¿Qué puede hacer un político para generar más empleos, mejor remunerados? Esta es una interrogante natural ante la orgía de promesas y proposiciones que hemos venido escuchando en esta ríspida campaña electoral. Todos prometen bienestar, todos garantizan que son los buenos, pero ninguno habla de los duros ajustes que se deben dar para que las promesas, esas promesas de empleo mejor pagado, se hagan realidad.
Esto conlleva una de las lecciones más importantes de nuestro incipiente sistema de competencia política: la victoria electoral depende más de la percepción que las cosas mejoraran al instante, que de la realidad de lo que se debe hacer para crear las condiciones que requiere el mercado de trabajo para generar mayor demanda a mejor precio. El efecto net de esta situación es la creación de grupos de interés, o la toma de decisones en base no al bienestar de todos, sino al bienestar de algunos—sindicatos, grupos organizados, sectas ideológicas, privilegios monopólicos, dádivas, regímenes de exención fiscal, y demás. Es la eterna cultura del hueso.
En otras palabras, lo que pueden hacer los políticos para poder crear más y mejores empleos son cosas que, por lo general, no se atreven a realizar. Los políticos pueden tomar acciones que producen un beneficio general, pero estas, invariablemente no conllevan un beneficio demostrable, conspicuo, para los mismos políticos; o, pueden adoptar acciones que sí conllevan un beneficio visible, pero que implica no la creación de riqueza, sino la transferencia involuntaria de recursos de un sector a otro.
Los subsidios a la electricidad, la riqueza instantánea, las garantías a que nos va ir mejor con tal o cual candidato, son proposiciones que tienen beneficios políticos atados, pero cuyo cumplimiento, en el mediano-plazo, no genera la óptima rentabilidad social. El gran dilema es que las acciones que sí generan mejores y mayores empleos, y condiciones de vida, son precisamente aquellas que implican un alto costo político, por lo cual no son prioridades en la agenda de proposición electoral. Flexibilizar mercados laborales, o meter una verdadera competencia en telecomunicaciones, o abrir el sector energético a inversión productiva, o unificar la tasa de impuesto al valor agregado, son acciones que generarían una gran oportunidad para elevar el crecimiento, la inversión y el empleo.
Empero, el problema político con esta vía, la vía correcta, es que los beneficios que se generan se dan en forma gradual y dispersa. Son beneficios inconspicuos. Y, no son del todo fáciles de acreditar en un currículo de éxitos políticos. La desregulación del sector de electricidad sería infinitamente más benéfica para este país que un segundo piso en alguna arteria vial. Pero uno se ve, el otro no (literalmente no se verá nada si así seguimos).
Esta es la paradoja del hueso, o la teoría de juegos del hueso: como hacer que las políticas que, indirectamente, generan mejores condiciones para el crecimiento puedan ser suficientemente atractivas, de los puntos de vista político y popular, para resistir la fuerza de los intereses sindicales, los representantes de las rentas políticas, y otros intereses. Toda acción conlleva una reacción. El incremento de la productividad laboral depende de crear, en las palabras de uno de los más inteligentes observadores en la materia, una “estructura institucional” adecuada, que reduzca “altos costos de transacción a agentes económicos” y con ello permita que los mismos puedan “realizar en plenitud su potencial productivo.” En la lógica sí, en la política no. Realizar el potencial productivo en su plenitud depende de un conjunto de acciones que no son políticamente rentables, o visibles
¿Hay alguna salida de estos eternos problemas con la eterna cultura del hueso? No se sabe; sí decimos, sin embargo, que gane quién gane esta jornada electoral, llegó la hora, llegó su hora, de la verdad—la verdad necesaria de hacer frente a este problema.
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