El verdadero problema de la llamada Operación Casablanca es menos la demostrada invasión de la soberanía de México que el deteriorado estado de la relación con Estados Unidos que la citada operación revela. México se ha convertido en el chico malo de la política interna de Estados Unidos y todo asunto que tenga algo que ver con México ha pasado a ser fair game (sujeto legítimo de ataque) de la politiquería norteamericana. Es decir, México y todo lo relacionado con el país son hoy en día parte del debate norteamericano para fines que nos son absolutamente ajenos y, en muchísimos casos, que nada tienen que ver con nosotros. Cualquier cosa que está mal en el mundo y que pueda llegar a afectar a algún estadounidense es culpa de los mexicanos. Esto ha convertido a México en un vector de la competencia electoral de ese país. Casablanca es menos un tema sobre México que sobre el uso que se le da a México en la competencia política interna de Estados Unidos. Así de bajo hemos caído.
En la medida en que aparece mayor información y se conocen más detalles sobre la naturaleza del operativo llamado Casablanca, se va conformando una imagen de abuso, explotación y uso vil de México en la política estadounidense. En principio, el operativo policiaco se llevó a cabo a espaldas no sólo del gobierno mexicano, sino también de una buena parte del propio gobierno de Estados Unidos. En términos generales, las corporaciones policiacas involucradas querían hacer su trabajo y probar su permanente argumento de que hay corrupción generalizada en México, evidenciada ésta, para fines del operativo, en el lavado de dinero. Las policías norteamericanas realizaron el operativo en forma secreta para poder presentarle a los políticos un hecho consumado que no pudieran soslayar. En la lógica de esos policías, de haberle planteado la operación a los políticos con anticipación, algunos de ellos la habrían impedido.
El operativo consistió en el tendido de una celada a un número de funcionarios bancarios de bajo nivel, de quienes se esperaba hicieran movimientos de dinero que, en términos penales, equivalieran al lavado de dinero. La noción de ganar un porcentaje significativo de montos muy grandes de dinero, aparentemente sin correr ningún riesgo, resultó suficientemente atractiva para muchos de estos funcionarios, quienes con eso cayeron en la trampa. Innumerables personas en el mundo entero, habrían hecho lo mismo, al precio adecuado. El procedimiento, sin duda reprobable, es un componente legalmente sancionado de la estrategia de persecusión criminal de las policías de nuestros vecinos del norte. Mientras no se haya violado ninguna ley mexicana -sobre lo cual es contradictoria la información que aparece en la prensa- el operativo y la motivación pueden ser despreciables, pero nada más.
Pero la información, los detalles y el análisis que ha venido surgiendo más recientemente sobre el momento en que se decidió lanzar el operativo y el contenido del mismo, muestran una faceta mucho más preocupante para México. La decisión de lanzar el operativo fue tomada en mayo de 1995, justamente cuando el presidente Clinton se saltaba al Senado de su país para otorgar el préstamo de trece mil millones de dólares que, en consultas directas con senadores clave, le habían indicado que se negarían a aprobar. Clinton utilizó fondos que no estaban sujetos a aprobación legislativa, con lo cual pudo evitar el rechazo a su iniciativa en la Cámara de Senadores. Todo parece indicar que la furia que el procedimiento desató en el Senado fue, en última instancia, lo que motivó la puesta en marcha del operativo que luego adquirió el nombre de Casablanca. Incluso, sin que haya existido ningún ánimo conspiratorio, es posible que algunos senadores de ese país hayan sugerido o inducido la realización del operativo como reivindicación a sus críticas por corrupción al gobierno mexicano, motivados por un ánimo de venganza contra su propio presidente por habérselos saltado.
El operativo mismo tiene características muy peculiares que sugieren, si no es que demuestran, su verdadera naturaleza y objetivo. En términos económicos, el operativo fue todo menos significativo. En un negocio de lavado de dinero estimado en las decenas, si no es que centenas, de miles de millones de dólares, el Operativo Casablanca demostró que, después de tres años de intentos, fue posible “lavar” poco más de cien millones de dólares. Aunque la cifra es, en sí misma, muy grande, resulta obviamente irrisoria frente a los billones de dólares que caracterizan a esa actividad. Es decir, aunque el operativo demostró la propensión de algunos individuos a corromperse bajo ciertas condiciones, está lejos de demostrar que en el lavado de dinero en México alcanza las cifras espectaculares que los propios norteamericanos estiman.
Mucho más importante que los montos involucrados, el operativo no descubrió o evidenció la existencia de redes de lavado de dinero organizadas y constituidas. Todo lo contrario, el operativo consistió precisamente en la constitución de una nueva red de lavado de dinero que nada tenía que ver con las que efectivamente utilizan los narcotraficantes. Es decir, el operativo nada tenía que ver con las redes de narcotráfico o de lavado que supuestamente existen, sino con la construcción de un artificio diseñado para demostrar que es posible lavar dinero en el sistema fianciero mexicano. El operativo ni siquiera pretendía demostrar que existen esas redes en México o, mucho menos, en descubrirlas. Su único objetivo era político. Puesto en blanco y negro, el operativo fue concebido, diseñado, organizado e instrumentado con el propósito expreso de evidenciar y avergonzar al gobierno mexicano y a México. Nada más.
Mientras que nuestros políticos y diplomáticos se rasgan las vestiduras y protestan por el operativo mismo, ninguno parece haberse puesto a reparar y meditar sobre lo que es verdaderamente importante: el hecho de que nos hayamos convertido en el hazmerreir del sistema político norteamericano. Este es el tema importante. De haber llegado a ser un país soberano y vital en la concepción del norteamericano común y corriente, hemos pasado a ser, en la opinión pública de ese país, la pobre excusa de todas sus dificultades, la causa de la contaminación, el mejor ejemplo de la corrupción institucionalizada y de la falta de respeto a los derechos humanos, y así sucesivamente. México ya no es un país, sino un símbolo: la equivalencia de lo malo, lo corrupto y lo que no se debe imitar. El operativo Casablanca no es más que un síntoma del deterioro que, como país, hemos experimentado en la opinión pública norteamericana. De la misma forma en que los panistas y perredistas explotaron, durante la campaña electoral de 1997, el voto con que en 1995 el PRI había aprobado el aumento de la tasa del IVA, con el objeto de desacreditarlo, los candidatos norteamericanos, de ambos partidos, utilizan a México para desacreditarse mutuamente.
Como están las cosas, sería dignificante que el problema se limitara a los temas policiacos y de migración que el gobierno mexicano le recrimina al norteamericano. Sería precioso que el problema fuese realmente de soberanía. Desafortunadamente se trata de un problema político fundamental. El problema no es de dignidad ni de vulneración de nuestra soberanía, aunque ésta pudiese haber sido afectada, sino del espectáculo que, como país, le hemos estado dando al mundo en los últimos años. Nuestras contradicciones, la evidencia de corrupción, la incapacidad de ponernos de acuerdo, las agendas políticas cruzadas, la ineptitud generalizada de la gestión gubernamental y la dinámica -en ocasiones perversa- pero casi siempre disruptiva y vengativa, de la brutal lucha por el poder, parecen haber hecho legítima la destrucción de todo. Casablanca demuestra las consecuencias de los excesos. Para algunos la lucha por el poder justifica todos los medios. Nada de eso lo puede justificar el país.
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