La cadencia del proceso político nacional súbitamente adquirió un fuerte impulso con los cambios que tuvieron lugar en el gabinete la semana pasada. Pero el proceso de cambio que experimenta la política mexicana trasciende con mucho al gobierno. Hace años, un cambio de esta magnitud en el gabinete habría sacudido a todo el escenario político. En la actualidad, la política ya no se restringe al ámbito gubernamental, lo que sin duda atenúa la trascendencia (y, sobre todo, los riesgos) de los cambios realizados. A pesar de lo anterior, es evidente que las personalidades de quienes realizan la función gubernamental en un país que todavía dista mucho de haberse institucionalizado, son determinantes. Para el gobierno actual, lo anterior implica que su actuación en el curso de los próximos tres años va a ser crucial para fortalecer la construcción de una estructura institucional moderna o para acelerar el camino hacia el despeñadero de la inestabilidad.
Hacía ya meses que la dinámica política del país había cobrado formas novedosas, toda vez que la competencia electoral se ha convertido en el mecanismo ya casi natural de ascenso al poder, pero también porque diversos individuos han manifestado -abiertamente los de la oposición y velada, pero contundentemente, los del PRI- su intención de ser candidatos en la próxima justa presidencial. En un país en el que el presidente de la república fue siempre el centro y corazón de la política nacional, especialmente por ser el artífice del proceso de sucesión como mecanismo de control último del sistema, el hecho de que la iniciativa política haya pasado a los partidos de oposición y a políticos que, a pesar de estar dentro del PRI, se han convertido en oposición virtual al presidente, entraña un cambio dramático (y sin duda bienvenido).
En cierta forma, los cambios de la semana pasada constituyen un intento, al menos tácito, por parte del gobierno de empatar el avance que ya había logrado la oposición en el proceso de sucesión presidencial. Sin embargo, la realidad es que, por importante que sea, la sucesión presidencial ya no es el factor de control político que antes fue y, por lo tanto, la esencia de la estabilidad política radica en otra parte. Las crisis del final de los últimos sexenios han obedecido menos a causas económicas que a factores fundamentalmente políticos y no hay nada que garantice, ni una política económica por demás responsable, que ese final no vaya a ser repetido.
Hoy en día hay factores cruciales -y sumamente preocupantes- que tienen un efecto mucho más poderoso sobre la estabilidad política del país que la sucesión presidencial. Hasta hace un par de décadas, el hecho de que el presidente controlara el proceso de sucesión le otorgaba una enorme fuerza política, misma que le permitía asegurar la lealtad al y del sistema en su conjunto y, por lo tanto, la estabilidad política y económica. Pero en las últimas décadas han ocurrido cosas que han reducido y, en muchos casos, eliminado, la vigencia o eficacia de esos mecanismos de control. Entre éstas sobresalen algunas tan obvias como: el desmembramiento y erosión gradual que experimenta el PRI; el ascenso de otros partidos a la política nacional; la creciente diversidad de partidos gobernando estados, ciudades y municipios en todo el país; la pérdida del monopolio priísta en el congreso; la lucha no institucional que tiene lugar en todos los ámbitos del país y que se observa en la forma de secuestros, asesinatos, violencia en las zonas rurales, tomas de estaciones de radio; y, en general, el hecho de que el gobierno tiene cada vez menos capacidad de orientar el desarrollo de la política nacional. Algunos de estos cambios entrañan oportunidades futuras potencialmente muy promisorias. Pero entre la existencia de una oportunidad y la consolidación de una realidad hay un enorme trecho lleno de riesgos y problemas.
Para el gobierno la nueva realidad política implica que tiene que adoptar una estrategia para los tres próximos años que le permita asegurar la estabilidad política y la continuidad económica. Hasta ahora, su estrategia ha sido, al menos en la práctica, la de fortalecer a la economía a través de toda clase de cambios “estructurales”, como los referentes al ahorro interno, a fin de evitar una crisis económica al final del periodo, independientemente de lo que ocurra en el ámbito político. El problema de esta estrategia es que, de continuar el proceso de erosión de la institucionalidad política, es poco probable que la economía misma, por dinámica que ésta sea, logre garantizar la paz política y, por lo tanto, la estabilidad del país. El gobierno tiene que adoptar una nueva estrategia política o correr el riesgo de acabar como sus predecesores, a pesar de que pudiera ser sumamente exitoso en la aplicación de su política macroeconómica.
