Más allá de los aspirantes a la presidencia en 2018, quizá el factor crucial que determine la forma en que actúen los electores se derive de sus percepciones de la realidad actual. Según Pankaj Mishra en su nuevo libro La era del enojo, quienes no han logrado insertarse en la modernidad y ser parte de sus promesas -libertad, estabilidad y prosperidad- siempre son víctimas fáciles de demagogos, igual de izquierda que de derecha. Las realidades y las percepciones se entrelazan al punto de muchas veces acabar siendo indistinguibles: triunfa quien logra crear un entorno propicio para su perspectiva y visión.
En todo el mundo, el desquiciamiento de la vida tradicional difícilmente pudo haber sido más grande. Las telecomunicaciones han creado un universo de inmediatez; los gobiernos, antes dueños de la verdad a través del control de la información, hoy son un mero actor más en la discusión de los asuntos públicos; las fuentes de trabajo se han transformado de manera inmisericorde: parte por la competencia, parte por el cambio tecnológico. En este contexto, ya no hay anclas permanentes de estabilidad las cuales asir como fuentes de certeza. El impacto, en todo el mundo, ha sido extraordinario.
Este tipo de desquiciamientos, dice Mishra, no son nuevos en la historia: el enojo y el descontento son factores que se repiten a lo largo del tiempo cuando ocurren transiciones políticas o tecnológicas de altos vuelos. Su argumento me recuerda una afirmación lapidaria que hace Tony Judt: “Pocos hoy en día son lo suficientemente viejos como para saber qué significa ver al mundo colapsarse.” En los últimos años hemos visto revueltas en el electorado de Polonia, Inglaterra y Estados Unidos. En unas cuantas semanas veremos si algo similar ocurre en Francia. Las respuestas de enojo y odio, así como la auto justificación de la violencia, no son muy distintas a los movimientos mesiánicos y revolucionarios de Europa en el siglo XIX o a los anarquistas rusos de esa era.
Algunos afirman que la creciente desigualdad es otro ingrediente explosivo en este coctel. Walter Scheidel acaba de publicar un enorme libro al respecto,* argumentando que, a lo largo de la historia, sólo las revoluciones, las epidemias, el colapso de los estados y la destrucción masiva de riqueza que lleva a un empobrecimiento generalizado, constituyen factores de igualación social, siempre hacia abajo, es decir, porque destruyen la riqueza existente. Uno de sus argumentos más importantes es que ningún país ha disminuido la desigualdad mediante reformas estructurales porque éstas son, a final de cuentas, arreglos entre quienes tienen poder. Ian Morris, un viejo estudioso de estos temas, explica porqué la desigualdad no es un factor relevante en esta era: a pesar de la desigualdad, el trabajador industrial promedio vive más años, come mejor y es más rico, libre y más educado que casi todos los seres humanos que le precedieron.
Es decir, siguiendo a Morris, en la medida en que las percepciones y expectativas de la población sean positivas -que su nivel de vida irá mejorando- los votantes no tienen incentivo alguno para modificar el statu quo de manera radical. Antes del día de las elecciones de EUA y Brexit, había muchos escenarios posibles; en ambos casos, el resultado pudo haber ido en cualquier dirección, pues ambas fueron muy apretadas. En este sentido, si bien el hecho político de quien gana y quien pierde cambia el panorama, las explicaciones sobre por qué ocurrió suelen ser excesivas: más justificatorias que analíticas.
Mi punto es que hay factores que inciden en el ánimo del votante y que todos los políticos (con excepción del presidente en México en este momento…) explotan para intentar sesgar la voluntad del electorado en cierto sentido, creando certidumbre. Nadie ha sido más hábil y virtuoso que AMLO en estas ligas.
Los cambios experimentados por México en los últimos tiempos también han sido enormes. Parte del país se ha transformado de manera impactante y parte se ha quedado atorado en el pasado. Quienes viven en el primer grupo seguramente tienen una perspectiva de futuro positiva, en tanto que aquellos que siguen en formas de vida y producción ancestral probablemente no han modificado su manera de percibir al mundo en muchas décadas. El electorado más volátil es el tercer grupo: aquel que ha visto su mundo cambiar sin encontrar un asidero y fuentes de certidumbre confiables. Parte de ello se deriva del proceso incontenible de cambio, parte de la ausencia de respuestas y soluciones a problemas cotidianos -desde la mala infraestructura hasta la inseguridad, pasando por la corrupción-, pero el conjunto arroja condiciones naturalmente propicias para la ira, el enojo y la desazón. La incertidumbre respecto al TLC ciertamente no ayuda.
Ninguno de estos elementos es novedoso en la política mexicana. Lo novedoso es la ausencia de liderazgo presidencial. Sin distingo de partido, todos los presidentes recientes intentaron encauzar los procesos de cambio para darle sentido y dirección a la población. Hoy el único que intenta ese liderazgo es el principal candidato de la oposición, por lo que no es difícil explicar su posición en las encuestas.
*The Great Leveler: Violence and the History of Inequality from the Stone Age to the Twenty-First Century
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