Estados Unidos está experimentando una profunda transformación demográfica que tendrá importantes repercusiones sobre nosotros, en todos los ámbitos. El censo de población más reciente muestra a una sociedad creciente que está cambiando su perfil social y cultural de una manera vertiginosa. Uno de los cambios más trascendentales, y de enorme importancia para nosotros, es la creciente proporción de los llamados “latinos” en el pastel demográfico estadounidense. La consolidación tanto política como económica de ese segmento de la población va a fortalecer la vinculación entre México y Estados Unidos, pero también la va a hacer mucho más compleja.
Quizá lo más impactante del censo realizado en el año 2000, resida en el hecho de que la población de origen latino rebasó a la población negra, constituyéndose en la primera minoría de aquel país. Aunque el concepto de “latino” incluye muchas cosas en ocasiones poco compatibles (como a población de origen cubano, mexicano y centroamericano, entre otros), no cabe la menor duda de que el censo marca un hito por la relevancia política que adquiere la comunidad latina y, particularmente, su componente mexicano o mexico-norteamericano, que es el que crece con mayor rapidez.
El censo es un instrumento de medición muy significativo porque, para comenzar, incluye a toda la población residente, independientemente de su estatus o situación legal. A diferencia de México, en donde personal especializado levanta el censo de casa en casa, el censo norteamericano se realiza por correo y cada persona llena su forma y la envía sin tener que identificarse. En este sentido, el censo constituye una fotografía bastante fiel de la realidad norteamericana. La mayor o menor representación que logra cada grupo étnico en la contabilidad del censo depende de la responsabilidad que muestre cada persona para responder el cuestionario y, en todo caso, de la campaña que monten sus líderes para promover su devolución. El tema no es irrelevante, pues el censo determina la reorganización de los distritos electorales para la siguiente elección federal. No es casualidad que en esta ocasión los negros lanzaran una activa campaña para promover la devolución de las formas, factor al que atribuyen resultados más cercanos a la realidad que los obtenidos en censos anteriores.
Con lo que no contaba el liderazgo de color era con el número de “latinos” que el censo computó. Este número acabó siendo muy superior al estimado (alcanzando 35.3 millones de personas) y por encima del que registró la población negra (12. 5% para los latinos contra 12.1% para la población de color). Además, la tasa de crecimiento de la comunidad latina es sensiblemente mayor que la negra, lo que anticipa que los latinos se consolidarán como la mayor minoría en los próximos años, con el consecuente giro en su importancia política.
Muy pocos políticos dentro del establishment norteamericano esperaban un crecimiento tan rápido de las comunidades de origen latinoamericano, y en particular del mexicano. En un sistema político en el que los políticos se vuelcan sobre los electores en búsqueda de su apoyo para la siguiente elección (usualmente reelección), los cambios demográficos resultan cruciales. Esta es la razón por la cual se siguen con especial atención. De haber habido alguien en ese mundo que entendiera el dinamismo de la comunidad de habla hispana hace unos cuantos años, jamás se hubiera atrevido a impulsar o, en su caso apoyar, propuestas como la “187”, que restringía el acceso de indocumentados (fundamentalmente mexicanos) a los servicios públicos de salud y educación. Una de dos, o el crecimiento ha sido verdaderamente espectacular (que sin duda lo ha sido), o todo el establishment estaba negando lo obvio. Seguramente ocurrieron las dos cosas simultáneamente. El censo del 2000 acabó con toda posibilidad de ignorar la nueva realidad demográfica de ese país y, dentro de ello, la trascendencia de la comunidad hispanoparlante.
Más allá de los cambios observados en la población de origen hispano, el censo es revelador de un sinnúmero de transformaciones que han sobrecogido a la sociedad norteamericana. Para comenzar, la población blanca, aunque aumentó en números absolutos en doce millones a lo largo de la última década, disminuyó su participación porcentual en poco más de seis puntos. Aunque el censo ofrece hasta sesenta y tres posibles combinaciones y 126 permutaciones para la definición étnica o racial de cada individuo (como americano de origen africano o negro; latino blanco o hispano café y así sucesivamente), es interesante que las cifras publicadas ofrezcan tan poca información sobre la composición del mayor grupo étnico, el de los blancos. Hasta hace unas cuantas décadas, los blancos dominaban la toma de decisiones y, dentro de ellos, un segmento específico, el de los wasps (white, anglo saxon, protestant), controlaba una buena parte de los puestos de elección y, en general, de toma de decisiones. El censo hace evidente que esa realidad hace mucho que quedó en el pasado.
