Toda acción genera una reacción, decía el profesor Newton. Si eso es cierto en la física, nada diferente ocurre en política. La llamada “ley Televisa”, promovida en el momento más intenso de las campañas electorales, ha sufrido un enorme descalabro. No era para menos: independientemente de los cargos y argumentos que esgrimen defensores y detractores, no hay duda que muchos políticos se sintieron extorsionados por las circunstancias y condiciones en que la ley les fue prácticamente impuesta. Ahora, en un momento políticamente menos álgido, viene la revancha.
Una gran lección se desprende de todo esto. Los abusos (reales o percibidos) tarde o temprano se pagan. Las alianzas, formales o informales, funcionan mientras las partes perciben beneficios y los políticos saben que cambiar de caballos a la mitad del río es por demás peligroso. En el caso de los medios, los partidos y candidatos establecieron vínculos de interés tanto con los directivos de los medios como con sus locutores y no podían darse el lujo de modificarlos en medio del proceso electoral. Desde su perspectiva, cualquier oposición a la iniciativa de ley en materia de medios representaba el suicidio. La forma en que se presentó dicha iniciativa puso a los partidos y candidatos contra la pared, toda vez que les exigió una definición justo en su momento de mayor vulnerabilidad. Peor cuando el impulso más fuerte a favor de la ley venía de la casa presidencial.
A mí me tocó observar, más cerca o más lejos, la forma en que políticos de primerísima línea en los tres principales partidos y campañas se convulsionaban por lo que sentían como una imposición de las empresas de medios y telefonía. Al mismo tiempo, se sentían entre la espada y la pared: en medio de la vorágine electoral, su percepción de riesgo era monumental. Arremeter contra los medios a días de la elección era suicida; apoyar (o no objetar) la ley era ignominioso. Al final, con mayor o menor pataleo, los tres candidatos apechugaron, no por gusto sino por falta de opciones. En ese contexto, la resaca no podía tardar demasiado.
Lo interesante del caso es que la ley aprobada no necesariamente es tan mala como argumentan sus detractores. Como toda ley, algunos de sus contenidos son más atractivos que otros. Con mucho, el mayor de sus vicios es que disminuye, si no es que ahoga, la competencia en el sector, dejando a los jugadores que ya están en el mercado con ventajas prácticamente insuperables frente a cualquier potencial competidor. Tampoco ataca, y esto es patético, los problemas más fundamentales del sector de las comunicaciones en general: la falta de un órgano regulador verdaderamente independiente que no pueda ser capturado por los intereses ahí involucrados. Pero, a decir verdad, ninguno de esos vicios es nuevo. La ley sólo consagra la realidad imperante.
Es inherente a la naturaleza humana y a la vida política que un interés particular –igual un partido que una empresa, una ONG o un sindicato– promueva una ley que le beneficie. Todos los seres humanos actuamos de esa manera en nuestro paso por la vida. Igual de natural es que otros grupos e intereses se opongan e intenten modificar o derrotar las iniciativas que perciben perjudiciales a sus intereses personales o por una concepción superior, más amplia del deber ser.
De la misma forma, es natural que una ley en materia de medios, en estos momentos en pleno proceso de revisión constitucional y política, levante chispas. Los intereses involucrados son enormes y el cambio tecnológico incontenible, lo que entraña modificaciones potencialmente radicales en las fortalezas relativas de los distintos jugadores. No menos importantes son las distintas concepciones de la democracia promovidas por los medios, así como la manera en que se puede ampliar o disminuir la competencia política o elevar el nivel de la participación ciudadana. Todos estos factores han retrotraído la ley en la materia de medios al plano de la discusión política y la determinación de la Suprema Corte.
En todo este asunto es factible apreciar la forma en que han evolucionado nuestros procesos políticos. Antes las leyes se modificaban y aprobaban por orden superior y no había poder humano capaz de contenerlo. Evidentemente, no todas las leyes aprobadas en el viejo régimen tenían viabilidad, por lo que la manera mexicana de resolver los entuertos sin confrontar al gran legislador era muy simple: no se aplicaban. El problema es que esa manera de proceder creaba una permanente inseguridad jurídica. Muchas de nuestras leyes son inadecuadas, no se aplican o permanecen ahí hasta que alguien las quiere explorar; sin embargo, cuando aparece un tema en el que convergen tantas discrepancias y contradicciones como los medios, el incentivo y los recursos para cambiarlos son muchos. En el caso de los medios hubo pataleo y discusión, pero la ley se aprobó tal y como se había presentado originalmente. Meses después vendría la revancha.
La lección que se deriva de este caso es que los procesos legislativos en el país han dejado de ser meramente legislativos para convertirse en sociales y políticos; esto significa que quienes promueven iniciativas de ley ahora deben lidiar con una sociedad participativa y argumentativa. Igualmente, ahora es evidente la capacidad de presión, incluyendo mecanismos implícitos de extorsión, que han puesto en práctica distintas instancias, agrupaciones y personas en la vida pública para hacer valer su opinión, perspectiva o intereses. Si bien las empresas, partidos y sindicatos tienen gran capacidad de interlocución para articular sus posturas dentro de las instancias legislativas y judiciales (por ejemplo, los medios de comunicación cuentan con el instrumental más formidable para ejercer presión y hacer valer sus preferencias, algo que la ley no regula), este proceso demostró que el devenir de las leyes ya no es como antes. Lo que es más, la “ley Televisa” ilustra cómo las iniciativas calificadas de abusivas o excesivas (o que acaban pareciéndolo) generan tal urticaria que eventualmente acaban revirtiéndose.
Nada garantiza que la manera como finalmente se resuelva la ley en cuestión satisfaga a los promotores de la ley o a sus críticos y detractores, pero no hay duda que el nuevo proceso político-judicial habrá dado espacios a todas las partes. No pequemos, sin embargo, por exceso de confianza: mientras que antes la inseguridad jurídica provenía del estado de ánimo del poderoso, hoy corremos el riesgo de modificar una ley cada vez que sople un nuevo viento, lo cual no deja de ser tan generador de incertidumbres como en el pasado.
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