La impunidad del gobierno en lo general y de muchos de sus funcionarios y protegidos en lo particular se ha convertido en la principal causa de indignación, enojo y desconfianza de la población. La impunidad tiene muchas caras y también muchas causas, pero la que parece indignar más a los mexicanos es la que resulta del enorme contraste que existe en el trato que reciben los mexicanos comunes y corrientes, tanto en lo que se refiere a la letra de la ley como en cuanto a su aplicación, y el que reciben los privilegiados miembros del gobierno y sus protegidos. La impunidad parece ser la regla de oro del gobierno y eso se ha vuelto intolerable para la población.
La impunidad es flagrante en todo lo que concierne al gobierno y a su peculiar manera de resolver conflictos, dificultades y retos de la más diversa índole: desde una manifestación con su correspondiente bloqueo intencional de calles y avenidas hasta los actos de corrupción de sus funcionarios. Se observa el enorme contraste entre la manera en que se acusó, sin razón alguna, a empresas privadas de la explosión en Guadalajara, con el sepulcral silencio del gobierno en la explosión de San Juanico. Y que decir del rescate billonario de los accionistas bancarios, el tráfico de influencias y la inequitativa manera en que la sociedad, a diferencia del gobierno, ha cargado con el peso del ajuste de la economía. Si otras crisis se caracterizaron, además de la recesión y de lo que ésta implica para las personas y las familias, por la incertidumbre y la incompetencia gubernamental, a ésta se le ha sumado la enorme indignación y agravio que produce en los mexicanos la percepción -y realidad- de impunidad que abriga a los gobernantes y a sus allegados. Esta enorme sensación de agravio ante la certidumbre de la impunidad que caracteriza a funcionarios y sus favoritos, se ha convertido en el catalizador de una crisis que amenaza con acabar siendo mucho más profunda de lo que parece a primera vista.
La indignación tiene bases muy sólidas. El país se caracteriza por la existencia de dos realidades: una es la del gobierno y todo lo que el priísmo involucra. Otra muy distinta es la realidad de los mexicanos comunes y corrientes que tienen que cargar con los abusos permanentes de todas las agencias gubernamentales y, sobre todo, de quienes se han auto-nombrado paladines de las soluciones expeditas. Los ejemplos de estas diferencias son tantos y tan flagrantes que podrían parecer evidentes, pero es mejor mostrar algunos de ellos para ilustrar la doble moral que caracterizan a un país cuyos políticos afirman que es democrático, pero cuyos habitantes desmienten con los hechos cotidianos.
Quizá el tema más obvio de indignación sea el que resulta del contraste entre la manera en que se enfrenta la comisión de delitos en el ámbito público y en el privado, cuando en ambos casos se trata de infractores de la ley o de francos criminales, según sea el caso. Cuando un funcionario gubernamental se roba recursos o bienes gubernamentales -situación que, como todos sabemos, es extraordinariamente rara- el responsable de investigar y sancionar al infractor es el propio gobierno a través de la Secretaría de la Contraloría de la Federación, órgano cuyas resoluciones no son públicas. De esta manera, un funcionario delincuente, independientemente de los montos de lo que haya robado, puede ser sancionado en lo privado, sin que nadie se entere ni se afecte su prestigio social. Las leyes aplicables a los funcionarios públicos son tan discrecionales que permiten cosas como que el robo de sumas multimillonarias en dólares a través del delito favorito de la burocracia, el llamado tráfico de influencias, pueda ser resuelto mediante una mera sanción administrativa. Los únicos que acaban en la cárcel o en el oprobio popular son aquéllos que cometieron una infracción a las reglas no escritas del sistema político. Cuando mal le va a un funcionario corrupto se le inhabilita para ocupar cargos públicos por algunos meses. ¿Será para que tenga tiempo de disfrutar de los bienes malhabidos?
Otra es la historia cuando es un empleado o funcionario de una empresa privada el que comete -o se presume que comete- una infracción o delito similar, o cuando evade el fisco. En esa instancia su futuro queda destruido, toda vez que es encarcelado con toda la saña de la que son capaces quienes supuestamente son responsables de procurarnos justicia. Además, el nombre del infractor es motivo de cita en las primeras planas de los periódicos, lo que lo somete al escarnio cuando no al juicio público a través de los medios, aun cuando no haya sido declarado culpable en juicio. Conforme al apotegma juarista, existen dos sistemas legales, dos principios de acción pública y dos raseros para la población. Por cierto, ¿habrá algún funcionario público que alguna vez haya evadido el pago de sus impuestos?