Una revisión somera de los datos del censo muestra lo vertiginoso del cambio: la población de origen asiático, por ejemplo, se elevó en casi cincuenta por ciento, en tanto que la de los “americanos nativos” (indios) más que se duplicó; además, con las opciones que el censo ofreció a cada persona para clasificarse de la manera de su preferencia, hubo un incremento de siete millones de personas (2.4% del total) de raza mixta, una de las cuales es asiática. Si a eso se suma el cambio en la población negra e hispana, el pastel demográfico estadounidense adquiere características totalmente nuevas. Se trata sin duda de una sociedad crecientemente multiracial y multiétnica.
Desde luego que Estados Unidos siempre se ha caracterizado por la multiplicidad de sus orígenes, pero no por ello los cambios demográficos registrados dejan de tener enormes implicaciones políticas y económicas. Cualquiera que haya visitado el estado de California, sobre todo sus principales ciudades, en los últimos años, sabe bien que la composición racial y étnica de ese estado hace mucho que dejó de ser fundamentalmente blanca. Muchos de los alcaldes, diputados locales y federales ya no son blancos y, a juzgar por los números, parece inevitable que esa tendencia se acentúe en el futuro. Tarde o temprano, los efectos políticos del cambio demográfico se harán notar.
Las implicaciones económicas del cambio demográfico hace tiempo que se han hecho evidentes. Así como hace algunos años publicistas y mercadólogos buscaron las maneras de acercarse a la población negra por constituir un mercado por demás atractivo, la cantidad de anuncios en español que hoy en día se transmiten por televisión y otros medios habla por sí misma. No es irrelevante mencionar que los treinta y cinco millones de latinos que viven en Estados Unidos tienen un poder adquisitivo que duplica el de los cien millones de mexicanos. Aunque el promedio de ingresos de esa comunidad esconde las diferencias de ingresos que existen entre comunidades bien establecidas como la cubana y otras centro y sudamericanas, por una parte, y los trabajadores indocumentados provenientes de México y Centro América, por la otra, no cabe la menor duda de que se trata de un conjunto de la población de extraordinaria importancia.
La importancia de ese segmento de la población tampoco puede ser ignorado por parte de potenciales exportadores mexicanos. Conocedoras de sus costumbres, valores y cultura, las empresas mexicanas podrían desarrollar programas de exportación orientados a esas comunidades, tal y como han hecho, ya por años, empresas mexicanas que fabrican desde pan, chicles o tortillas hasta refrigeradores o, en el sector servicios, algunos bancos nacionales. El potencial representado por ese mercado es tan grande como la imaginación de los futuros exportadores: ahí hay un público casi cautivo (al menos en términos de su lenguaje y tradiciones), con ingresos muy superiores al promedio nacional y dispuesto a consumir productos que le son afines o naturales. Ciertamente lo anterior no constituye revelación alguna, pero no por ello los empresarios mexicanos (en especial los más pequeños) están explotando todas las oportunidades que ahí existen.
Si las implicaciones económicas del crecimiento de la población de origen hispano son enormes, las políticas son todavía más grandes. Tanto por la ley de doble nacionalidad, como por los intereses naturales de una persona que emigra, la mayor parte de los mexicanos residentes en Estados Unidos van a concentrarse, de manera creciente, en la política de aquel país. Es de anticiparse que en las próximas décadas habrá un número cada vez mayor de alcaldes y diputados de origen mexicano, lo que introducirá una dinámica distinta a la relación con nuestro país. Lo anterior no quiere decir que sus intereses vayan a coincidir con los nuestros, pero sí que sus intereses van a afectar la dinámica de la política norteamericana y ello va a acabar teniendo repercusiones sobre nosotros. Independientemente de las nuevas consideraciones de seguridad, la distancia o cercanía que el país decida guardar con las comunidades de origen mexicano en Estados Unidos va a ser determinante de nuestra relación de largo plazo con aquel país.
A su vez, la importancia creciente de comunidades mexicanas en Estados Unidos va a crear fuertes presiones sobre México en materia migratoria, en particular sobre el tránsito que realizan ciudadanos de terceros países a través del nuestro para llegar a Estados Unidos. Si en los próximos meses vamos a tener que definir nuestro compromiso con respecto a la seguridad del subcontinente, en los próximos años, los mexicanos vamos a tener que decidir qué tan norteamericanos queremos ser y esa decisión va a afectar no sólo las relaciones de ambas naciones, sino también nuestras oportunidades de desarrollo. La demografía es por demás compleja y, a falta de una estrategia nacional para sacarle provecho, los emigrantes mexicanos ya comenzaron a establecer el rumbo.
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