La realidad se empeña en no hacer caso de los sesudos análisis gubernamentales. Esa es la única conclusión posible ante las interminables afirmaciones de nuestros funcionarios cuando se encuentran con que sus preferencias (en ocasiones arropadas como “planes” o “programas”) simplemente no se materializan. Peor todavía cuando censuran las ideas, opiniones y análisis que realizan ciudadanos que ven lo obvio: que la teoría gubernamental con gran frecuencia no es aplicable a la realidad mexicana, que la realidad virtual imaginada por el gobierno está lejos de la realidad tangible para la población.
Dos loables objetivos han motivado a nuestras autoridades a lo largo de los últimos años. Uno es el de elevar el ahorro interno de la economía. El otro es el de elevar el ingreso gubernamental. Los dos son objetivos ineludibles y fundamentales para el desarrollo del país. Pero ninguno se podrá alcanzar si no se parte de un diagnóstico razonable de la realidad nacional y de las motivaciones, preocupaciones, incertidumbres y, en general, respuestas de los mexicanos, luego de décadas de abuso gubernamental y crisis recurrentes.
El objetivo de elevar el ahorro interno ha sido explicado y discutido hasta la saciedad. El gobierno ha hecho un convincente argumento en favor de la necesidad de elevar el ahorro interno, toda vez que las sociedades económicamente más estables son aquellas que no tienen una fuerte dependencia del crédito del exterior. Un país que cuenta con niveles elevados de ahorro puede emplear esos recursos para realizar inversiones básicas en infraestructura, educación, salud, vivienda y demás, sin afectar la evolución cotidiana de la economía. El ahorro interno permite financiar ese tipo de proyectos con un horizonte de largo plazo, y con tasas de interés relativamente bajas. La teoría es impecable.
Los problemas comienzan cuando la teoría se enfrenta a la triste y desafiante realidad. Contrariamente a lo que argumenta el gobierno, que emplea estadísticas siempre convenientes a sus propósitos, el mexicano no ahorra poco. Ciertamente los niveles de consumo se han disparado en algunos momentos particulares de las últimas décadas; sin embargo, el problema del ahorro para los mexicanos no radica en el hecho de ahorrar, sino en dónde y cómo hacerlo. En sentido contrario a uno de los evidentes supuestos que yacen detrás del diagnóstico gubernamental en materia de ahorro, los mexicanos no son tontos y han podido observar como se han derrochado dineros a través de mecanismos de ahorro forzoso como el del INFONAVIT que, en otras circunstancias, habría constituido el corazón de un fondo de ahorro de dimensiones tan espectaculares que ahora, a más de veinte años de su creación, debiera valer más de cien mil millones de dólares. Sin embargo, el ciudadano común y corriente ve lo obvio y concluye que los esquemas gubernamentales de ahorro forzoso no son la solución al problema del ahorro, excepto para el pequeño grupo de sátrapas que medran al amparo de las llamadas “conquistas sociales” (y que se refleja en todo tipo de corruptelas y contratos contrarios al más elemental sentido común).
Las crisis devaluatorias se suman al derroche gubernamental. Los mexicanos han aprendido a ver lo obvio también en materia devaluatoria. Es indudable que hay un pequeño grupo de financieros excepcionales que ha logrado amasar fortunas indescriptibles en pesos, invirtiendo en la industria, el comercio, la bolsa y en la especulación. Pero para la abrumadora mayoría de los mexicanos, menos dotados para esos menesteres y cuyo objetivo es simplemente vivir, y en ocasiones sobrevivir, lo único que importa es ahorrar y preservar el valor adquisitivo del pequeño patrimonio así creado. A partir de 1976, esos mexicanos han encontrado que el peso es una divisa poco confiable y que la única manera de preservar el valor de los ahorros personales o familiares es manteniéndolos en moneda extranjera o en activos no financieros comercializables en divisas. Una muestra de este hecho se encuentra en el enorme número de mexicanos de medios modestos que guarda su dinero en billetes de circulación en Estados Unidos, es decir, en dólares. Los funcionarios gubernamentales no entienden que es imposible propiciar el ahorro con base en una moneda que nadie respeta, empezando por aquellos que le atribuyen un valor simbólico y soberano a la misma.
No es distinto el tema del ingreso gubernamental. El argumento es tan obvio como evidente: el ingreso gubernamental es irrisorio, comparable al de países que, en cualquier otro ámbito, calificaríamos como del quinto mundo. Los ingresos totales del gobierno no llegan al 15% del PIB en un año bueno, comparado con entre 35% y 50% para la mayoría de los países de Europa, 20% para Estados Unidos y 18% para Brasil. Más importante, del total de ingresos fiscales del gobierno mexicano, alrededor del 30% están relacionados con el petróleo. Es decir, de no contar con el ingreso petrolero, el gobierno tendría ingresos de alrededor del 10% del PIB, más el IVA sobre las gasolinas y otros ingresos no atribuibles a la producción petrolera. El hecho es que el gobierno mexicano, a pesar de todas sus campañas de recolección de impuestos, es mucho más pobre que otros gobiernos con características similares.
