La pregunta es si los ciudadanos se burlan de los políticos o los políticos de los ciudadanos. Esta vieja medida de la democracia entraña una profunda sabiduría. En aquellos países en que los políticos pueden imponer su voluntad sobre la ciudadanía, el progreso, en el sentido más amplio de la palabra, es generalmente imposible. Tal es la lección que arrojan setenta años de dictadura soviética y decenas de ejemplos de dictaduras castrenses alrededor del mundo, pero también de gobiernos que, como el nuestro, nunca han estado sujetos al reino de la ley, ni mucho menos a la voluntad ciudadana. Pero, tan cierta es esta relación como la inversa: virtualmente todos los países ricos del mundo cuentan con mecanismos que garantizan la subordinación de los políticos al imperio de la ley y a las decisiones de la ciudadanía. Ahora que comenzamos a avanzar en el terreno de la democracia es imperativo no perder de vista otras de sus facetas, sin las cuales el desarrollo es imposible. La verdadera prueba de fuego de la democracia no reside en la realización de elecciones libres y transparentes, aunque eso constituya en sí mismo un paso fundamental en el desarrollo del país, sino en que existan condiciones de seguridad jurídica, la vigencia plena de un estado de derecho y una relación funcional entre los poderes públicos que garantice los derechos de la ciudadanía más allá del electoral, así como el funcionamiento efectivo del gobierno.
El avance democrático en el país es innegable. Llevamos poco más de una década de atestiguar elecciones competidas y la alternancia de partidos en el poder, a todos niveles, se ha convertido en un hecho natural para la ciudadanía. Pero la democracia no se conforma exclusivamente de procesos electorales limpios o de la alternancia de partidos en el poder: las democracias se sostienen por la existencia de un régimen legal que no se subordina a los intereses políticos y por la competencia electoral que permite formar gobiernos legítimos y efectivos, acotados siempre por los derechos fundamentales de los ciudadanos. Tanto la vida en sociedad como el funcionamiento de una economía de mercado requieren de la existencia de un estado de derecho. Pero los derechos ciudadanos no son algo abstracto que se guarde en un museo: más bien, se trata de límites a la capacidad de abuso gubernamental, a la posibilidad de infringir las garantías de los ciudadanos, mismas que abarcan derechos políticos elementales –como el de asociación, expresión y demás- hasta la existencia de las condiciones propicias para su desarrollo económico y social.
El estado de derecho es la condición sine qua non para que sea posible el desarrollo de una sociedad. Existen tres situaciones que ponen a prueba a un estado de derecho: la aplicación de la norma legal aun en contra de los intereses del Estado o de los gobernantes; la relevancia del derecho en la resolución de controversias entre los miembros de la clase política; y la legalidad en el proceder de la administración frente a la ciudadanía y los escrúpulos de los gobernantes en no atentar contra la esfera de derechos fundamentales de los gobernados. En los países en que estos tres principios operan, existe un sometimiento del poder público a la ley. Es decir, existe un estado de derecho cuando la ley efectivamente frena el actuar de los gobernantes, cuando el gobierno no puede cambiar la ley para que se ajuste a sus preferencias, cuando las disputas se resuelven en los tribunales y su fallo es respetado por el gobierno.
En los últimos años, la Suprema Corte de Justicia en el país se ha convertido en un factor limitante al ejercicio del poder ejecutivo. En una serie de decisiones a lo largo de los últimos tres años, la Corte ha revertido una larga tradición de preeminencia del poder ejecutivo sobre los otros poderes de la Unión. Aunque algunos estudiosos critican la forma en que la Corte ha intentado satisfacer a todos los actores en conflicto –decidiendo a favor de unos y otros, sin que medie una diferencia jurídica tajante, clara y predecible- el hecho innegable es que el poder presidencial en el país ya no es lo que era antes. En este sentido, se ha dado un avance dramático en la construcción de un sistema político más equilibrado en el que cada uno de los poderes encuentra límites a su actuar y en el que la posibilidad de abuso efectivamente ha disminuido. Si algo, el riesgo ahora es el de acabar con una presidencia excesivamente débil.
Si uno ve para atrás, el avance es verdaderamente significativo. Los códigos y leyes generalmente favorecen la autoridad discrecional del burócrata, pero cada vez que alguno de los poderes presenta una controversia constitucional ante la Suprema Corte, las probabilidades de que ésta falle a favor del ejecutivo son cada vez menores. Pero es importante recordar que, en franco contraste con lo anterior, los ciudadanos no tenemos capacidad de demandar la revisión constitucional de una ley, facultad que está indebidamente limitada a los poderes públicos.
