmente en su incapacidad e indisposición para construir un nuevo sistema político, adecuado a las circunstancias y susceptible de llevar a cabo la transformación que el país requiere. No ha habido claridad de rumbo, liderazgo o estrategia. Lo mínimo que la ciudadanía espera es un gobierno capaz de crear un entorno de seguridad, un gobierno con visión integral de desarrollo y un gobierno con la capacidad para llevarlo a cabo.
El fin de la era del PRI dejó como fardo un sistema ineficiente para la toma de decisiones y encumbró a un conjunto de entidades, grupos, sindicatos y empresas que han terminado por paralizar al país. La paradoja es que acabamos con una estructura sin contrapesos democráticos pero con vetos por doquier. Cualquier pretensión seria de gobernar tendría que comenzar por plantearle al electorado una estrategia convincente en esta dimensión y eso, en esta era, implica no una estrategia partidista sino una coalición de fuerzas y capacidades: los políticos y tecnócratas más experimentados y con una visión  integral, susceptible de arrojar resultados muy distintos al final del próximo sexenio.
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