Aunque la situación económica actual es mejor que la del pasado reciente, parece haber consenso en la región latinoamericana de que el statu quo no es aceptable. Esta es en resumen, la impresión que recogí después de escuchar la conferencia de un argentino sobre el devenir de su país y la región en los últimos años. Desde esta perspectiva, las reformas económicas que se emprendieron a partir de los ochenta han sido extraordinariamente importantes porque han permitido romper con algunos de los impedimentos al desarrollo que existían en el pasado. No han permitido, sin embargo, generar tasas suficientemente elevadas de crecimiento como para hacer posible que los beneficios lleguen al conjunto de la sociedad. El reto hacia adelante es doble: por un lado, se debe hacer posible tanto la extensión de los beneficios de las reformas como el incremento acelerado de las tasas de crecimiento. La pregunta es si esta combinación es del todo posible.
Si uno observa el comportamiento de los electores en Brasil y Argentina a lo largo del último año, parece evidente que existe una fuerte tensión en el corazón de una población que persigue dos objetivos aparentemente contradictorios de manera simultánea: no quieren el riesgo de la inestabilidad pero tampoco están satisfechos con su realidad cotidiana. Por una parte, la población tiene un fuerte recuerdo, una vívida memoria, de la inestabilidad económica, del mal gobierno y de la hiperinflación que caracterizaba a sus sociedades hasta hace sólo un par de lustros. Por la otra, la misma población no está muy feliz con el resultado de las reformas emprendidas a lo largo de este periodo. Si bien parece haber un reconocimiento en esas latitudes de que las reformas generaron la estabilidad de que hoy gozan, muy pocos perciben algún beneficio directo que se derive de esa estabilidad. La estabilidad conduce a que se reconozca al gobierno responsable (como ocurrió con la reelección del presidente Cardoso de Brasil), en tanto que la decepción respecto a la ansiada mejoría en los niveles de vida llevó a que perdiera el partido de Menem en las recientes elecciones argentinas.
Pero la contradicción entre estas posturas es sólo aparente. Un votante puede reconocer un logro y, a una misma vez, estar decepcionado por la insuficiencia del mismo. Esto también parece estar ocurriendo con muchos votantes mexicanos que se encuentran indecisos respecto a cómo votar en julio próximo. Su reconocimiento al gobierno está más que consagrado en las elevadas cifras de aprobación de que goza la gestión del presidente Zedillo en la actualidad. Sin embargo, mucha de esa misma población se encuentra harta del abuso que le propinan diversos burócratas en su vida cotidiana o, simplemente, no ven satisfechas las expectativas que se habían formado desde hace años respecto a la evolución de su economía personal. Este contraste es muy significativo en términos políticos, pues demuestra que las reformas han sido insuficientes para lograr su objetivo primordial, que es (o debería ser) el de elevar los niveles de vida de la población. Lo que no es claro es cuál será la manifestación electoral de esa diferencia.
Lo que sí parece claro es que, a lo largo de las últimas décadas, se ha avanzado en el camino de generar las condiciones para una mayor competencia en la economía, sobre todo en lo que concierne a la producción de bienes manufacturados, a diferencia de los servicios (como banca y telefonía), pero que se ha avanzado muy poco en materia de la igualación de oportunidades. Esta diferencia es crucial y explica, en buena medida, la enorme disparidad que representa el acelerado crecimiento de la riqueza, por una parte, y el sumamente limitado acceso a los beneficios del crecimiento económico de que ha gozado la abrumadora mayoría de la población. Además de dañina para la estabilidad política, esta disparidad es producto de la insuficiencia de las reformas realizadas, más que de sus excesos. Nadie que tenga memoria puede pensar que las condiciones objetivas de la mayoría de la población eran significativamente mejores en los pasados treinta años, desde el fin del desarrollo estabilizador; si bien hubo algunos años específicos en este período en que los salarios reales pudieron haber sido superiores a los actuales, como efectivamente ocurrió a principios de los ochenta, los niveles reales de vida no eran mejores. El hecho de que el salario mínimo haya sido mayor o menor, justo en el momento en que la hiperinflación estuvo a punto de hacer su entrada triunfal en el país, nos indica que la política económica del momento era extraordinariamente errada y peligrosa, no que los niveles de vida eran mejores.
La realidad es que el país se encuentra ahora en la mitad de un fuego cruzado que limita de manera definitiva su capacidad de avanzar hacia mejores niveles de vida. Por una parte, la economía mundial se ha dividido entre las actividades de alto valor agregado y aquellas fundamentadas en los salarios bajos. Con toda proporción guardada, este fenómeno se puede observar en el contraste que existe entre el valor de las acciones de las empresas localizadas en la llamada “nueva economía” en los países más avanzados y el de aquellas que se concentran en la economía tradicional, incluso en esas mismas naciones. En el país, esto mismo se puede observar en la disparidad que presentan los salarios mínimos y los ingresos de los millonarios nacionales. No cabe la menor duda que el enorme contraste que existe entre unos y otros no hace sino agudizar el malestar que muchos votantes potenciales perciben respecto a su propia situación y evidenciar los retos que se tienen por delante.