Mucho de la legislación existente ha depositado numerosas facultades discrecionales y de regulación en el ejecutivo, las cuales con frecuencia hacen irrelevante la existencia de la ley. ¿Para qué sirve una legislación, supuestamente orientada a normar el desarrollo de determinada actividad o sector de la sociedad o la economía, cuando el gobierno se reserva facultades discrecionales tan amplias que le permiten modificar lo establecido en la ley? Esta situación ha llevado a innumerables abusos en el pasado, pero hoy, irónicamente, se ha convertido en un elemento afortunado dados los enormes poderes que gradualmente ha adquirido el legislativo frente a una presidencia cada vez más debilitada con la ausencia del PRI. Es imperativo que el ejecutivo esté sujeto a la legalidad, pero no debilitarlo al punto de hacerlo irrelevante.
Históricamente, la autoridad fue favorecida con facultades discrecionales que, por ausencia de controles, le llevaba a actuar de manera absolutamente arbitraria, sin que ello implicara violentar el marco legal. Puesto en otros términos, nuestra legislación ha estado tan sesgada en favor del ejecutivo que, aunque parezca irónico, ha fomentado la arbitrariedad en el ejercicio de sus funciones. Aunque el gobierno podía argumentar que se apegaba a la ley, sus actos no generaban la certidumbre que acompaña a un Estado de derecho. No es casualidad que, en estas circunstancias, la incertidumbre haya sido un ingrediente de enorme importancia en las decisiones de inversión o ahorro de los particulares.
Pero el hecho de que la institución presidencial pierda facultades arbitrarias, como ocurre cada vez con mayor frecuencia, no implica que se esté incrementando la certidumbre jurídica o que la arbitrariedad esté disminuyendo. La paradoja del momento actual es que estamos pasando de una presidencia arbitraria, una que tenía control virtualmente sobre todo el sistema, a una situación en la que el poder está más repartido, pero totalmente desalineado. Es un hecho que el Congreso federal y los ejecutivos estatales se han fortalecido recientemente, pero ello no ha mejorado la seguridad jurídica del ciudadano o la eficiencia de la actividad gubernamental. Es decir, aunque hay un evidente fortalecimiento de los pesos y contrapesos en la toma de decisiones públicas –el presidente ya no puede imponer sus preferencias sin más- el poder se ha diseminado entre los propios políticos, sin que el ciudadano haya ganado en su capacidad de obligar a que los funcionarios (poder ejecutivo) y representantes (poder legislativo) le rindan cuentas o, en general, que tomen decisiones que lo beneficien. Todo ha cambiado en el funcionamiento del sistema político, pero el ciudadano sigue tan distante del poder y de la toma de decisiones como siempre. La posibilidad de abuso presidencial ha disminuido en forma dramática, pero no así la del sistema en su conjunto.
La gobernabilidad era un concepto que obsesionaba a los priistas y con buena razón. Pero su definición de gobernabilidad implicaba la existencia de un estado de ilegalidad permanente. De hecho, se trataba de un concepto más bien primitivo de la gobernabilidad, pues su definición no iba más lejos que la de crear leyes y facultades tan amplias que permitiesen que el presidente decidiera prácticamente sobre cualquier tema, sin intervención legislativa o judicial alguna. La gobernabilidad no era otra cosa que la existencia de enormes facultades arbitrarias. Tanto así que, como ilustran los tratados de libre comercio de norteamérica y el europeo, los últimos dos presidentes encontraron la necesidad de limitar sus propias facultades para poder avanzar sus objetivos de desarrollo económico. Pero en las nuevas circunstancias del país, en las que el presidente ya no cuenta con un amplio sistema de control político a su alcance, como lo fue el PRI en su momento, el problema de la gobernabilidad ha adquirido nuevas dimensiones.
Para ser efectiva, la gobernabilidad sólo puede tener una de dos características: o bien es arbitraria, como antaño, o emana de la decisión y el control ciudadano, como en los países ricos y democráticos. En este tema, como hemos podido atestiguar desde 1997, no hay medias tintas. Un presidente ilustrado que goza de facultades arbitrarias sin duda puede hacer un enorme bien. Pero la probabilidad de que no resulte tan ilustrado es tan alta que es mejor no correr el riesgo y limitar en lo posible las fuentes de la arbitrariedad. En cualquier caso, ese es un debate meramente académico, pues las elecciones federales del 2000 hicieron irrelevante el tema. Ahora nuestro problema es distinto: en este momento el presidente prácticamente ya no cuenta con facultades arbitrarias, pero la gobernabilidad es cada vez más precaria. El poder se ha dispersado y ahora nadie es responsable de nada. Por ese hecho, lo que urge es un control efectivo de la ciudadanía sobre el Congreso. Es decir, mecanismos que obliguen a que los miembros del Congreso rindan cuentas de su actividad, algo que sólo se puede avanzar mediante su reelección.
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