Alicia en el país de las maravillas, la novela de Lewis Carroll, fue escrita por un profesor de lógica simbólica, lo que quizá explique el extraño comportamiento de la protagonista en el “país de las maravillas” así como su peculiar, y frecuentemente ilógica, forma de razonar. Como observan los filósofos de la lógica, no son infrecuentes los comportamientos irracionales en el mundo real. En ese contexto me pregunto qué pasaría si Alicia visitara el mundo de las interpretaciones que hoy caracterizan a nuestra política: por qué no todas son lo lógicas que parecieran.
Un buen ejemplo de esquizofrenia es el contraste entre dos naciones: tanto en México como en EUA se habla de una gran polarización política y disfuncionalidad gubernamental. Pero las causas no son las mismas y la comparación es iluminadora.
El sistema presidencial, que nosotros adoptamos de los estadounidenses, fue diseñado para hacer difícil cualquier cambio. Su estructura fue concebida por los autores de Los Federalistas como un sistema diseñado para evitar excesos y abusos de un poder sobre otro. Este hecho ha llevado a muchos estudiosos y opinadores a concluir que el sistema parlamentario –diseñado para ser flexible y adaptarse con facilidad a los vientos cambiantes- es superior en calidad de gobierno. La realidad es que se trata de sistemas con dinámicas lógicas muy distintas. Así como Ferdinand LaSalle decía, en su famoso libro sobre las constituciones, que cada constitución refleja la realidad política concreta, cada sistema político empata a su sociedad. Los estadounidenses no construyeron una democracia sino una república porque querían evitar potenciales abusos por parte de intereses particulares o de la muchedumbre. Eso es lo que adoptamos en 1824 y de ahí para el real.
La discusión en EUA, no muy distinta a la nuestra, es por qué su sistema funcionaba antes y ahora ya no. La principal similitud reside en la polarización que caracteriza a las dos sociedades y que, aunque se manifiesta de maneras muy diferentes, tiene el efecto de paralizar la toma de decisiones legislativas. Las semejanzas parecen abrumadoras. Pero la realidad es muy diferente.
Dos fotografías explican la realidad estadounidense. Por un lado, si uno analiza las encuestas de opinión, lejos de caracterizarse por una gran polarización, la ciudadanía de aquella nación experimenta una distribución normal, como dirían los estadísticos, donde la mayoría se concentra en el centro y unos cuantos se polarizan en los extremos. Es decir, la sociedad no experimenta polarización alguna, al menos no extrema. Si no la sociedad, entonces ¿por qué tanto ruido en los medios y tanta parálisis en el congreso?
Hay dos tipos de explicaciones para el fenómeno. Por un lado, la gestión del presidente Obama ha sido muy ideológica y eso ha generado una enorme reacción. Quienes sostienen esta postura la ilustran con ejemplos como la forma en que se instrumentó el paquete de estímulo económico (que no se enfocó a áreas con gran impacto económico), o a su decisión de no aceptar las recomendaciones de la comisión Simpson-Bowles respecto al presupuesto. Según esta lógica, el movimiento del tea party, que le profirió una mayoría legislativa a los republicanos en 2010, no fue sino una reacción de la sociedad a Obama. Es decir, la polarización se debe a lo que ha hecho Obama.
La otra explicación es de carácter estructural. Según esta visión, la polarización se remite a la forma en que se asignan los distritos legislativos y que, desde los ochenta, se ha exacerbado. Cada estado es distinto pero, típicamente, son las legislaturas estatales las que definen los distritos y cada diez años, respondiendo al censo, éstos se reconstituyen.
Los partidos que dominan las legislaturas se han dedicado a construir distritos electorales cada vez más partidistas, es decir, dominados por un partido. Un distrito en Georgia mide más de 69 millas de largo y en ocasiones no más de algunos metros de ancho, todo ello para asegurar que un partido se quede ahí permanentemente. Esa lógica ha propiciado un creciente extremismo tanto por parte de la derecha como de la izquierda. La mejor muestra de lo anterior se puede ver en la decisión del poderoso (y, para muchos, extremista) congresista Barney Frank, de no buscar la relección porque su distrito fue modificado (respondiendo al censo de 2010 y que entra en funcionamiento este año) y ahora ya no tiene certeza de ganar. El sistema premia el extremismo o, puesto en otros términos, la fuente de la polarización en EUA tiene que ver con la forma en que se asignan los distritos electorales y no con un cambio fundamental en la realidad de su sociedad.
La gran diferencia entre EUA y México reside en la fortaleza de sus instituciones. Aunque el congreso de ese país se polariza, los presidentes van y vienen y el sistema aguanta cualquier cosa. Los pesos y contrapesos son tan sólidos que impiden el abuso por parte de cualquier individuo. El precio que se paga por eso es que es difícil llevar a cabo cambios relevantes pero, se podría decir, ese es el objetivo último de su sistema.
En nuestro caso la situación es muy distinta. Allá el problema se podría resolver con un rediseño de las reglas que determinan la composición del congreso. En México el problema es que no existe un arreglo sobre la forma en que debe organizarse y distribuirse el poder político. Allá es un problema de estructura, de arquitectura, aquí es de esencia. Allá se corrige con una decisión legislativa, aquí se requiere una construcción institucional que resuelva el problema de inicio. Son órdenes muy distintos de magnitud.
México vive la cruda posterior a la dictadura: años de excesos sin construcción institucional. A diferencia de EUA, para salir de su atolladero México requerirá un enorme ejercicio de interacción política que sume esfuerzos y someta ambiciones a un proyecto común. En EUA todo lo que tienen que lograr es ponerse de acuerdo para algo funcional: su cruda es de una noche, la nuestra de dos siglos. Con esto no quiero sugerir que lo de allá es fácil y lo de aquí difícil: ambos son enormes desafíos. Lo relevante es que la tarea que nos aguarda a los mexicanos es la de construir los cimientos de un sistema político funcional y eso implica capacidad y disposición para sumar voluntades, abandonar maximalismos y construir una nueva realidad.
La tarea para los mexicanos es de transformación, no de continuidad ni de retrospectiva. Quien sea que pretenda algo distinto no vive en la realidad. Y lo que viene no puede ser más que violento para regresar al pasado o intenso para ver hacia el futuro. Ninguno será agradable
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