No cabe la menor duda de que el mayor impedimento al desarrollo del país radica en la falta de dirección. Cuando uno sabe a dónde va, el paso siguiente, el qué hacer, se vuelve mucho más simple. Sin embargo, en ausencia de objetivos claros y realistas para el contexto en que nos ha tocado vivir, adoptar una estrategia susceptible de lograr el desarrollo del país parece imposible. Por supuesto que no es difícil acordar objetivos definidos en términos de tasas de crecimiento o niveles de vida; lo que ha resultado virtualmente imposible en esta era de confusión y competencia política es asumir el hecho de que vivimos en una realidad nacional e internacional donde las opciones no son muchas y la necesidad de compromiso para la acción es inevitable. El país seguirá a la deriva en la medida en que no se resuelva este dilema de esencia.
El problema es muy evidente: el mundo ha cambiado mucho más rápido que la capacidad de adaptación a las nuevas realidades de nuestro aparato político y la población en general. Mientras que en las décadas de los cincuenta y sesenta, por mencionar una era de oro en términos de crecimiento económico, la economía se encontraba auto contenida y todo se movía en función de un conjunto de variables económicas que, en buena medida, se encontraban bajo el control gubernamental, en los albores del siglo XXI, las economías nacionales prácticamente han desaparecido. Este cambio de realidad ha sido fenomenal. Antes las cosas eran mucho más sencillas: en la medida en que un gobierno alcanzara equilibrios en las principales variables de la economía (sobre todo en las finanzas públicas y en las cuentas externas), el resto de la economía funcionaba con normalidad. Los empresarios invertían en donde encontraban oportunidades (muchas de ellas creadas por la inversión pública) y eso generaba riqueza, lo que a su vez se traducía en empleos, consumo y demanda para la instalación de más empresas y así sucesivamente. El mundo de hoy funciona de una manera similar, pero a escala global. Inevitablemente, las implicaciones para cualquier economía en lo individual acaban siendo monumentales.
Un ejemplo dice más que mil palabras: por algunas décadas a lo largo del siglo XX, la economía mexicana logró mantener equilibrios fundamentales en sus principales variables macroeconómicas, a la vez que el gobierno empleó con gran habilidad los recursos públicos para generar crecimiento de la inversión privada. La construcción del sistema carretero en la primera mitad del siglo XX se convirtió así en un enorme aliciente a la inversión privada, al igual que el desarrollo del sistema hidráulico que dio nacimiento a la agroindustria del noroeste del país y la inversión en el desarrollo de los mantos petroleros recién descubiertos en los años setenta.
La etapa exitosa de crecimiento económico del siglo pasado se disipó por dos razones: primero, el gobierno comenzó a desviarse de la fórmula que por décadas favoreció el crecimiento de la economía, sobre todo al abandonar los equilibrios macroeconómicos y al dejar de destinar los fondos públicos para el desarrollo de infraestructura. A partir de ese momento se volcó a la creación (o absorción) de industrias cuyo impacto económico era mucho menor. Estos cambios, ocurridos en los setenta, desquilibraron la economía mexicana y la condenaron a décadas de estancamiento posterior, pero su principal impacto fue impedir que el país se percatara de los cambios que súbitamente comenzaron a cobrar forma en el resto del mundo. De esta manera, la segunda razón por la que la capacidad de crecimiento se agotó en los ochenta del siglo pasado, y que sigue explicando el estancamiento económico actual, tiene que ver con el empecinamiento en ignorar, o dejar de reconocer, que la economía mexicana, como todas las del mundo, está inscrita en un entorno internacional que ya no permite un aislamiento como el que era típico hace cuatro o cinco décadas.
La economía mexicana se ha estancado en parte por la recesión norteamericana, pero sobre todo porque perdió competitividad frente al resto del mundo. En una era en la que la inversión privada se orienta hacia aquellos lugares donde los costos son menores y el valor agregado es mayor, la economía mexicana no es apta para contender en ese escenario. Se trata de un problema de costos relativos: México puede tener en su cercanía al mayor mercado de la Tierra una ventaja comparativa excepcional, pero si los costos del transporte marítimo desde Asia acaban siendo menores a los del tránsito de México a Estados Unidos, esa ventaja deja de ser relevante. Y esto es precisamente lo que ha ocurrido en los últimos años: mientras que la infraestructura nacional se deteriora, la infraestructura de varios de los países asiáticos, en particular China, se incrementa, al grado en que hoy en día un productor en esa región sabe que sus costos de operación allá son sensiblemente inferiores a los que puede encontrar en México, y eso sin considerar el costo de la mano de obra.
