El país con el que México inició la negociación del TLC acabó siendo muy distinto a aquel con el que la concluyó. El fin de la Guerra Fría, al que dio lugar la liberalización gradual que experimentó la Unión Soviética a mediados de los ochenta y su sepultura legal en 1991, alteró el orden que se construyó al finalizar la segunda guerra mundial, modificando no sólo las relaciones internacionales, sino también la política interna de las potencias que emergieron de ese conflicto. Las prioridades estadounidenses durante las cuatro décadas de la Guerra Fría fueron transparentes, permitiendo que se definieran con toda claridad sus relaciones internacionales. Puesto en términos llanos, era simple determinar quiénes eran sus amigos y quiénes sus enemigos. El fin de la Guerra Fría acabó con esas certezas, abriendo la puerta para que las diferencias y disputas domésticas emergieran y dominaran la agenda de política internacional, tal y como se evidenció en el proceso de aprobación del TLC. Para los estadounidenses nunca antes había sido más vigente la máxima de Clausewitz en el sentido de que la política exterior es una extensión de la política interna.
En la sociedad norteamericana conviven posturas políticas, filosóficas e ideológicas muy contrastantes y esto ha sido cierto desde su conformación como el primer nuevo país en el siglo XVIII. La conquista del oeste y la doctrina Monroe, la guerra con México y la relación con las potencias europeas tuvieron lugar en el contexto de esas disputas tanto filosóficas como políticas en las que también intervinieron modelos contrapuestos de desarrollo entre el sur y el norte, así como la Guerra Civil, la esclavitud y la emancipación. Las visiones de Hamilton, Jefferson y Madison, por citar a tres de los más preclaros debatientes de las primeras décadas, reflejaban concepciones contrastantes del desarrollo, de la relación entre el ciudadano y el gobierno y, en general, de la vida misma. Además, el país se había creado con la idea de evitar la corrupción que venía del viejo mundo, lo que acentuaba su tendencia al aislacionismo. Esa diversidad de posturas llevó a que Estados Unidos adoptara una postura neutral al inicio de la primera guerra mundial y la mantuviera así, incluso, veinte años después, cuando Alemania invade a Polonia, desatando el segundo conflicto bélico mundial del siglo XX. Las tensiones de entonces han vuelto a ver la luz, con importantes implicaciones para el resto del mundo.
Las dos potencias que resultaron ganadoras de la segunda guerra mundial muy poco después entraron en conflicto. La Guerra Fría, que inicia propiamente en 1948, habría de caracterizar las cuatro décadas siguientes. A lo largo de ese periodo, virtualmente todas las decisiones de política exterior de Estados Unidos se evaluaban a la luz de su conflicto con la URSS. El apoyo de una de las dos potencias a un determinado grupo político o guerrillero en Angola o América Central, por citar dos casos históricos, entrañaba, ipso facto, el apoyo de la otra nación a los adversarios. La rivalidad este-oeste dominaba la política exterior de ambas potencias y el resto del mundo se alineaba con alguna de ellas o hacía lo posible por sobrevivir explotando la rivalidad misma, como intentaron las naciones que se vincularon en el llamado grupo de los 77, que hacía gala de su no alineamiento. Las naciones occidentales, en particular las europeas así como Japón, por lo general subordinaban sus diferencias políticas o filosóficas, con frecuencia agudas, a la lógica del conflicto bipolar. De haberse negociado el TLC en la era de la Guerra Fría, su aprobación seguramente habría sido cuestión de un proceso sencillo y sin mayores consecuencias, toda vez que se habría inscrito en la lógica del momento.
En lugar de unir a los estadounidenses en sus objetivos de política exterior, el fin de la Guerra Fría y el surgimiento de una potencia dominante han conducido a una fractura interna o, más bien, al fin del consenso en materia de política exterior. Las posturas tradicionales de la derecha, que se asume como la triunfadora de la guerra fría y que se expresa a través de clichés como el que articuló Ronald Reagan del “imperio malvado”, han cobrado vitalidad en la administración de George W. Bush, y esto se pueden observar sobre todo en su creencia de que los conflictos a nivel mundial se pueden reducir a la adopción de soluciones de fuerza. Por su parte, la izquierda norteamericana, ahora encabezada por activistas del movimiento de protesta contra la guerra de Vietnam en los sesenta y setenta, cree de manera ferviente que la lucha en favor de la democracia y los derechos humanos acabó erosionando a la mayor potencia comunista de la historia. Las dos corrientes filosóficas que han dominado la política exterior norteamericana, la de los idealistas y la de los realistas, han vuelto a la escena, disputándose cada decisión en lo individual.
