Para México, la creación del área de libre comercio de las Américas constituye un choque frontal entre sus tradiciones, historia y preferencias culturales, y sus intereses económicos de mediano plazo. El acuerdo al que llegaron más de treinta jefes de estado del continente para negociar un acuerdo de liberalización comercial en la región, representa un hito para un conjunto de países que, históricamente, optaron por esquemas más o menos autárquicos de desarrollo económico. La noción de liberalizar el comercio y, sobre todo, de abandonar prácticas proteccionistas y de promoción industrial entraña un rompimiento casi cultural. Sin embargo, para México, país que en los últimos años ha explotado con gran éxito las ventajas del tratado comercial norteamericano, la extensión de ese acuerdo, o de algunos de sus componentes, al resto del continente significa confrontar valores con intereses.
Luego de años de discusiones e intentos por avanzar hacia la constitución de una región sin trabas al comercio, en Quebec finalmente se acordó emprender negociaciones conducentes a lograr ese objetivo. El camino estuvo saturado de posiciones contradictorias, particularmente por parte de México y de Brasil. Por el lado brasileño, la idea misma de eliminar barreras arancelarias y a la inversión constituye una afronta a toda una filosofía del desarrollo arraigada desde hace décadas. De hecho, uno de los factores que disparó la percepción de que era imperativo “hacer algo” respecto al libre comercio en el sur del continente fue la decisión mexicana de negociar el TLC con Estados Unidos y Canadá a principios de los noventa. Para Brasil fue tan impactante el hecho de que México optara por abandonar años de negociaciones infructuosas y limitadas, sobre todo al amparo de la ALALC –Asociación Latinoamericana de Libre Comercio -, que tomó la iniciativa para conformar lo que hoy es el Mercosur.
El Mercosur cobró forma mucho más a imagen y semejanza de la Unión Europea que del TLC norteamericano. Así como el TLC es rígido en su estructura y contiene todos los instrumentos, reglas y procedimientos para los objetivos que se propone, el Mercosur es una obra en construcción; su objetivo, como el de los europeos, es irle dando forma a lo largo del tiempo. Los objetivos del TLC son relativamente limitados (se constriñen a lo comercial y a la inversión y no pretenden la constitución de una unión arancelaria ni mucho menos política), pero están perfectamente definidos. El Mercosur, por su parte, pretende avanzar hacia una integración continental, por lo que sus objetivos son más generales y sus instrumentos menos limitados y restrictivos. Se trata, en una palabra, de dos filosofías radicalmente distintas, ambas legítimas y respetables, pero no por ello menos distantes.
A casi una década del lanzamiento de ambas iniciativas, los alcances de los dos proyectos, y sus logros, son muy contrastantes. El TLC ha avanzado tal y como se pronosticaba, convirtiéndose en el principal motor de la economía mexicana; si bien existen diversos problemas en su instrumentación, éstos son marginales. El crecimiento de las exportaciones mexicanas y su creciente impacto en el empleo y en la economía en general hablan por sí mismos. El caso del Mercosur es más complejo. El acuerdo que creó el Mercosur era vago en muchos de sus instrumentos y mecanismos, factor que los negociadores decidieron ignorar en un inicio, pero que ahora se ha tornado en una fuente de disputas y diferencias agudas, sobre todo en lo que respecta a subsidios y política industrial. El Mercosur se integró alrededor de la política arancelaria brasileña, diseñada para proteger a su industria, lo que ha tenido el efecto de impedir que se eleve la competitividad de las economías de los otros países miembros. Pero, además, las profundas diferencias en la política monetaria entre los dos socios grandes del Mercosur, Argentina y Brasil, se exacerbaron cuando este último devaluó su moneda, abaratando los productos brasileños en Argentina y cancelando la competitividad de los argentinos en Brasil. No es casualidad que el Mercosur esté haciendo agua y que al menos dos de sus tres socios, Argentina y Uruguay, estén contemplando la opción de abandonarlo y negociar un acuerdo comercial directamente con Estados Unidos. Esta realidad ha puesto a Brasil contra la pared.
