La inasible reforma eléctrica

SCJN

Dos visiones contrastantes se enfrentan en el debate sobre el futuro de la electricidad: la de aquellos que defienden el statu quo a ultranza y enarbolan la consigna popular “más vale malo por conocido que bueno por conocer”; y la de quienes albergan la esperanza de utilizar los recursos del fisco con mayor eficiencia y rentabilidad social, ya sea en el combate a la pobreza o en la construcción de infraestructura básica (como educación y salud) antes que en el subsidio a la generación de electricidad. Los primeros se amparan en el argumento de que la eléctrica es una industria estratégica y que sólo el gobierno debe intervenir en ella. Los segundos, más atentos a lo que acontece en este campo en el resto del mundo, consideran que lo único estratégico de la industria son los intereses políticos y sindicales alrededor de ella. No obstante, lo que ninguno de los dos bandos parece haber contemplado es la complejidad inherente al desarrollo de una industria eléctrica moderna. Mientras esto no ocurra, cualquier reforma que eventualmente llegara a aprobarse sería insuficiente, si no es que inadecuada.

Aunque los colores de la disputa en materia eléctrica son nacionales, la discusión tiene una dimensión global. Hoy no existe prácticamente nación que evada el debate sobre cómo desarrollar la industria eléctrica. Por décadas, la electricidad fue un monopolio gubernamental en casi todos los países del mundo por dos razones fundamentales. Primero, porque las redes de distribución del fluido eléctrico eran consideradas un monopolio natural. Eso significaba que sólo podía haber una red de cableado en cada ciudad y, por lo tanto, la competencia en el sector no podía existir. Segundo, las plantas generadoras de electricidad, incluidas las grandes presas, eran de dimensiones tan colosales, que sólo en algunas naciones era posible que el sector privado las realizara. En este sentido, no es casual que durante muchos años la generación privada de electricidad fuera una excepción.

Todo comenzó a cambiar con el avance tecnológico que experimentó el sector. En lugar de enormes plantas generadoras con costos multimillonarios, hace algunas décadas comenzaron a surgir nuevas opciones de generación de menor escala, más eficientes y limpias y con costos perfectamente asequibles para inversionistas de menor escala. En lugar de depender de las grandes termoeléctricas, algunas empresas o parques industriales empezaron a generar electricidad de manera competitiva. Además, con el tiempo, evolucionaron las concepciones sobre el monopolio tradicional. Si bien la necesidad de una red urbana de distribución era un obstáculo para la competencia, las autoridades de diversas naciones se preguntaron por qué tenía que extenderse esa noción a la transmisión del fluido eléctrico. Es decir, una cosa eran las ciudades y otra muy distinta era la transmisión de una planta a una ciudad o entre las propias ciudades. ¿Cómo justificar un monopolio en ámbitos donde no tienen razón de ser alguna?, se preguntaron los reguladores.

Estas interrogantes motivaron a diversos países a replantear el desarrollo del sector. Inglaterra, nación pionera tanto en el desarrollo de la industria eléctrica privada como en su posterior estatización, emprendió la más ambiciosa privatización y desregulación de la industria que se conozca hasta la fecha. Al inicio de los ochenta, Inglaterra comenzó a desmantelar sus monopolios eléctricos y a privatizar la industria en su conjunto. Lo que hicieron entonces se ha convertido en un modelo para todo el mundo. De hecho, tan grande ha sido su éxito, que hoy se discute el modelo inglés en naciones tan distintas y dispares como China y Francia y, en su momento, en Argentina y Chile. Pero no todos los imitadores han reproducido el éxito de los británicos. Aquí estriba el meollo del asunto, el punto crucial que deberíamos atender los mexicanos.

La clave del éxito inglés residió en decisiones muy simples pero primordiales, que se formularon desde un principio y constituyeron las piedras de toque de todo el proceso. Para comenzar, el gobierno británico se propuso crear una estructura funcional que garantizara el desarrollo a largo plazo de la industria; es decir, a diferencia de muchas de las privatizaciones mexicanas, el proyecto inglés buscó el desarrollo de la industria por encima de un ingreso fiscal de corto plazo o la satisfacción de intereses y corruptelas inmediatas. Los ingleses idearon dos estructuras que, a diferencia de sus malos imitadores alrededor del mundo, han aguantado el paso del tiempo. Me refiero a la entidad reguladora y a la separación de funciones en la industria.

