La caída de la actividad económica en los últimos meses nos coloca directamente frente a los dilemas que el país ha venido evadiendo por décadas. El riesgo ahora reside en arribar a conclusiones erradas por no haber aceptado la naturaleza y el ámbito del problema. Lo fácil sería culpar a otros (sobre todo a la recesión de EUA) de nuestras dificultades. Sin embargo, lo difícil, pero crítico, es reconocer que no toda la economía está vinculada a las exportaciones (el sector afectado por factores externos) y que toda esa otra economía ha estado catatónica, cuando no paralizada, desde el final de los sesenta. De no haber sido por las exportaciones, los dilemas que hoy confrontamos se habrían hecho brutalmente patentes hace años. En realidad, tenemos dos economías: una cada vez más moderna, vinculada al resto del mundo; y otra, anquilosada, que se asemeja cada vez más a la cubana.
La contracción económica que experimentamos en estos momentos se puede y debe desagregar en todos sus componentes, pero es evidente que los elementos diferenciadores nos remiten a una serie de binomios: orientada a la exportación vs. dedicada al mercado interno; moderna vs. anquilosada; competitiva vs. dependiente de protección y subsidios; dedicada al consumidor vs. perdida en los intereses de la propia empresa. Aunque no siempre es cierto, la mayor parte de las empresas modernas son exportadoras (o compiten exitosamente con importaciones) y son competitivas. Lo contrario también es cierto: la mayor parte de las empresas viejas y anquilosadas nada tienen que ver con el comercio exterior, han sido gradualmente rebasadas por las importaciones, no son competitivas y son las que más demandan protección y subsidios.
El dilema implícito en estos contrastes es obvio: la economía mexicana se ha partido en dos y una parte se ha quedado estancada en la historia. Por años, desde los ochenta cuando se inició la liberalización de las importaciones, la parte exportadora comenzó a jalar al resto de la economía y a generar tasas elevadas de crecimiento en el sector (en muchos años de más de 10% anual). La expectativa era que, poco a poco, toda la planta productiva se transformaría para construir una economía moderna. Naturalmente, no todas las empresas se dedicarían a la exportación, pero la presunción era que la competencia por parte de las importaciones obligaría a la planta productiva a transformarse. Independientemente de las causas, desde hace mucho tiempo ha sido evidente que la expectativa de una transformación súbita fue irreal.
Dos ejemplos de personas que conozco bien permiten apreciar la dimensión, pero también lo absurdo, de la realidad de muchas de nuestras empresas. Una empresa manufacturaba más de treinta tipos y tamaños de herrajes para ropa como ganchos y broches. Con la apertura de la economía, la empresa fue incapaz de competir y estaba a punto de cerrar. Por casualidad, el hijo del dueño escuchó una conferencia en la que aprendió la esencia de la (entonces) nueva realidad económica: la mayoría de las empresas mexicanas vivía de fabricar una amplia gama de productos con volúmenes bajos y márgenes muy altos por unidad. La apertura obligaba a la especialización: altos volúmenes con bajos márgenes por producto. Al entender las nuevas circunstancias, la empresa estudió el mercado y se especializó en un solo herraje y hoy su unidad de venta es por millones. La otra empresa también ha sobrevivido, pero apenas. Vende artículos de escritorio, donde la competencia es significativa pero no mortal. Esa circunstancia le ha permitido subsistir aunque sus ventas caen en unos cuantos puntos porcentuales cada año: veinte años convirtieron a una empresa mediana en una microscópica. Yo me pregunto cuántas empresas cerraron simplemente por no entender cosas tan elementales como la forma en que evolucionó el mercado. Cuántos buenos ingenieros han probado ser desastrosos empresarios, incapaces de adaptarse o indispuestos a invertir para modernizarse.
Nuestra tragedia actual reside en que la parte moderna de nuestra economía está parada y la parte vieja es incapaz de crear empleos o riqueza. En lugar de que el mercado interno pueda reemplazar la ausencia de demanda de exportaciones, el conjunto de la economía se está colapsando.
Se puede culpar al gobierno o a los sindicatos, a los políticos o a los empresarios, pero nada de eso nos exime de la indisposición absoluta como sociedad a transformarnos y crear un nuevo entorno para la actividad económica. En eso nos parecemos más a Cuba que a los países modernos de los que nos gusta hablar: quitando a las exportaciones, lo que tenemos es una planta industrial y rural vieja, obsoleta, incapaz de competir. Y lo peor es que, en vez de asumir la responsabilidad del fracaso, todo lo que se hace es subsidiar lo insostenible. De esta forma, en lugar de exigir la conformación de un marco que propicie el desarrollo agrícola y agroindustrial, los líderes campesinos se dedican a extorsionar al gobierno y a la sociedad con cantaletas como aquella de que “el campo no aguanta más”. De manera similar, en lugar de invertir en la transformación de la planta productiva, las cámaras empresariales se desviven por logar subsidios, protección arancelaria y, desde luego, no más tratados de libre comercio. En su ámbito, los burócratas crean cada día más regulaciones y los políticos se congratulan de haber impedido el desarrollo de un sector más, como ocurrió hace unos meses con el petróleo.
El problema es que cada vez que uno de estos grupos e intereses anquilosados logra su cometido y lo festeja, el país da un paso más hacia atrás. Y, claro, cuando la realidad nos alcanza, como está ocurriendo con la crisis internacional, todo mundo culpa a alguien más en lugar de asumir su responsabilidad. Peor, lo fácil es enfilar las baterías hacia los villanos favoritos en lugar de reconocer que, de no haber habido exportadores y tratados de libre comercio, hace años que la economía mexicana se habría colapsado.
Dice un dicho entre los corredores bursátiles que todo mundo es inteligente en los mercados al alza, pero que son los mercados a la baja los que diferencian a los buenos de los malos. No muchos en el mundo pronosticaron la caída que sufre la economía del globo, pero es ahora cuando se torna evidente que países como Chile y Brasil se pertrecharon con mejores decisiones de estrategia económica que nosotros. Ahí es donde está nuestro dilema: queremos seguir siendo una economía pobre pero, eso sí, controlada y al servicio de unos cuantos, como la cubana, o una cada vez más pujante o rica, como cada vez es más claro de Chile y Brasil.
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