“Las transiciones son largas, inciertas y complejas” afirma Joaquín Villalobos. Peor, escribe la novelista australiana Nikki Rowe, “Una transición no es bonita, pero el estancamiento es de terror”. En ese limbo se encuentra el proceso de reforma penal en el país: avances significativos en algunos aspectos pero sin haberse consolidado el puerto de arribo.
El país asumió una transformación extraordinariamente ambiciosa en materia penal pero no se dedicó a crear las condiciones para poder llevarla a buen puerto; como en tantas otras cosas, saltamos al río sin un mapa que guiara el arribo a la ribera opuesta. Sin embargo, de acuerdo a la legislación aprobada hace años, al menos en la interpretación que ha predominado en el poder judicial, los principios del nuevo sistema entrarían en operación de inmediato, impactando las malas herencias del pasado. Con esto, los riesgos de una transición inacabada podrían tornarse inconmensurables.
La principal preocupación en torno a la instrumentación de la reforma se reduce a la aplicación del debido proceso. Desde que se liberó a Florence Cassez bajo el principio de que se habían violado las garantías que existen en nuestro sistema procesal (para evitar que se violen los derechos de todos, culpables o inocentes), se ha liberado a un gran número de secuestradores, pederastas y homicidas. El fallo respectivo de la Suprema Corte estableció el principio del debido proceso y éste ha sido empleado por innumerables abogados para obtener la libertad de sus clientes, a pesar de que la mayoría había reconocido su culpabilidad. El nuevo sistema está acelerando este proceso de liberación.
La disputa al respeto no se ha hecho esperar. Las víctimas (y sus familias) de secuestros, homicidios, extorsiones y toda clase de delitos argumentan que no es posible aplicar un principio de manera retroactiva y que, en todo caso, el nuevo sistema debe aplicarse a delitos futuros y no a los pasados. Una de las demandantes más articuladas, y madre de un joven secuestrado y asesinado, la Sra. Isabel Miranda de Wallace, escribió que “El debido proceso tiene que ser integral, es decir, todas las partes deben contar con igualdad de armas… Diversas voces se pronuncian por los derechos de los imputados, pero te pregunto ¿quién voltea a ver a las víctimas? ¿Quién defiende sus derechos humanos que son los primeros que se violentan por los delincuentes cuando son torturadas o mutiladas?”
Lo que la señora Wallace plantea es moralmente indisputable y descubre el corazón del dilema que el país tiene frente a sí en este asunto. La pregunta es cómo llevar a cabo la transición que el país requiere a partir de las cenizas del viejo sistema político autoritario y corrupto, pero que sigue siendo la norma, a la construcción de una nueva plataforma de civilización, democracia y justicia. Dada la corrupción, disfuncionalidad y, por lo tanto, impunidad que caracteriza al sistema de procuración de justicia, es perfectamente explicable y entendible la virulencia de quienes han sufrido por la delincuencia. Igual de lógico es que los ciudadanos -desde los más modestos hasta los más encumbrados- prefieran ver a un presunto delincuente en la cárcel -o lincharlo- que confiar en las promesas inherentes al debido proceso. La burra no nació arisca…
El punto de partida en materia penal son los bajos mundos de la corrupción donde quienes gobiernan la justicia no son los jueces sino los ministerios públicos y sus peritos y policías, quienes carecen del profesionalismo, laboratorios, capacidades e incentivos para realizar investigaciones profesionales y jurídicamente irreprochables. El énfasis del sistema no se encuentra en la procuración de justicia sino en el procesamiento de quienes los propios ministerios determinan ser culpables; el proceso es tan viciado que inevitablemente entraña violaciones a derechos y procedimientos que son la esencia del debido proceso. Un abogado al que consulté no pudo ser más elocuente: “el debido proceso es un regalo venido del cielo para los abogados defensores porque no hay forma que las procuradurías actuales hagan una buena chamba; siempre es posible encontrar fallas procesales”.
Es claro que sólo una transformación cabal del sistema de justicia podría hacer posible que, al llegar al otro lado del río, tengamos procesos abiertos y transparentes, ministerios públicos profesionales y jueces a cargo del proceso. Como en una nación civilizada. El problema es cómo llegar ahí.
El furor que está generando la liberación de personas acusadas de homicidio y secuestro obliga a los políticos a responder. La transición contemplada en la reforma se debió iniciar en 2008 pero, a la mexicana, nunca se dio. La pregunta ahora es qué hacer: congelar la reforma, preservando el sistema de (in)justicia actual, como muchos proponen o crear un mecanismo sancionado por la SCJ que separe al viejo sistema del nuevo, con lo que se crearían incentivos para la pronta implementación del nuevo. Es decir, no sobreponer el nuevo sobre el viejo, sino crear un proceso de transición paralelo.
Lo responsable es no cejar ni por un instante en lo medular: llegar al otro lado del río, al lugar de la justicia profesional e impoluta.
@lrubiof
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