A lo largo de la década de los noventa, la economía mexicana creció gracias a las expectativas de empresarios mexicanos y extranjeros, quienes confiaban en que se llevarían a cabo reformas profundas en el ámbito no sólo comercial, sino también en el plano laboral, energético, fiscal, educativo, judicial, entre otros. Las reformas que sí se emprendieron en un primer momento (las privatizaciones, el TLC, la autonomía a la Suprema Corte, etcétera) favorecieron un rápido crecimiento de la productividad en la economía del país, propiciaron la modernización de millares de empresas y crearon ingentes oportunidades de inversión. Sin embargo, cuando las reformas se interrumpieron, la productividad dejó de crecer y, con ello, la capacidad de generar crecimiento económico. Peor, en la medida en que los alcances de la reforma mostraron ser mucho más limitados y modestos de lo que los inversionistas y empresarios habían anticipado al inicio de los noventa, la inversión comenzó a declinar. Puesto en otros términos, la economía del país comenzó a evidenciar dificultades aun antes de que la economía norteamericana entrara en recesión en el año 2000, lo cual pone en entredicho su capacidad de crecer aun cuando aquella economía se recupere plenamente.
Hay dos perspectivas que permiten entender la problemática económica por la que atraviesa el país en la actualidad. Una es observar los obstáculos que existen para el desarrollo; y la otra es comparar nuestra capacidad de crecimiento con la de otras naciones con las que competimos por la inversión. También es crucial comprender que, en un mundo económicamente integrado, todas las naciones compiten por la inversión y todos los inversionistas, sean mexicanos o extranjeros, analizan sus opciones de una manera objetiva. Lo anterior implica que los empresarios determinan la localización de una inversión en función de factores como la disponibilidad de mano de obra calificada; la cercanía a fuentes de materias primas, la proximidad a los mercados de consumo, la calidad de la infraestructura, los factores que determinan los costos de operación (como tráfico, costos de instalación, burocratismos, etc.), la calidad de los servicios públicos y costos potenciales en caso de incurrir en conflictos que requieran de la intervención del poder judicial. Hace sólo unos meses, una empresa canadiense decidió instalarse en el lado norteamericano de la frontera de Baja California en lugar de hacerlo en Tijuana, luego de analizar con detenimiento cada lugar y de evaluar los costos de cruzar la frontera continuamente para llevar sus productos ya manufacturados al mercado estadounidense. El punto medular de este ejemplo es que la empresa canadiense no estaba buscando costos de mano de obra comparables a los chinos; lo que fue determinante en su decisión fue que a pesar del mucho mayor costo de la mano de obra en Estados Unidos, los costos de operación en México era tan altos que resultaba más barato instalarse en ese país.
Nadie puede albergar la menor duda de que los costos de operación en México son por demás elevados. Todo es costoso en el país: desde las facultades arbitrarias con que cuentan funcionarios de diversos niveles (federal, estatal y municipal) y que con frecuencia se traducen en procedimientos prolongados, requisitos excesivos y mucha burocracia, hasta la mala calidad de las calles y servicios públicos, además de la delincuencia, cuyos riesgos hacen más costoso el funcionamiento de una empresa en el país.
Una manera rápida de evaluar las enormes dificultades que existen para la instalación de una empresa en México es reflexionando sobre los miles de empresarios mexicanos hay actualmente en Estados Unidos, la mayoría de ellos inmigrantes ilegales en un principio, quienes encontraron allá lo que aquí se les negaba. El entorno empresarial, legal y competitivo estadounidense bastó para darles oportunidades de desarrollo personal. Es casi un axioma decir que esas mismas personas no hubieran podido jamás rebasar las barreras burocráticas, de crédito y de desarrollo en general que existen en nuestro país. Es tiempo de reconocer que todo en México conspira contra el desarrollo económico.
Nuestro futuro económico está determinado por la capacidad de generar condiciones propicias para el desarrollo de la inversión y el crecimiento de la productividad. Esto implica que cada empresario tiene opciones y que sólo se instalará aquí si el país le ofrece (y mantiene) condiciones competitivas. La lucha es por la inversión y eso supone una modernización permanente, una disposición a transformar la planta laboral y productiva, un reconocimiento de que nada es permanente y que la inversión no vendrá por sí misma. Además, que sólo un mayor valor agregado permitirá compensar los costos de la mano de obra barata en otras latitudes. No hay otra alternativa, o trabajamos para adecuarnos al cambio o persistimos en el atraso, con todo lo que eso implica para una población pobre y creciente como la nuestra. El dilema es obvio y nuestra capacidad de enfrentarlo con éxito históricamente demostrada; lo que no es evidente es si estaremos dispuestos a asumir el reto para salir adelante.
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