El ingreso fiscal es indispensable para que el gobierno pueda cumplir con sus responsabilidades. Las quejas ciudadanas sobre el dispendio y la corrupción gubernamentales son legendarias, pero ninguno de esos válidos reclamos disminuye el hecho de que el gobierno tiene obligaciones legales -en materia de educación, salud e infraestructura (por no mencionar la inexistente seguridad pública)- que no pueden ser satisfechas con ingresos relativamente irrisorios como los que tiene. Ningún Estado puede justificar su existencia si no cuenta con los recursos que hagan posible su funcionamiento. De hecho, la recaudación fiscal es una medida de eficacia gubernamental. Sin ingresos un gobierno no existe: ésta es, en su esencia, la disyuntiva a la que se acerca el gobierno mexicano.
En este sentido, la racionalidad del argumento gubernamental de elevar su recaudación no sólo es razonable, sino definitiva. Sin embargo, en lugar de plantear esa línea de argumentación, la lógica gubernamental ha sido muy peculiar: por una parte ha descalificado, a ultranza y sin misericordia, todos los planteamientos que disienten de su postura de entrada. Muchos ciudadanos, por ejemplo, han planteado la necesidad de reducir el número de secretarías. El gobierno descarta ese razonamiento sin una verdadera argumentación, al indicar que los montos involucrados serían insuficientes para cubrir las necesidades gubernamentales. Toda persona razonable sabe que los ahorros se materializan a través de muchos pequeños esfuerzos, no de un golpe de suerte como la lotería. Más importante, al no dar evidencia de querer recortar su gasto en las cosas más evidentes (y con frecuencia en las áreas de dispendio más obvias) la señal para la ciudadanía es más que contundente.
Lo mismo ocurre por el lado de la economía informal. Ciertamente, tienen razón las autoridades al afirmar que la mayor parte de los comerciantes ambulantes no constituye una fuente potencialmente importante de ingresos fiscales. Sin embargo, eso no evita que la población identifique a la economía informal con evasión de impuestos, si no es que con el brazo mercantil del crimen organizado y la corrupción gubernamental (actividades que, por cierto, no pagan impuestos). Además, todos los ciudadanos sabemos que entre las actividades de subsistencia que caracterizan a la informalidad existen innumerables y jugosos negocios que no se fiscalizan simplemente porque “no existen” o son muy pequeños según el planteamiento gubernamental. Para el ciudadano común y corriente la evasión fiscal, llámese economía informal o cualquier otra cosa, es tan evidente en todos los ámbitos de la actividad económica que lo que le resulta inexplicable es el comportamiento gubernamental, no el de los evasores. La mezcla de dos temas, informalidad y evasión, crea una confusión que sienta un precedente, imposible de ignorar, para el comportamiento cívico-fiscal de toda la población.
Estos temas son tan serios que el gobierno ha creído necesario acallar y censurar todas las voces que expresan cualquier disentimiento. Hace unos días, por ejemplo, un empresario muy prominente se atrevió a criticar al peso como medio de ahorro, sólo para verse obligado a retractarse de inmediato (lo que, en nuestro peculiar momento político, sirvió para reafirmar la validez de sus argumentos). Lo mismo ha ocurrido en el ámbito fiscal, donde la descalificación (que no contraargumentación) de cualquier planteamiento alternativo ha sido brutal y absoluta. Lo interesante del tema fiscal es que tanto el planteamiento gubernamental como el del sector privado comparten el objetivo de elevar el ingreso fiscal.
El gobierno está haciendo su mejor esfuerzo por elevar la recaudación fiscal y por incrementar el ahorro interno. La necesidad de ambos objetivos es más que evidente. Pero ese cometido no podrá lograrse mientras el gobierno se niegue a ver lo que es obvio para todos los demás mexicanos: que el peso no es un medio de ahorro confiable (y que sólo en lo que va del año se ha devaluado casi 30%), que la evasión fiscal es ubicua y que, ante la política de las autoridades, la economía informal es cada vez más atractiva para el ciudadano común. Por más esfuerzos que realicen los funcionarios gubernamentales en lograr sus metas, la realidad no cambiará en tanto los marcos de referencia de ciudadanos y gobierno sigan siendo totalmente discordantes.
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