Las encuestas de evaluación presidencial: una peligrosa tentación de vanidad.

Presidencia

Terminó el periodo electoral y de seguro comenzarán a circular en los medios algunos levantamientos de opinión sobre los niveles de aprobación del presidente Peña. Pese a ya hablarse de una caída en la popularidad del mexiquense, vale la pena preguntarse: ¿deberían importarle al gobierno en turno las encuestas, en particular de cara a las relevantes decisiones en materia de reformas que estaría por emprender?
A lo largo de los últimos sexenios, las encuestas de aprobación del desempeño presidencial parecen haber generado un impacto desfavorable en los inquilinos de Los Pinos, cuando se trata de asumir riesgos y responsabilidades de gobierno. Por ejemplo, Vicente Fox, en sus primeros meses de gobierno, con tan sólo proponer una reforma fiscal –en términos llanos, un alza de impuestos—, su popularidad comenzó a caer en las encuestas. Incluso, a mediados de 2001, de acuerdo con un levantamiento de Reforma, 53% de quienes votaron por Fox dijeron que no lo habrían hecho si hubieran sabido que iba a elevar los impuestos. Por supuesto, la reforma jamás se concretó, no sólo por su falta de capacidad para pactar ésta y otras iniciativas que pretendía concretar, sino por el aparente terror a perder el llamado “bono democrático”, producto de su victoria electoral en 2000. A partir de ese instante, Fox terminó instalándose en un letargo casi catatónico y fue perdiendo poco a poco el capital político de la alternancia, no tanto por sus acciones, sino por la torpeza de sus inacciones.
Por su parte, Felipe Calderón le dio también un peso relevante a las encuestas, aunque él tomó otro enfoque. En vez de dejarse engullir por las encuestadoras, el anterior gobierno optó por “jugar en la misma cancha” y darle una enorme difusión a los sondeos encargados a la Oficina de la Presidencia. En términos generales, los índices de aprobación de Calderón se mantuvieron aceptables durante su gestión, incluso pese a la violencia vinculada al narco que caracterizó su periodo. De hecho, Latinobarómetro ubicó en 2011 al expresidente en 7° lugar entre 18 mandatarios evaluados, con un nivel de aprobación de 59%. No obstante, a diferencia de Fox, las “buenas calificaciones” de Calderón no le sirvieron de nada al PAN en su intento de mantenerse en el poder. Esto fue un ejemplo de cómo una “buena” evaluación presidencial en las encuestas, no le garantiza éxito posterior a sus correligionarios –quienes suelen ser identificados, lo sean o no, con la continuidad. Además, tampoco le sirvieron de mucho a Calderón las –y sus—encuestas para sacar adelante su agenda.
El presidente Peña Nieto se ha distinguido de sus dos predecesores en un factor singular: su apuesta, al menos hasta el momento, ha sido la de satisfacer a la llamada “comentocracia” más que a la población en general. En contraste con Fox, que apostó al “círculo verde” y se granjeó la enemistad del “rojo”, el presidente Peña mantiene una aprobación superior entre los opinadores que en la población en general. Esto le ha permitido un entorno mediático menos hostil que, combinado a su habilidad en materia de operación política, se ha transformado en resultados legislativos reales.
El presidente Peña enfrenta ahora dos de las reformas tradicionalmente más impopulares: la energética y la hacendaria. La primera ha sido un tabú histórico, y la segunda golpea de manera directa al bolsillo de los mexicanos. Así, no sólo son previsibles marchas, discursos iracundos en el Congreso, alegatos flamígeros de los analistas y demás, sino también es muy probable un descenso en la popularidad presidencial cuando salgan a la luz los términos de sus iniciativas. Sin embargo, tal vez el peor factor para ponderar a la hora de decidir sobre una política pública, de entre los mencionados aquí, sea, precisamente, una encuesta. Si bien la oposición podría tomar como herramientas de batalla –en caso de presentarse—a las evaluaciones desfavorables del presidente, ello tampoco deberá propiciar que el gobierno se autocensure y dé marcha atrás a cosas que, se supone, ya han pasado por una deliberación suficiente y necesaria para aprobar la conveniencia de sacarlas adelante. La talla de un estadista no siempre se mide en una encuesta; su verdadera evaluación, corresponde a la historia.

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