La democracia y la sucesión

Derechos Humanos

Estamos ante el umbral de la sucesión presidencial. Esto implica dos largos años de disputas, controversias y conflicto. La complejidad de este proceso se exacerba por los componentes tan disímbolos y conflictivos que lo integran, comenzando por el hecho evidente de que éste será el primer proceso de sucesión en el que la presidencia y el PRI no actúan en concierto lo cual, dada nuestra historia, constituye un cambio dramático. Pero no menos importante es el hecho de que, en el ambiente de libertad en que se conduce el proceso, otra novedad, cada precandidato ha diseñado una estrategia particular para lograr, primero, la nominación, y luego la presidencia. Sin embargo, muchas de esas estrategias constituyen verdaderas afrontas a la estabilidad del país, pues parten del principio de que sus candidaturas son factibles sólo en el contexto de una situación caótica en el país. Si a esto se le suma la naturaleza corporativista de mucho de la sociedad mexicana, es evidente que el potencial de conflicto en este periodo es enorme.

Aunque prácticamente cada una de las últimas sucesiones ha sido conflictiva, las dos grandes novedades son trascendentales para un sistema que hasta hace no mucho vivía dominado y controlado por estructuras políticas e institucionales en muchos sentidos sofocantes. El primer gran cambio reside en el hecho de que el PRI y la presidencia experimentaron un ?divorcio? en 2000. Con la victoria de Vicente Fox, la presidencia cambió tanto de fisonomía como de naturaleza. Las estructuras de control del PRI dejaron de estar al alcance del presidente, con lo que su capacidad de manipulación a través del partido desapareció. Al mismo tiempo, el PRI, alejado de la presidencia, dejó de contar con acceso privilegiado al poder y de todos los beneficios que de ahí emanan. Este rompimiento hizo posible un segundo cambio en la estructura política del país: independientemente de la persona del presidente, en ausencia de los mecanismos de control que el PRI le confería a la presidencia, el país ha experimentado una etapa de libertad que antes era desconocida. Pero, irónicamente, los mayores beneficiaros de esa nueva libertad no son los ciudadanos, sino los propios políticos.

El fin de la era del PRI transformó a la política mexicana esencialmente porque hizo añicos las viejas reglas del juego, comenzando por la más obvia, pero implícita: el presidente como jefe y dueño de vidas y haciendas de los políticos. Con la derrota del PRI en 2000, murió ese presidencialismo y nació una impactante libertad para los políticos. Mucho de lo que hemos vivido en estos años tiene que ver precisamente con el profundo desprecio que los políticos mexicanos, comenzando por los priístas, sentían por el presidencialismo y sus reglas ?no escritas?. Los legisladores se han rebelado no tanto porque tengan mejores ideas sobre cómo gobernar al país, sino porque se sienten libres de poder desatender al presidente, ignorarlo y, si se puede, burlarse de él en público. Aunque el PRI retornara a la presidencia, nada sería igual. Lo lamentable es que estos años se emplearon menos para construir algo productivo que para expiar conciencias, pero el hecho tangible es que el proceso de sucesión presidencial en que ya estamos inmersos va a ser distinto a todos los anteriores.

Pero ser distinto no implica ser mejor. Para comenzar, a pesar de los enormes avances en materia democrática que hemos experimentado, el país vive una etapa de descomposición política. Desafortunadamente, la democracia mexicana no se planeó, organizó y desarrolló con visión. Como todos sabemos, fueron las prisas, y no pocas ?vencidas? entre los partidos, el gobierno y diversas organizaciones ciudadanas, lo que produjo las sucesivas reformas electorales y el IFE autónomo. Pero no se hizo nada más para organizar la relación e interacción entre los poderes públicos, ni se crearon condiciones para el funcionamiento debido del gobierno. Lo anterior ha creado un entorno que no conduce a decisiones óptimas, premia la divergencia y la irresponsabilidad y, sobre todo, impide la construcción de nuevas estructuras institucionales que pudieran ser más apropiadas para el desarrollo de un gobierno tanto representativo y democrático como funcional. Peor, el presidente Fox perdió la oportunidad de construir una estructura institucional nueva al inicio de su sexenio, lo que tuvo el efecto de cerrar todavía más los espacios de negociación.

Por todo lo anterior, la democracia mexicana está en problemas. Aunque hemos logrado elecciones libres, profesionalmente organizadas y prácticamente indisputadas, el objetivo fundamental de la democracia, lograr tomar decisiones con un alto grado de legitimidad, está lejos de alcanzarse. Desde su origen, la democracia mexicana fue secuestrada por los tres principales partidos políticos, que hacen de las suyas sin lograr progresos significativos para el país. Sus tentáculos no sólo controlan los órganos y procesos de decisión en el poder legislativo, sino que juegan con los partidos de menor tamaño, manipulan la legislación electoral y, sobre todo, ignoran al ciudadano, razón de ser de la democracia. El statu quo actual no garantiza más que estancamiento.

La democracia mexicana enfrenta problemas que tienen que ver con su origen inmediato, pero también con una larga tradición política de corporativismo. Por definición, el corporativismo es la antítesis del liberalismo, cuya esencia reside en la ciudadanía. El corporativismo implica la organización de la sociedad en estancos o, a la mexicana, en ?sectores? (en nuestro caso el obrero, popular, campesino, privado, intelectual, etc.). La organización en estancos niega los derechos personales, confiere poderes especiales, fácticos, a líderes corruptos e impide la negociación de beneficios o derechos a personas, empresas o sindicatos en lo individual. Se trata de un mecanismo de control diseñado para mantener el poder desde arriba. En este sentido, la democracia liberal, que es la que se invoca de manera retórica, no se consuma en la realidad y constituye una afrenta directa al corporativismo de antaño.