El otro lado de la moneda tiene que ver con la incapacidad que experimenta el país para generar mejores empleos o, lo que es otra cara del problema, en la inexistencia de personal calificado para satisfacer la demanda que existe, sobre todo en el norte del país. El hecho objetivo es que hay, literalmente, millones de mexicanos, muchos de ellos concentrados en la economía informal menos por decisión que por falta de opciones, que demandan empleos, pero que no cuentan con la preparación necesaria para poder aspirar a los empleos de alto (o, al menos, mayor) valor agregado que se han estado creando. Este factor evidencia rezagos ancestrales en la sociedad mexicana, así como el divorcio -por inadecuadas e insuficientes- de las reformas de estos años con las necesidades esenciales de los mexicanos. En términos generales, se han atendido las necesidades de las empresas grandes que, por su tamaño y capacidad de gestión han podido salir adelante. Pero se han ignorado en el camino las demandas o, al menos, las necesidades de los mexicanos más modestos. El resultado es visible en el irrisorio número de empresas pequeñas que se crean de manera formal y que logran alcanzar algún grado de desarrollo. Algunas más emergen y crecen en el ámbito de la informalidad, pero muchas más simplemente se pierden en el mar de incompetencia burocrática y obstáculos innecesarios.
La realidad es que el país sigue sin presenciar el despliegue de reformas que beneficien a la sociedad en su conjunto, que se encaminen a igualar condiciones, y a que más mexicanos se beneficien o aprovechen las oportunidades que se han ido creando. La educación sigue siendo patética, las regulaciones –tanto las federales como las locales- son obtusas, complejas y excesivas y la disposición gubernamental a promover el desarrollo de nuevas empresas (sobre todo a través de la eliminación de obstáculos al acceso al crédito para empresas de menor tamaño) brilla por su ausencia. En este entorno, es notable que algunas empresas se desempeñen con éxito porque la gran mayoría vive en la informalidad, en un contexto donde el gobierno no existe (excepción hecha de los inspectores que cobran mordidas), los derechos de propiedad se hacen cumplir por la fuerza (de cada persona) y las transacciones se limitan a los conocidos o al dinero en efectivo. Estas condiciones son suficientes para que existan las empresas, pero no para que prospere la economía. El resultado es lo que tenemos: un crecimiento económico promovido por las grandes empresas, la inversión extranjera y un puñado de empresas menores que se logran colar. El resto sigue viviendo en el rezago, si no es que en una recesión más o menos permanente.
Frente a esta situación, no es difícil comprender por qué las reformas tienen tan mala fama. Tampoco es difícil identificarse con las personas que sienten esa terrible tensión entre su reconocimiento a los logros de la política económica en materia de inflación y estabilidad, y su decepción por la falta de mejoría familiar y personal. Para esa gente la posibilidad de que no se dé una nueva crisis constituye una verdadera bendición, pero está lejos de ser suficiente para permitirle sentirse satisfecha. Sus expectativas se encuentran en contradicción con su realidad. Es decir, no tienen mayor esperanza de mejorar en el futuro mediato. Es posible que esto sea lo que hay detrás de las encuestas cuando consignan que el voto urbano tiende a concentrarse a favor del principal candidato de la oposición. De ser así, se trata de una calificación reprobatoria no sólo, ni especialmente, al candidato a la presidencia del PRI, sino al gobierno que no ha podido romper con las ataduras de antaño.
Las reformas de los últimos lustros han cambiado la faz de la economía del país. Lo que no han hecho es transformar la economía de las familias mexicanas. Los aumentos en los niveles de empleo constituyen indicadores importantes de estabilidad política e incluso de desarrollo potencial para el futuro, no así del desencanto que experimenta un enorme número de mexicanos al comparar sus expectativas –las personales o las familiares- con la probabilidad de lograr satisfacerlas en un periodo razonable. No es sensato esperar que ese desencanto se traduzca en quejas específicas o críticas particulares a las acciones gubernamentales de los últimos años, pero sí en un voto específico en la próxima elección.
Es sumamente difícil anticipar la dirección de ese voto el 2 de julio próximo. En Brasil, los electores le renovaron el contrato al gobierno, aunque en ese caso se trataba del presidente en funciones persiguiendo la reelección. Pero si el caso argentino más reciente sirve de guía, la estabilidad alcanzada puede servir para reducir las expectativas de una nueva crisis, lo que le da margen a la población para que decida optar por un partido distinto al del gobierno y pruebe suerte bajo el mando de una nueva administración. Ya sólo faltan unos cuantos días para determinar si entre los mexicanos gana el reconocimiento, como en Brasil, o la decepción, como en Argentina.
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