La mirada del tigre

Educación

Hacienda y Gobernación son las dos grandes designaciones estratégicas que habrá de hacer Felipe Calderón. La primera está prácticamente anunciada, la segunda lejos de haberse concretado. Gobernación necesita alguien que entienda el poder del Estado mexicano y que sepa utilizarlo. Pero no hay a la vista un Carstens de la política, aunque Calderón lo necesitará incluso más que al primero.

En ausencia de una crisis económica, el éxito o el fracaso de la administración Calderón se sellará en el tablero de la política. Y es en este tablero donde no resulta claro que el futuro gobierno pueda allegarse un operador político equivalente a Carstens en lo económico. La devaluación de la autoridad presidencial es resultado del estilo personal del presidente Vicente Fox, pero también es fruto de la ausencia de personajes de peso que lo respalden. No siempre fue así. Durante la hegemonía priísta los secretarios de gobernación eran legendarios, segundos apenas de sus imperiales presidentes. En su época de mayor encumbramiento, se decía que Carlos Salinas de Gortari tenía una mirada que infundía miedo, una mirada de tigre. Lo de la mirada puede o no haber sido, pero lo cierto es que Salinas tuvo, en la figura de su primer secretario de gobernación Fernando Gutiérrez Barrios, el respaldo de un verdadero tigre de la política y la seguridad. Alguien al que temían los capos mayores de la política y el crimen, y al que respetaban personajes encumbrados de la izquierda y la derecha. Los defectos de Gutiérrez Barrios eran legión. Representaba como pocos al lado siniestro del autoritarismo priísta. Pero donde él operaba con voz suave y perfil bajo, la violencia pocas veces era necesaria, los nudos se deshacían y los rivales se volvían respetuosos.

La democracia mexicana difícilmente podría tolerar a un personaje como Gutiérrez Barrios. Pero si quiere sobrevivir tanto tiempo como lo hizo el régimen priísta, la democracia mexicana necesita allegarse operadores políticos extraordinarios, hombres que entiendan el poder del Estado y sepan utilizar sus oxidados y olvidados resortes. El reto no es menor, quien se siente en esa silla tendrá que medirse con Slim y López Obrador, con la Maestra y Marcos, con los capos de Sinaloa y el EPR, con Espino y Romero Deschamps, con Ulises Ruiz y la APPO.

Tras el interregno foxista, la presidencia mexicana vive hoy día el síndrome de la debilidad estructural. Se piensa débil, y actúa como si lo fuera. Su problema fundamental no es falta de fuerza, ni de voluntad de usarla, sino torpeza que deriva en excesos y acaba en parálisis. Su problema es la medianía de sus operadores. En su excelente biografía de Lyndon B. Johnson, Master of the Senate, Robert Caro nos recuerda como ese político logró lo que nadie había podido hacer en casi un siglo: convertirse en el amo del conservador Senado estadounidense y conseguir que aprobara la primera ley federal para hacer efectivo el derecho al voto de los negros estadounidenses. La clave fue su habilidad para encontrar poder donde sus predecesores sólo hallaban razones para la impotencia. Los predecesores de Johnson justificaban su escasa influencia sobre sus colegas: “No tengo nada para ofrecerles, nada con que amenazarlos.” Lyndon B. Johnson si supo encontrar los palos y las zanahorias: “buscó el poder en lugares en los que a ninguno de los líderes previos se les había ocurrido buscarlo –y lo encontró.” Y lo usó para un fin encomiable. Ese olfato extraordinario para el poder, esa habilidad para aplicarlo con mesura y precisión quirúrgica, esa astucia para negociar que hace innecesario el uso de la fuerza, ese sentido de Estado, es el sello que distingue a los grandes operadores políticos.

La presidencia de la democracia mexicana ha sobrevivido hasta ahora con operadores políticos que han oscilado entre mediocres y medianos. Pero en los próximos años necesitara el respaldo de operadores políticos de otros tamaños. Si no por otra cosa porque se avecinan crisis mayores. Será en esos momentos cuando Felipe Calderón lamente no tener esa mirada que infunde miedo a los rivales, esa mirada que sólo funciona cuando tras el Presidente se asoma el respaldo de un tigre verdadero.

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