La construcción democrática estará incompleta mientras no se consolide en el país el reino de la ley. Las elecciones son una condición necesaria para avanzar en el terreno tanto de la democracia como de la legalidad, pero ciertamente no lo son todo. De hecho, quienes pensaban que con la elección de Vicente Fox México se convertiría en un país democrático, seguramente se encontrarán con toda clase de sorpresas en los próximos años. La causa de esto nada tiene que ver con el propio Fox, cuyo reto y oportunidad son sin duda mayúsculos, sino con la naturaleza del sistema político de antaño y con las realidades que éste creó. El desafío hacia adelante reside precisamente en hacer posible el desarrollo político y económico del país, algo que sólo es posible mediante la implantación cabal del Estado de derecho.
El reto es mucho más grande de lo aparente. Los mexicanos hemos desarrollado una peculiar aversión a la legalidad, sin duda producto de una historia poco afortunada de arbitrariedad y abuso en este rubro. Al mexicano le molesta que otros violen la ley, pero le parece lo más natural infringirla sin que exista mayor consecuencia. Las leyes son buenas cuando a uno convienen y un estorbo cuando afectan nuestros intereses. De la misma manera, las leyes están bien en tanto no haya necesidad de hacerlas valer, porque en ese momento nos perdemos en el berenjenal de los procesos judiciales que pueden acabar con cualquiera. En todo caso, el gobierno es percibido como un actor ilegítimo para hacer cumplir la ley.
Por si lo anterior no fuese suficiente, por años, los gobiernos se dedicaron a negociar la aplicación de la ley: “a éste no se le puede tocar porque es hijo de un tal por cual”; el otro representa intereses muy poderosos, o enarbola una demanda social real, aunque para hacerlo viole”. Por donde uno le busque, un gobierno tras otro encontró buenas y malas razones para no cumplir y no hacer cumplir la ley. De esta forma llegamos a construir un mundo en el que el umbral entre la legalidad e ilegalidad se hizo indistinguible que: los importadores de coches ilegales, los llamados autos chocolate, parecen tener más legitimidad que los trabajadores de la industria automotriz y de autopartes; el sindicato de maestros más relevancia que la educación de los niños; el comercio informal más influencia que los comerciantes establecidos que sí pagan sus impuestos; y quienes no cumplen con sus deberes ante el fisco más ventajas en términos de plazos y descuentos que los causantes cumplidos. En ese mundo trastocado en que nos ha tocado vivir, las leyes no son más que un mecanismo para medir la correlación de fuerzas políticas del momento. Nadie supone que tienen el menor valor normativo o la obligación de acatarlas.
En la medida en que las leyes no se aplican, éstas resultan ser absolutamente irrelevantes. Este tema fue causa de innumerables debates cuando se comenzaba a negociar el TLC norteamericano, toda vez que la esencia de un pacto internacional reside precisamente en el cumplimiento de las normas que lo rigen. La pregunta obvia en aquel momento era cómo incorporar a un país que carece de Estado de derecho en un acuerdo comercial y de inversión con países cuyas comunidades empresariales y de inversión operan bajo el entendido de que existe un marco legal funcional y autoridades capaces de hacerlo cumplir. La salida que se le encontró al problema es ilustrativa de las carencias que nos caracterizan: en lugar de confrontar el problema doméstico se creó un marco legal alternativo, específicamente diseñado para esos inversionistas y empresarios. De esta manera, toda aquella empresa (exportadora o importadora) o todo aquel inversionista que se encontrara ante un problema legal estaría amparado por un marco jurídico del que no gozan los mexicanos comunes y corrientes. De esta manera, por un lado, el gobierno mexicano suscribió una serie de acuerdos para la protección de los derechos de los inversionistas, incluyendo el recurso a tribunales en otro país para dirimir una controversia. Por el otro, se crearon los llamados páneles para la resolución de controversias, los cuales permiten dirimir un conflicto en forma expedita y fuera de los mecanismos judiciales existentes en el país.
En otras palabras, una de las principales ventajas del TLC –la certidumbre jurídica- se logró suplantando marco legal existente en el país. Mientras que un inversionista extranjero goza de certidumbre jurídica plena, un empresario nacional está sujeto al humor del ministerio público o a la suerte que le depare la inexistencia de condiciones para un juicio justo y transparente. Cambiar esta realidad, con todo lo que implica en términos de reforma del poder judicial, de los ministerios públicos y de credibilidad de la población en la aplicación de la ley, va a ser uno de los grandes retos de los próximos años.