La democracia hace (o debe hacer) imposible al corporativismo, toda vez que le confiere derechos directamente al individuo. A través del voto y de los derechos individuales (que nuestra constitución llama garantías), cada ciudadano adquiere la posibilidad de expresarse libremente, postularse para un puesto de elección popular y obtener protección por el posible abuso gubernamental. Bajo un régimen corporativista, al contrario, son las organizaciones las que gozan de la legitimidad de interacción con el gobierno; bajo la democracia esas facultades las adquiere el ciudadano.

Nuestro caso es peculiar, puesto que el régimen constitucional le confiere derechos a los individuos, derechos que sólo hasta ahora, y eso con todas sus limitaciones, comienzan a hacerse efectivos. Sobre ese régimen, que incluye derechos individuales, se montó toda una estructura corporativista anclada parcialmente en la Constitución (a través de artículos como el 123, referente al trabajo y sus formas de organización), pero sin que ésta fuese decididamente corporativista. Es decir, muy a la mexicana, nuestra Carta Magna integró diversas corrientes filosóficas y principios pragmáticos concretos que le dieron algo a cada uno de los grupos e intereses representados en la Asamblea Constituyente.

Por décadas, al amparo del sistema priísta, predominaron los derechos corporativos sobre los individuales. En los últimos años, la democracia ha cobrado forma y fuerza, pero sin haber desplazado del todo al corporativismo. La situación resultante es inestable porque coexisten derechos contradictorios y mecanismos procesales incompatibles (por ejemplo, tribunales especiales) que niegan, de entrada, cualquier derecho individual y la vigencia de la democracia. Pero es quizá en el régimen de partidos donde se aprecia con mayor claridad el fenómeno: en lugar de representar a los ciudadanos y hacer valer sus derechos, los partidos se han convertido en un mecanismo de promoción de intereses cupulares y grupales, así como de mediatización de la ciudadanía. En otras palabras, en lugar de ser el mecanismo a través del cual el ciudadano accede al poder o logra que éste lo represente, los partidos se han convertido en un poder intermedio que ignora y hace irrelevante a la ciudadanía.

Además de nuestro pasado corporativista y del hecho tangible de un sistema político donde los derechos ciudadanos no fueron más que un componente marginal en casi doscientos años de historia, el vuelco hacia la democracia, al menos en un plano retórico, en los últimos dos o tres lustros, no ha venido acompañado del fortalecimiento de los mecanismos y derechos de la ciudadanía. La modificación de la legislación electoral abrió cauces para la expresión de la ciudadanía a través del voto, pero prácticamente nada se ha hecho para afianzar sus derechos en términos de acceso al poder judicial (que sigue mediatizado por el poder ejecutivo tanto a nivel federal como estatal y municipal), para hacer valer el derecho a la libre expresión o para que los partidos sirvan a los ciudadanos y no al revés. En la práctica, hemos ido en sentido contrario: aunque en la retórica se le conceden beneficios a la democracia, en la práctica se ha ido afianzando el yugo de los partidos y de los poderes ejecutivos, sobre todo a nivel estatal y municipal. El autoritarismo del gobierno federal de antaño es ahora moneda corriente en los gobiernos locales, todo en detrimento de la ciudadanía.

En suma, la democracia que tanto cacareamos está coja y con riesgo de fracasar. En su camino se han conjuntado todos nuestros vicios: las contradictorias mezcolanzas que caracterizan a nuestro sistema legal (comenzando por la propia Constitución), legislaciones que le siguen confiriendo facultades arbitrarias al gobierno, un régimen partidista que construye entidades impenetrables totalmente impunes e inmunes a la ciudadanía y un sistema corporativista que sigue vivito y coleando, como ilustran diversos sindicatos que siguen haciendo de las suyas con sus propios agremiados y con el régimen electoral.

Pero no menos importante en el panorama de nuestro déficit democrático es que la ciudadanía misma, por más que se rehúsa a ser tratada como rebaño y que reclama sus derechos con inusitada combatividad (como ilustran, en extremo y exceso, los linchamientos en diversas partes del país), sigue sin ser parte de una cultura democrática. Difícil sería esperar que de nuestra historia, del comportamiento de nuestros gobernantes, de los libros de texto y de los abusos y vejaciones que sufre la población de manera cotidiana, surgiera una cultura democrática. Pero eso no hace sino magnificar el tamaño del reto que tenemos frente a nosotros.

Nuestra democracia está en problemas porque no estamos haciendo nada para afianzarla, avanzarla y consolidarla. Hay intentos de reversión en todas partes; ni siquiera en el terreno electoral, donde presumiblemente existe un consenso social, se están dejando las cosas bien. Los partidos controlan todos los procesos y cierran la puerta al desarrollo de la ciudadanía, mientras el gobierno duerme el sueño de los justos, suponiendo que todo mejorará por sí mismo.

El país llega al proceso de sucesión presidencial totalmente impreparado. La lucha por el poder es algo normal y natural en cualquier país. Lo que hace distinto a México es el hecho de que demasiadas cosas están de por medio en esta sucesión, sin que exista conciencia de ello en la mayor parte de los candidatos. El país requiere profundas reformas institucionales que protejan al ciudadano del abuso de los políticos y que hagan posible la transformación de la economía para elevar el ingreso del mexicano de manera permanente y sistemática. Para ello no se requieren utopías ni redentores, sino una buena estructura institucional que haga posible todo lo demás. Lo que no es obvio es que los políticos y sus partidos estén dispuestos a avanzar en esa dirección.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.