Las disputas tanto filosóficas como de intereses concretos en Estados Unidos son, como en todos los países del mundo, la esencia de la vida política. No hay debate fiscal o legislativo de cualquier género que no involucre confrontación de intereses y objetivos. Los sindicatos presionan a favor de determinada iniciativa, en tanto que los ecologistas se oponen, las empresas multinacionales apoyan determinado tratado entre dos naciones, en tanto que los miembros de la derecha conservadora lo rechazan. Dada esta diversidad de intereses en disputa, fue excepcional que la política exterior mostrara esa relativa homogeneidad. La lógica de las decisiones en esa materia era casi siempre transparente y las disputas relativamente menores. Ciertamente había disputas sobre temas clave para uno u otro grupo, como ejemplifican casos tan variados como los tratados para el control de armas nucleares, el reconocimiento de China o la política hacia Taiwán, el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Vietnam o el embargo a Cuba. Pero el punto es que la lógica que caracterizó a su política exterior ha desaparecido.
De esta manera, la política exterior estadounidense ha adquirido características muy distintas a las que tuvo a lo largo del periodo de confrontación con la Unión Soviética. El TLC fue de las primeras manifestaciones de esta nueva realidad: luego de décadas de una unidad relativamente fuerte en temas que habrían sido manejados bajo la lógica de la política exterior de entonces, resultó inusual la disputa que el asunto generó entre los intereses internos de la sociedad norteamericana. Pero ese sería sólo el comienzo: pronto seguirían debates igual de candentes, como el que se da anualmente en torno al otorgamiento de los derechos de “nación más favorecida” a China (tema comercial clave para el funcionamiento normal de su comercio exterior), el rescate mexicano de 1995, la certificación en materia de drogas y el otorgamiento de facultades al presidente estadounidense para negociar tratados comerciales con otros países, lo que antes se conocía como fast track. Todos y cada uno de estos asuntos de orden internacional han concitado disputas políticas internas que reflejan la ausencia de un consenso en la élite política. De hecho, los temas internacionales o, en otros términos, los asuntos internos de otros países se han convertido en asuntos de disputa dentro de Estados Unidos. Es en este contexto que debemos entender las discusiones que se dan en la actualidad en aquel país respecto a temas que nos incumben directamente, como el acceso de los camiones de carga o la liberalización migratoria.
Del relativo simplismo en la política exterior norteamericana se ha pasado a una situación de enorme complejidad. Las nueve administraciones estadounidenses durante la era de la Guerra Fría imprimieron su sello particular en la política exterior; algunas mostraron una línea dura (como John Foster Dulles con Eisenhower), en tanto que otras presentaron una cara amable (como la de Jimmy Carter), pero todas siguieron la lógica del poder dentro de la confrontación este-oeste. El poder legislativo era sumamente influyente en la conformación de las opciones que tenía frente a sí el poder ejecutivo, pero rara vez actuaba de una manera coartante. Esto ha cambiado radicalmente: ahora, el congreso no sólo se dedica a legislar en materia de política exterior, lo que incluye temas como el de los narcóticos, sino también impone sanciones a diversos países por un sinnúmero de razones que van desde la violación a los derechos humanos o la ausencia de prácticas democráticas (como en Myanmar), hasta el maltrato de conciudadanos en el interior de terceros países, como es el caso de los albanos de Kosovo en Serbia y ahora Macedonia. Lo importante es que este tipo de acciones legislativas –igual sanciones que apoyos económicos a diversos países- responden a grupos de interés particular dentro de Estados Unidos. Cualquiera que sea la preferencia de los legisladores en lo individual, su dependencia a estos grupos de interés en sus distritos, sobre todo en tiempos de campaña, los ha hecho sumamente vulnerables. En este contexto, no es casual que la política exterior haya dejado de ser un gran espacio para el desarrollo de los grandes estrategas como Kissinger o Brzezinski, para convertirse en el centro de las disputas de los grandes lobbies internos: igual los sindicatos que los descendientes de polacos, el lobby judío o los intereses multinacionales, los cubanos de Estados Unidos y los grupos ecologistas o de derechos humanos. La política exterior norteamericana consiste, cada vez más, en la negociación entre intereses y grupos de presión internos.
Todo sugiere que la propensión de la política exterior norteamericana a la adopción de medidas unilaterales no puede más que acentuarse en los próximos años. Sin duda, nuestra nueva carta de presentación, la democracia, constituye un atenuante de extraordinaria trascendencia para muchos de los embates que inevitablemente experimentará nuestra diplomacia en su interacción con Estados Unidos, sobre todo ahora que los temas en disputa tocan poderosos intereses internos, como es el caso de la migración, los transportistas y los beneficiarios de la ayuda externa. La única manera en que naciones como México podrán negociar de manera efectiva con los estadounidenses en esta nueva realidad es jugando en su propia cancha, es decir, haciendo representar, y asegurando que estén presentes, nuestros intereses en el corazón de los debates internos de aquel país.
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