La riqueza

Educación

Los mexicanos nos hemos pasado décadas debatiendo las causas de la pobreza, pero hemos avanzado muy poco en su solución. Se ha escrito una infinidad de estudios, tratados y propuestas para enfrentar el problema, pero ese esfuerzo no ha arrojado ni siquiera un consenso sobre cuáles son sus causas ni mucho menos cómo combatirlo. Aunque sin duda hay que enfrentar el problema de la pobreza que aqueja a una enorme porción de la población del país, también hay que reconocer que todo el esfuerzo conceptual y práctico invertido hasta la fecha ha sido en buena medida irrelevante porque lo que en verdad importa no son las causas de la pobreza, sino las causas de la riqueza.

Entender y enfrentar la pobreza es una necesidad evidente, pero no nos lleva demasiado lejos. Todos esos esfuerzos serían mucho más productivos si se orientaran a entender las causas de la riqueza y a crear las condiciones para que ésta sea posible. De hecho, llevamos siglos haciendo sumamente onerosa la creación de riqueza y prácticamente imposible su distribución; hemos desarrollado una extraordinaria capacidad para preservar todo lo que genera pobreza en lugar de avanzar en su contra. Es tiempo de volcar la vista hacia la otra cara de la misma moneda.

La concepción de la riqueza ha cambiado a lo largo del tiempo. Los diccionarios tienden a ofrecer una definición estática de la misma, generalmente referida a la posesión o abundancia de bienes o “cosas preciosas”. La historia española del siglo XVI en adelante es paradigmática de esa definición: las colonias españolas en América contribuyeron para que aquella nación amasara enormes fortunas en la forma de lingotes de plata y otros minerales que, sin embargo, acabaron por esfumarse. Un par de siglos después, España, el imperio más rico en más de un milenio, estaba prácticamente quebrada. Algo semejante se puede decir de todas las naciones que poseen diversas riquezas naturales, como el petróleo. Como bien ilustra nuestra realidad actual, el hecho de que un país posea abundantes bienes naturales no implica necesariamente bienestar para su población. La riqueza de un pueblo es producto de su trabajo, de su capacidad para transformar recursos en capital, y éste en producción de bienes, servicios y satisfactores diversos. Dicho en otros términos, la verdadera riqueza de una nación consiste en el acervo de activos productivos capaces de convertir insumos varios (como pueden ser el petróleo, el oro, una determinada ubicación geográfica, la cultura o las ideas) en satisfactores para la población. Mientras más eficiente es esa transformación, más rica es una nación.

El caso de Japón rompe con todos los esquemas tradicionales de generación de riqueza: se trata de una nación pobre en recursos, pero extraordinariamente rica en capacidad para transformar recursos diversos en riqueza. La riqueza de esa nación asiática no se deriva de la posesión de grandes yacimientos minerales, sino de la extraordinaria productividad de su gente. Utilizando la tecnología con gran habilidad, la economía japonesa logró producir muchos más bienes con menos recursos que la mayoría de sus competidores; de esta manera, al producir más eficientemente, su población pudo obtener ingresos más elevados sin que ello afectara el nivel general de precios de la economía. Algo semejante ha ocurrido en los países europeos, en Canadá, en Estados Unidos y, en general, en todos los países que identificamos como “ricos”. Muy pocos pondrían en esa lista a los países que poseen grandes yacimientos de petróleo o de otros minerales pero cuya población es mayoritariamente pobre.

No es casualidad que los países ricos sean los que crean riqueza a partir del trabajo o del desarrollo de alguna idea. Esas naciones tienen una estructura social, política, institucional y económica que hace posible la generación de riqueza. Las escuelas se dedican a formar personas con habilidades básicas en el lenguaje y en las matemáticas, y a desarrollar individuos capaces de comprender instrucciones complejas. La economía está estructurada de tal forma que los empresarios cuentan con un marco de certidumbre para poder desarrollar su actividad; las instituciones financieras operan dentro de un entorno de predictibilidad, lo que les permite realizar su función, a sabiendas de que sus usuarios son legalmente responsables. Las estructuras institucionales y legales permiten resolver conflictos y hacer cumplir los contratos. En suma, los países ricos no lo son por casualidad: su riqueza se deriva de la existencia de una infraestructura social, institucional y económica que permite —y, de hecho, fomenta— la creación de riqueza.

En México, la estructura institucional está saturada de impedimentos para que se desarrollen nuevas empresas; las autoridades tienden a premiar (y, de hecho, a proteger) a las empresas existentes respecto a nuevos competidores, todo lo cual hace sumamente difícil la creación de riqueza. Y ahí donde la riqueza se crea, su distribución resulta sumamente difícil y la calidad de la educación no favorece el incremento constante de la productividad, lo que limita severamente el potencial de crecimiento de los salarios reales. En suma, México es una nación pobre porque contamos con una infraestructura pobre. La riqueza comenzará a generarse y a fluir el día en que nos dediquemos por fin a romper los impedimentos que nos hemos autoimpuesto.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.