En los últimos años, imágenes de la violencia que se vive en México han dado la vuelta al mundo. El presidente Calderón ha dicho que “se vale hablar bien de México” y existen grupos de empresarios y ciudadanos consternados por la posibilidad de que México pierda aún más como destino turístico y de inversión, así como de que el desánimo se extienda entre los propios mexicanos. En este contexto, donde es difícil distinguir realidad de percepción, cobra fuerza la preocupación por la “marca México” ante el exterior.
Pero, ¿qué es una marca cuando se habla de un país, región o estado? Cuando los europeos migraron al nuevo continente estaban dispuestos a dejar todo atrás por obtener “tierra y oportunidad” (el branding del Nuevo Mundo). Sin embargo, visualizar un lugar geográfico como una marca es una perspectiva relativamente nueva que surge en la segunda mitad del siglo XX y que no se entendería si no estuviéramos en un mundo global.
En las últimas cinco o seis décadas hemos visto casos de éxito en esto de las marcas-país. Basta pensar en el turismo en España, el ecoturismo en Costa Rica, nuevos destinos como Serbia, la India como líder en tecnología, el reposicionamiento de la marca de Estados Unidos tras el fenómeno Obama y el caso de Brasil, que se consolida como promesa económica.
Casos negativos también hay cientos, pero algunos de los que podemos aprender más son el caso de Colombia, que apenas empieza a recuperarse después de años de ser percibido como un país peligroso, y el caso de Noruega, donde no hace mucho se invirtieron millones de dólares en una campaña que no logró re-posicionar la marca nacional. En ese caso, no quedaba claro el rol del gobierno y de los empresarios, no se estaban tomando todas las variables ni todos los actores relevantes en cuenta, y no hubo continuidad del proyecto en el tiempo.
Sabemos mucho sobre las marcas de bienes y servicios: la marca de un producto requiere de consistencia en la calidad, mientras la marca de un servicio es más riesgosa porque requiere de que un grupo de personas sigan procedimientos, mantengan determinada calidad en el servicio y compartan valores. Pero las marcas de los países requieren mucho más: involucran gobernabilidad, inversión, buena recepción de los turistas, amabilidad de las personas, seguridad pública, capital humano, atractivos naturales y su preservación, gastronomía, artes, etc. Así, si bien es útil pensar en países como marcas, también es cierto que la marca de un país es algo mucho más complejo.
Una marca-país es especialmente vulnerable a sucesos repentinos o cambios en la percepción pública. Por ejemplo, el estallido de un conflicto militar, un desastre natural o incluso una cinta (como sucedió con Midnight Express, que durante años aniquiló el turismo en Turquía, al grado en que Oliver Stone pidió disculpas tiempo después). También hay casos donde se llega al punto de inflexión poco a poco. Este es el caso de México.
En México no ha sido un gran incidente sino muchos chicos, a veces no tan visibles, los que están contribuyendo al deterioro de nuestra marca nacional. Algunos ejemplos: perder competitividad frente a los países catalogados como “BRICs”; la cantidad de mexicanos de todos los estratos socioeconómicos que deciden emigrar en búsqueda de mejores oportunidades; la imagen real y auto-promovida de un país con una clase política paralizada; la falta de continuidad en los grandes programas de sexenio a sexenio; la ausencia de indicadores claros que sugieran que vamos avanzando en la guerra contra el narco, entre otros.
Otros incidentes que han deteriorado la “marca México” son más evidentes: los constantes homicidios a lo largo del país; el nivel de violencia o “espectacularidad” de las ejecuciones; la muerte, ya no sólo de adultos connacionales, sino también de niños y extranjeros; y la concentración de todo lo anterior en sitios específicos como Ciudad Juárez.
Ciudad Juárez es el mejor ejemplo de que estamos punto de dañar de forma irreversible –por lo menos en el mediano plazo– la marca México. Lo podemos ver desde dos perspectivas. Por una parte, el caso de Ciudad Juárez es nuestro ejemplo más cercano de lo que le puede suceder a una marca. De ser una ciudad que nos remitía a “frontera”, “maquiladoras” y “homicidios de mujeres” –un tema gravísimo pero aún no extendido a toda la población local–, hoy se ha vuelto sinónimo de un sitio al que nadie quiere acercarse.
Por otra parte, Ciudad Juárez puede volverse el factor que asegure el desplome de la marca México. Las ciudades pueden ser un activo o un pasivo cuando hablamos de la marca de un país. Todos sabemos que Francia no es París y que México no es Juárez, pero a miles de kilómetros esa distinción se vuelve irrelevante.
Pensar en marcas nos obliga a pensar de forma integral. Una marca es lo tangible pero también lo intangible, los datos pero también la percepción que se tiene de ellos. Para construir una marca se requiere substancia pero también determinación y una estrategia articulada, factores escasos en México hoy.
Imágenes de playas bonitas, mariachi, tequila, pirámides y fiesta, así sean publicitadas en todo el mundo, no son ya suficientes para detener la caída de nuestra marca nacional. Aún estamos a tiempo de revertir el fenómeno, pero eso requiere pasar de “hay que hablar bien de México” –algo importante pero insuficiente– a una estrategia que comience con un recuento cuidadoso de los daños, involucre numerosos factores, incluya la variable de percepción, considere a actores sociales, empresariales y gobierno, establezca incentivos para todas las partes y tenga una larga duración.
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