El diseño de la desregulación y privatización en ese país europeo se empeñó en construir equilibrios a todo lo largo de la cadena industrial. De esta manera, estableció una separación tajante entre los generadores de electricidad, los transmisores del fluido y los encargados de distribuir el producto. Una empresa dedicada a la generación no podía ser también transmisora y distribuidora o viceversa. Cada una tendría su lugar en el proceso y la clave del éxito dependería de la existencia de una regulación que no favorecieran a ninguna de ellas para asegurar, así, equilibrios naturales. Por su parte, la entidad reguladora creada para este fin fue absolutamente independiente y autónoma en su gestión, y contó con poderes suficientes para hacer cumplir la regulación. El objetivo último era asegurar la viabilidad de la industria y el suficiente suministro para las necesidades del crecimiento económico, así como elevar la eficiencia y competencia en el sector para que el consumidor se viera beneficiado tanto por el precio como por la calidad del servicio. El éxito británico no fue casual ni gratuito.

Nadie en México puede dudar de la proximidad de una crisis eléctrica por generación o por la pésima condición de buena parte de la infraestructura de distribución. Si bien hay suficientes plantas generadoras en proceso de construcción, que seguramente serán suficientes para cubrir la demanda de los próximos tres o cuatro años, el artificio legal bajo el cual éstas se amparan acaba de ser cuestionado por la Suprema Corte de Justicia, lo que cancela la posibilidad de nueva inversión utilizando el mismo esquema. Esto obliga a encarar el problema de frente y resolverlo. Pero ahí es donde los problemas empiezan: ni los grupos opositores a cualquier reforma, la que sea, parecen comprender el costo potencial de no resolver la futura crisis eléctrica; ni los promotores del cambio aprecian la complejidad de las reformas que se necesitan para resolverla. Así, tenemos una feroz oposición a cualquier cambio, oposición que refleja tanto los intereses directos (y en ocasiones personales) de la vieja clase política como la supina incapacidad para apreciar el tamaño del reto, el enorme costo que representa (decenas de miles de millones de dólares) y la falta de capital para sufragarlo. Mejor permanecer ciegos y pretender que los problemas se resolverán por arte de magia, parecen decir los defensores del statu quo.

Pero si la oposición a cualquier reforma sensata prefiere cerrar los ojos a la realidad, los impulsores de las reformas con frecuencia pecan de lo contrario: para ellos lo único importante es aprobar una reforma legislativa, como si esto fuera suficiente para transformar a la industria. Desgraciadamente nuestra historia muestra cuan falaz es esta visión. Si uno compara el éxito británico en materia eléctrica con la evolución de la industria de las telecomunicaciones en México a lo largo de la última década, lo menos que podemos hacer es extremar la cautela. Mientras que en Gran Bretaña el propósito fue desarrollar una industria competitiva al servicio del consumidor, la privatización de las telecomunicaciones en México buscó solamente incrementar las arcas gubernamentales. La diferencia de enfoques explica todo lo que siguió: mientras que allá se constituyó una instancia fuerte y autónoma encargada de regular con equidad y promover la competencia lo mismo que la calidad del servicio y el abasto, aquí se creó un órgano regulador débil, subordinado a la autoridad gubernamental, y una regulación que favorecía amplia y generosamente al jugador más grande (pues de otra manera nunca hubiera pagado el monto que sufragó, ni sería tan rentable como lo es hoy). Mientras que en Inglaterra se apostó por la diversificación entre generadores, transmisores y distribuidores de la electricidad, aquí se preservó el monopolio. El punto es que nuestra experiencia con desregulaciones y privatizaciones ha sido tan mala desde el punto de vista de la competencia, el servicio y el beneficio al consumidor, que no hay motivos para suponer que las reformas propuestas en materia eléctrica vayan a ser diferentes.

La clave del éxito británico estuvo en el diseño institucional. Desde esta perspectiva, las preguntas pertinentes para la industria eléctrica no son, o no deberían ser, si éste se abre y desregula, sino, más bien, cómo asegurar que se genere la electricidad necesaria a tiempo, qué mecanismos o instancias crear para asegurar una competencia fructífera y cómo velar por los intereses de los consumidores en cuanto al precio y calidad del producto.

Mientras que el “debate”, si así se le puede llamar a la pantomima y evasión de responsabilidades que caracteriza a los participantes políticos en este proceso, pone énfasis en los valores ideológicos y políticos, todos ellos orientados a ensalzar un nacionalismo mal entendido (porque sin luz toda pretensión de soberanía es un poco inútil), los verdaderos temas de fondo son de carácter institucional: ¿cómo asegurar la independencia del regulador?; ¿quién garantizará el cumplimiento de los contratos?; ¿cómo se asegurará la transparencia administrativa de las nuevas empresas así como de las decisiones del regulador en la materia?

Estos temas son medulares no sólo para la industria eléctrica, sino para el desarrollo del país en general. En este sentido, lo cierto es que mientras no resolvamos estos entuertos, la viabilidad económica de México seguirá en entredicho.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.