El costo de la actual crisis económica es sin duda el tema y el origen de la mayor inequidad que mexicano alguno pudiese conocer. El gobierno causó la crisis de 1994, pero nadie entre los funcionarios gubernamentales, o entre los simples burócratas, ha resultado responsable de los actos que causaron la debacle ni ha pagado el costo de la misma. Mientras que el presupuesto gubernamental se mantuvo virtualmente incólume, el grueso de la población experimentó una caída del 16% del PIB en el mercado interno, un crecimiento aterrador del desempleo y un incremento sin precedentes de los costos financieros para las personas y las empresas. Para colmar el plato, ante el pasmo de millones de deudores a los que la crisis convirtió en insolventes, el gobierno ha canalizado ríos de dinero al sistema bancario con el argumento -legítimo- de que se está protegiendo al sistema financiero y a los depósitos de la población, aun cuando en la realidad se ha hecho todo lo posible por salvar a los accionistas de los bancos y particularmente a los grupos de control, muchos de los cuales ya de por sí habían abusado de sus accionistas pequeños.
La impunidad adquiere muchas otras formas que afectan la vida cotidiana de toda la ciudadanía. Mientras que al conductor de un vehículo que se pasa la luz amarilla en un crucero le aplican “todo el peso de la ley” en la forma de una infracción, si es que anda en su día de suerte, ya que de lo contrario enfrentaría el pago de una mordida “voluntaria”, los grupos que bloquean alguna arteria fundamental de la ciudad acaban “negociando” sus diferencias con la autoridad como si se tratase de legítimos representantes de la ciudadanía, actuando dentro del marco institucional y legal vigente. Hace poco, dos mafias gangsteriles que se disputaban territorios se dieron el lujo de cerrar el periférico de la ciudad de México, lo que los hizo meritorios de una audiencia con el gobierno, en lugar de acreedores de una cita ante un juez por lo que claramente fue un bloqueo a una vía de comunicación esencial, tipificado como delito en la ley.
La Secretaría de Hacienda vive en esta dualidad permanente. Aunque indudablemente el problema de ingresos gubernamentales es real y serio, su acción se limita a perseguir y auditar a las empresas establecidas y a los causantes cautivos. Mientras tanto, los ambulantes, los legalmente exentos y todo el resto de la llamada “economía informal” crece y se reproduce impunemente. La recaudación fiscal jamás va a alcanzar las metas gubernamentales en tanto no sujeten a la economía informal a las mismas leyes e impuestos que son aplicables al resto de la ciudadanía. Y no sólo eso, la total ausencia de legitimidad del gobierno en esta materia sólo podrá ser revertida toda vez que se termine con esa flagrante impunidad. Lo mismo se puede decir de otras áreas de la vida pública mexicana donde es ostensible la impunidad, como son innumerables prestaciones que no se gravan a los sindicatos de las paraestatales o empresas públicas ni a la burocracia y mucho menos a los funcionarios, por no hablar de la impunidad que caracteriza al narcotráfico.
La impunidad ha llegado a tal extremo que a lo largo y ancho del pais se ha institucionalizado el robo de camiones llenos de mercancía producida en fábricas legalmente constituídas, para utilizar el producto de estos robos como la principal fuente de abastecimiento del comercio ambulante, circunstancia que tiene lugar a plena luz del día, no sólo bajo el conocimiento de la policía, sino generalmente con su anuencia, cuando no con su complicidad. El botín se expende al público a ciencia, conciencia, paciencia y vista de las autoridades. La impunidad es flagrante.
El sistema en que vivimos permite la violación sistemática de la ley. Más que eso, la institucionaliza. Ese sistema es incompatible con la creciente competencia político-electoral que caracteriza al país. Además de impedir un proceso de cambio político gradual y pacífico, crea un clima de temor a hacer cualquier cosa entre los actuales gobernantes ante la posibilidad de que miembros de otro partido pudiesen llegar a gobernar y a aplicar (más bien a aplicarles) esa misma discrecionalidad que conduce a la impunidad. Por ello, la legalidad de que tanto habla el gobierno no puede consistir en la aspiración a llegar algún día a apegarse a leyes cambiantes, discrecionales y promotoras de la impunidad, sino en un cambio cabal del sistema legal -y, por lo tanto, del sistema político- a fin de que se igualen las condiciones de todos los mexicanos -gobernantes y gobernados- ante la ley y de que se protejan los derechos individuales por encima de cualquier otra cosa. En tanto persistan dos pesas y dos medidas, seguirá la impunidad y con ello la indignación ciudadana. Nada mejor para preservar un clima de intranquilidad, incredulidad y desprecio a las autoridades.
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