Es demasiado aventurado afirmar que los electores alrededor del mundo están rechazando un modelo económico específico. La evidencia parece indicar algo muy distinto: los electores parecen estar cada vez más dispuestos a deshacerse de gobiernos que se han apartado de sus intereses más cotidianos, independientemente de las políticas que éstos sustentan o promueven. El público en países como España hace un año y ahora Inglaterra, Francia, Canadá e Irlanda claramente quería deshacerse de su respectivo gobierno, pero en cada caso por razones distintas. Si alguna lección se puede derivar de los resultados electorales en esos países es que la población ya no está dispuesta a tolerar la incompetencia, la arrogancia o, más probablemente, el alejamiento de los gobiernos en funciones de las rápidamente cambiantes inquietudes, deseos o percepciones del electorado.
El caso más patente de esta nueva realidad es sin duda Inglaterra. Desde hace varios años, Inglaterra se convirtió en el país más exitoso de Europa. Con una inflación muy baja, elevadas tasas de crecimiento y un nivel de desempleo decreciente (e infinitamente menor al de Francia o Alemania), los ingleses casi eliminaron al Partido Conservador del Parlamento. Claramente, la situación económica no fue la razón del castigo. Hace cuatro años, contra toda expectativa (y las respectivas encuestas), John Major logró reelegirse como primer ministro, a pesar de que la economía no evidenciaba un desempeño tan extraordinario como el actual. La diferencia entre ese entonces y ahora radica en que el Partido Laborista decidió convertirse en un clon virtual del Partido Conservador. En el momento en que los electores acabaron por reconocer que la conversión de los laboristas era verdadera y de que un gobierno de ese partido no alteraría nada significativo del programa económico iniciado por Margaret Thatcher dos décadas atrás, además de que le daría un rostro humano, decidieron deshacerse de los conservadores. Los ingleses encontraron en Tony Blair, el nuevo primer ministro, un vehículo aceptable para quitarse de encima a un gobierno que, aunque exitoso en alcanzar una situación económica extraordinaria, era detestado por la población principalmente por su arrogancia.
Si en Inglaterra triunfó la confianza de que el nuevo gobierno no cambiaría nada, en Francia los electores optaron por exactamente lo mismo. Los franceses habían venido sufriendo de un gobierno sin brújula que a lo único a lo que se dedicó desde que llegó fue a recortar el presupuesto -y, con ello, afectar un sinnúmero de intereses- sin ofrecer ninguna solución a los problemas centrales de su país, que son el desempleo y el estancamiento económico. El nuevo gobierno de Lionel Jospin no promete nada extraordinario, lo que evidentemente no los llevará a solucionar sus problemas, pero al menos no continuará con los recortes presupuestales.
En el extremo opuesto de Inglaterra, Francia se ha pasado dos décadas evitando las reformas económicas que la economía internacional ha hecho inevitables para todos los países. Mientras que Inglaterra se dedicó a modificar profundamente la naturaleza y anquilosada estructura de la economía británica, así como de su gobierno, Francia se ha quedado estancada sin tener una salida clara para el futuro. Los electores hicieron lo que cualquier persona razonable hubiese hecho: en ausencia de claridad sobre un camino promisorio -como el que Margaret Thatcher le imprimió a Inglaterra- ¿por qué tolerar a un gobierno que lo único que hacía era causar dolor? Cuando John Major ganó su primera elección después de Margaret Thatcher, los electores británicos, que no son mejores ni peores que los franceses, votaron por el proyecto que les ofrecía un futuro cierto; Jacques Chirac fue repudiado porque ofrecía exactamente lo contrario.
Los resultados electorales en Irlanda, donde la oposición de derecha expulsó al gobierno de izquierda, demuestra que la inclinación de los electores no es fundamentalmente ideológica, sino pragmática. Los votantes en Irlanda, como sus contrapartes inglesas y francesas, respondieron a los incentivos que tenían frente a ellos y actuaron en consecuencia. Algo similar ocurrió en Canadá donde, si bien el gobierno de Jean Chrétien no fue removido, la estructura de los partidos políticos cambió de manera absoluta. Con esta elección, Canadá se quedó sin partidos nacionales, pues cada región y provincia optó por una alternativa local, lo que en buena manera implica lo mismo que en Europa: el gobierno en funciones fue rechazado, aún cuando no removido.
Los resultados electorales de Inglaterra y Francia son muy poderosos precisamente porque reflejan dos maneras muy distintas de ver al mundo. Ambas naciones, mucho más que Irlanda y Canadá, constituyen modelos de desarrollo contrastantes, lo que entraña lecciones importantes para el resto del mundo. En Inglaterra hay un país que, luego de décadas de estancamiento y retroceso, ha confrontado exitosamente el reto de la globalización y ha reformado su economía de una manera impresionante. Tan impresionante, que el Partido Laborista sólo pudo recobrar el liderazgo político cuando aceptó que el paradigma de una economía abierta y competitiva era la única opción a estas alturas del siglo XX. La lección no estriba en que los electores se hayan deshecho del Partido Conservador, sino en que el Partido Laborista adoptara prácticamente todos los principios del partido sobre el que triunfó, a la vez que ofreció caras nuevas.
El caso de Francia es muy distinto. Los franceses, de todos los partidos, no han querido reconocer que confrontan un serio problema de adaptación al mundo moderno. Su economía refleja los éxitos de la época de la postguerra y no la anticipación de un mundo nuevo en el que puedan resultar victoriosos. De ahí que sean tan defensivos en la apertura a la competencia internacional (son especialistas en imponer barreras no arancelarias al comercio) y que rechacen cualquier cambio en el status quo político (lo que les lleva, por ejemplo, a privatizar empresas, pero siempre y cuando éstas queden bajo control de personas que piensen y garanticen que las van a administrar exactamente igual y con los mismos objetivos que el gobierno). Es decir, los franceses han adoptado algunas de las normas que Margaret Thatcher popularizó, sin cambiar la realidad. Para los franceses -de los dos partidos importantes- cualquier alteración del status quo implica incorporar injusticia social. Que le pregunten al enorme número de desempleados, que el sistema actual ha logrado generar, qué es lo verdaderamente injusto.
La realidad es que ningún gobierno que pretenda triunfar, al margen de sus preferencias ideológicas o políticas, puede ignorar la realidad de la economía global hacia fines de siglo. El orbe ha cambiado y esto implica que todo mundo tiene que adaptarse. Nadie puede sustraerse a esta realidad, como han pretendido hacer los franceses en su última elección. Pero la realidad es que los franceses votaron como lo hicieron porque los líderes partidistas no tuvieron la capacidad de plantear el dilema que ese país enfrenta -y las posibles soluciones- de una manera clara y transparente. Ante esa ausencia, los electores hicieron lo lógico: despedir a un gobierno incompetente, aunque el que lo substituye pudiese ser igual. ¿Habrá en esto alguna lección para nosotros?
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