La legalidad es una condición necesaria para el desarrollo por la sencilla razón de que su ausencia hace imposible la vida en sociedad. Hay componentes elementales de la legalidad que ciertamente están satisfechos en el país, como ilustra el caso del pago y cobro de un cheque, por usar el ejemplo más evidente. Virtualmente no hay transacción comercial (legal) que se realice en el país en la que no intervenga un cheque. Esto indica que exiten algunas normas básicas que funcionan de manera normal. Aun en este caso, es interesante observar la enorme dificultad que con frecuencia enfrentan los usuarios de cheques para pagar con ese tipo de instrumento, dada la propensión a expedir cheques sin fondos. Esto contrasta dramáticamente con países como Francia, donde el uso de cheques personales es extendido, por la sencilla razón de que un cheque sin fondos es un delito que se penaliza con la cárcel. Lo mismo ocurre con el crédito en el país. Dada la experiencia de los últimos años en que millares de personas simplemente se negaron incluso a reconocer su deuda sin consecuencia alguna, los bancos se abstienen de prestar o lo hacen bajo condiciones extremadamaente onerosas para el usuario del crédito. Sin normas establecidas y susceptibles de hacerse cumplir es imposible el desarrollo económico.
Seguramente, poco a poco nos vamos a encontrar con que esas mismas carencias van a hacer difícil el avance en el terreno de la política. Hasta hoy, por ejemplo, los manifestantes que irrumpen en las principales avenidas de la ciudad han tenido primacía sobre la ciudadanía que quedó sin mecanismo de defensa alguno. El próximo gobierno, que gozará de plena legitimidad democrática, va a tener que decidir si, como en el pasado, va a conceder todo lo que demandan los manifestantes (con la consecuencia evidente de invitar a un mayor número de manifestaciones futuras), o si va a desarrollar mecanismos legales para la presentación y resolución institucional de las demandas y agravios. Esa misma disyuntiva se va a presentar cuando el gobierno se vea en la necesidad de actuar frente a casos de corrupción: ¿recurrirá a los procedimientos legales existentes o procederá, como antaño, a la aplicación berrinchuda de la ley, a la compra de jueces, a la politización de los procesos y a la búsqueda del favor popular? Estos dilemas no son sencillos, sobre todo cuando se trata de problemas complejos, causas populares o presiones políticas, pero la diferencia entre ampararse bajo los principios legales estrictos, así sean éstos deficientes, o recurrir al acto espectacular es definitiva. Una vez que un gobierno comienza el camino de la ilegalidad, el terreno se torna resbaloso y la bola de nieve acaba siendo imparable.
El próximo gobierno enfrenta el gran reto de cambiar el rumbo del país: para eso fue “contratado” por la ciudadanía. Pero ese cambio no puede proceder por cualquier medio; de hecho, los medios son tan importantes y trascendentes como los objetivos, pues éstos determinan el resultado. En la medida en que las acciones del nuevo gobierno se inscriban en el reino de la ley, rompiendo con setenta años ininterrupidos de ausencia de legalidad y respeto a los derechos ciudadanos más elementales, es que se acabará con la propensión a actuar de manera arbitraria y politizada en todas las facetas de la vida, desde la económica hasta la social. La legalidad es un buen principio de acción gubernamental porque crea certidumbre, genera ciudadanos responsables que saben a qué atenerse, pone bajo advertencia a los criminales y delincuentes y genera un entorno civilizado de interacción humana, en todos los ámbitos de la vida.
La ausencia de legalidad explica no sólo el abuso gubernamental y burocrático, sino también muchas otras facetas de la vida cotidiana: desde las crisis económicas y las prácticas monopólicas hasta la violación de derechos humanos y de propiedad. La ilegalidad (o legalidad ficticia, también llamada por algunos “estado de chueco”) le confería un extraordinario margen de discrecionalidad a las autoridades, mismo que emplearon, una y otra vez, para favorecer a sus cuates y a los poderosos. Esa manera de gobernar yace en el fondo de la catársis que se expresó el 2 de julio y que llevó a que la población terminara con el prolongado reinado del PRI. Lo peor que podría hacer el nuevo gobierno es suponer que su sola presencia cambiará estas cosas. De ahí que su actuar deba comenzar por circunscribirse estríctamente al marco de la ley. Sin duda, algunas leyes requerirán modificación o actualización; pero el tema de fondo no reside en los textos legales, al menos no en el arranque. La esencia de la ilegalidad no reside en las leyes mismas, sino en la manera caprichosa de redactarlas, someterlas al poder legislativo, aprobarlas y aplicarlas. Las leyes en México nunca fueron concebidas como las reglas del juego diseñadas para normar la vida cotidiana, en todos sus ámbitos, sino como una aspiración utópica que puede o no encontrar reflejo en la realidad, según convenga al presidente en turno. En este sentido, el punto de partida para el próximo gobierno debe residir en la manera en que se concibe la ley y, sobre todo, en la forma en que se siguen los procedimientos legales que son, a final de cuentas, la esencia de la legalidad. Sin eso, el nuevo gobierno será indistinguible de todos los anteriores.
Los mexicanos nos hemos acostumbrado a vivir en ese mundo patético caracterizado por la ausencia de legalidad, en todos los temas y recovecos de la vida diaria. A menos de que el nuevo gobierno cambie este fenómeno de raíz, comenzando por sus propios actos cotidianos, la respuesta de la población, que no conoce otra cosa, va a ser la misma de Yossarian, el personaje central de Trampa 22: “Si todo mundo actúa así, yo no voy a ser el tonto que actúe de manera diferente.”
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