Conceptualmente hay tres caminos que el gobierno podría seguir. El primero implicaría básicamente una continuación de lo que ha venido haciendo, en el ámbito propiamente político, a lo largo de los últimos tres años. Se buscaría que las aguas alcancen su propio nivel, pase lo que pase, en un esquema de “dejar hacer y dejar pasar”. Es decir, el gobierno continuaría dejando que las “fuerzas del mercado” político, por llamarles de alguna manera, fueran las que le dieran forma a la política nacional. El gobierno dejaría que todos los partidos y candidatos, de cualquier partido, siguieran su propio curso e, independientemente de sus preferencias, no tomaría iniciativas políticas fundamentales. Este curso entraña oportunidades y posibilidades para muchos trasnochados así como para los factores políticos más radicales del país, pero también riesgos potencialmente enormes.
El segundo curso de acción que podría emprender el gobierno sería el de convertirse en el garante del proceso de sucesión presidencial, como el mecanismo fundamental de estabilidad en el país. Es decir, el gobierno optaría por liderear un proceso de cambio político, en lugar de quedarse al margen del mismo. Su propósito sería el de fundamentar la institucionalización de la política, en lugar de pretender controlar lo incontrolable. El presidente no favorecería a partido o candidato alguno, pero se dedicaría en cuerpo y alma a asegurar el desarrollo de una competencia justa dentro de un marco de interacción perfectamente acotado en el cual se penalizaría severamente a cualquiera que violara las reglas del juego. Paradójicamente, una estrategia de esta naturaleza implicaría que el presidente se dedicara activamente a reestructurar y transformar al PRI y a darle liderazgo como mecanismo necesario para la estabilidad general del sistema político. Es decir, el presidente garantizaría el proceso político para todos, lo que requeriría una modernización cabal y acelerada del PRI como precondición para la estabilidad general del país. La problemática de Chiapas se sometería al Congreso y el problema de la seguridad pública se convertiría en la razón de ser del gobierno. Sin duda una estrategia como ésta sería la más compleja, pero, también, la que más oportunidades ofrecería de evitar la inestabilidad al final de sexenio.
Finalmente, el gobierno podría intentar un tercer curso de acción, mismo que consistiría esencialmente en la repetición del viejo molde priísta, donde el presidente no sólo busca encabezar a su partido, sino también promover a un candidato específico. Es decir, se pretendería que el pasado sigue vigente y que lo que ya no opera tiene la oportunidad de funcionar en el año 2000. El presidente, y todo su gobierno, se abocarían a la selección de un candidato que, a la antigüita, sería responsable de continuar el proyecto presidencial actual y mantener intacto el mundo del pasado. Aunque probablemente imposible de lograrlo, este curso de acción es claramente el que muchos priístas añoran. Es el mundo de los candados a la nominación de candidatos y el mundo de la línea dura. Sin duda por este camino aumentarían las probabilidades de que el PRI perdiera la próxima elección presidencial, pero también casi se aseguraría la inestabilidad.
Como país, estamos balanceándonos en una tablita sumamente endeble. Las contradicciones que experimentamos son tan grandes como patentes. Pretendemos ser un país moderno, pero seguimos observando prácticas políticas primitivas; finalmente tenemos un sistema electoral federal competitivo, pero seguimos hablando de un candidato oficial; la famosa reforma del estado sigue siendo el objetivo del mismo gobierno que demanda el monopolio del PRI. Lo mismo ocurre en cada uno de los partidos de oposición. Pero la responsabilidad del gobierno es trascendental, pues éste es el responsable de la estabilidad. Ahora todavía puede adoptar un camino que reduzca las probabilidades de inestabilidad; en dos años eso ya no será posible.
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