Para México, la idea de construir una región económicamente integrada con los países de América Latina siempre fue atractiva, pero nunca llegó muy lejos. La ALALC fue una organización llena de buenas intenciones que siempre se vieron frustradas por las políticas de desarrollo de los países de la región, mismas que entraban en franca contradicción con la noción de liberalizar el comercio exterior. Este hecho llevó a que estos países desarrollaran economías fundamentalmente competitivas entre sí: todas ellas, cada una a su escala y tamaño, orientaron sus políticas de desarrollo esencialmente en la misma dirección, procurando construir lo que entonces se consideraba como la infraestructura del desarrollo, es decir, industria “básica”, plantas siderúrgicas, grandes complejos industriales, etcétera. Según la teoría del desarrollo enarbolada por la CEPAL y la mayoría de los países de la región, la construcción de esa plataforma industrial conduciría al crecimiento y, eventualmente, al desarrollo. Como lo importante era construir una gran base industrial, nadie se tomó la molestia de considerar la ineficiencia de los proyectos emprendidos o los bajísimos niveles de productividad con que típicamente vinieron asociados. Luego de varias décadas de seguir ese camino, el desarrollo parecía cada vez más distante, en tanto que los costos de la estrategia semiautárquica se habían hecho más que evidentes. A mediados de los ochenta, en medio de la mayor recesión de su historia moderna, México decidió emprender una nueva estrategia para su desarrollo, esta vez fundamentada en la liberalización comercial, la elevación de la productividad y la atracción de la inversión extranjera. Unos cuantos años después, y como un eslabón más de la nueva estrategia, el gobierno optó por negociar un tratado comercial y de inversión con Estados Unidos.
La decisión adoptada en Quebec de iniciar negociaciones a nivel continental pone a México en un brete tanto comercial como político. Por el lado comercial, el gobierno mexicano ha seguido una estrategia que persigue apalancarse en el TLC para atraer inversión extranjera y generar oportunidades para la exportación. En esta perspectiva, se ha abocado a crear una red de acuerdos comerciales, todos ellos compatibles con el TLC, orientada a crear condiciones que eleven la competitividad de los productores mexicanos o establecidos en México. Un componente esencial de esta estrategia ha sido el proteger el acceso privilegiado a la economía norteamericana que le confiere el TLC y apostar a la capacidad de competir de la planta productiva mexicana con la del resto del continente, sobre todo la de Brasil.
Muchos pensarán que el hecho de exportar exitosamente hacia el mercado más competitivo del mundo necesariamente implica que México tiene capacidad de competir con cualquiera otra nación. La realidad es menos tajante: parte de la planta industrial mexicana se ha tornado tan competitiva que puede batirse con las mejores del mundo; sin embargo, otra parte de la industria está tan rezagada que bien podría sufrir de la competencia con otras naciones del subcontiente. Las economías de México y Estados Unidos son tan diferentes y sus niveles de desarrollo tecnológico tan distantes, que el comercio entre ambos países ha generado una especialización productiva sustentada en las ventajas comparativas de cada país. Se trata de economías crecientemente complementarias. No sucede lo mismo con las naciones latinoamericanas, donde las semejanzas, en todos los ámbitos, son tanto mayores. El caso de China es casi paradigmático al respecto: tanto por el nivel de desarrollo tecnológico como por la naturaleza un tanto obscura de sus mecanismos de propiedad, apoyo, subsidio y demás, su capacidad de competir con los productos mexicanos es enorme. El mismo problema, aunque seguramente a una escala menor, podría presentarse con países como Brasil.
El problema de México es que su gobierno ha dejado que el TLC norteamericano evolucione a su propio ritmo, sin procurar mecanismos que eleven la competitividad de la planta productiva o aceleren la recuperación de su mercado interno. Esto ha creado dos economías dentro del país, lo que no sólo ha exacerbado los rezagos existentes, sino que ha impedido que todos los mexicanos se beneficien de la nueva estrategia de desarrollo. Ahora, con el acuerdo de Quebec, el gobierno confronta la peor de sus jaquecas: un plazo perentorio para la integración continental. En este contexto, el gobierno mexicano no tiene más remedio que abocarse a la eliminación de los impedimentos al desarrollo económico, a la transformación del sistema educativo, a la creación de mecanismos que permitan la construcción y mejoría de la infraestructura y, en general, a hacer posible el crecimiento de la productividad y, con ello, la creación de riqueza en el país. El reto es mayúsculo y evidencia todo lo que no se hizo en los años pasados.
Pero el dilema para el gobierno mexicano no es sólo económico y comercial, sino también político. En la teoría de las relaciones internacionales existen dos corrientes: la de los idealistas y la de los realistas. Los idealistas se guían por sus objetivos y preferencias, en tanto que los realistas persiguen sus intereses. Por décadas, México hizo gala de su idealismo en la política exterior, avanzando causas loables, sin mayor trascendencia económica o social para su población. En contraste, en los últimos años la política exterior dio un viraje, para abocarse casi exclusivamente a avanzar los intereses económicos del país en el resto del mundo, comenzando por Estados Unidos. La nueva realidad política interna obliga al gobierno a procurar un balance entre ambas perspectivas, razón por la cual la política exterior tendrá que seguir operando, como lo ha hecho con gran destreza en los últimos meses, entre la consolidación de las evidentes ventajas de la vecindad con Estados Unidos, y la trascendencia y oportunidad de desarrollar vínculos más estrechos hacia el sur. Pero el factor clave seguramente no estará ni en la política comercial ni en la exterior, sino en la creación de condiciones que permitan un balance en el interior de la economía mexicana, donde se encuentran los millones de mexicanos que demandan un verdadero desarrollo.
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