La democracia avanza y prolifera en el país, al menos en cuanto a la competencia política que se hace cada vez más patente -y pública- en todos los ámbitos institucionales, partidistas y regionales. Esto constituye un gran avance porque, luego de años de procesos políticos ocultos, luchas intestinas, violencia política y una total ausencia de transparencia, la política mexicana comienza a ser pública y objeto de debate abierto o, al menos, mucho más abierto. Estos avances sin duda reflejan un éxito importante en uno de los temas más disputados de los últimos años, el mecanismo de acceso al poder. La contraparte es que la diversidad política, la competencia pre-electoral, las zancadillas y la proliferación de partidos tiende a elevar el nivel de incertidumbre para los mexicanos comunes y corrientes. La ausencia de un camino claro y suscrito por todos los partidos y potenciales candidatos respecto a lo que es cambiante y a lo que debe ser permanente en la política y economía del país tiene la consecuencia de atemorizar a la población. Y una población atemorizada se torna cautelosa, desconfiada y conservadora, lo que implica parálisis económica y, por lo tanto, un creciente rezago en lo que de verdad importa: la creación de riqueza y la generación de empleos.
El problema que enfrentamos no reside en el hecho de que estemos comenzando a hacer pininos en la democracia, sino en la enorme disputa que subyace toda la vida política. La dispersión política, la desaparición del gran coordinador de la política nacional, los incentivos que promueven la radicalización de posiciones y lenguaje son todos consecuencia de un proceso de cambio político que apenas, y con gran dificultad, dio el primer paso hacia la democracia pero se estancó ahí. Las elecciones no son, como han venido insistiendo innumerables promotores de la democracia, una condición suficiente para lograr ese sistema político, por más que sean obviamente un componente necesario del mismo. De esta forma, ahora que todos los partidos y potenciales candidatos se han embarcado, o están por embarcarse, en el proceso de intentar obtener la candidatura de su (o, en muchos casos, de algún) partido político, resultan mucho más patentes y evidentes las carencias que los logros. De no cambiar este rumbo, parece más que obvio que la polarización y el encono se van a acentuar minuto a minuto.
Nuestros problemas son dos: uno reside en las carencias de nuestra democracia en su estado actual y el otro tiene que ver con los incentivos perversos que caracterizan al sistema político en su conjunto y que no hacen sino profundizar las diferencias y premiar el radicalismo. Ambos problemas reflejan el abrupto e incierto camino que ha caracterizado a la política mexicana. Es decir, los avances que se han dado, con la exclusiva excepción de la reforma electoral más reciente, fueron producto no de una visión de largo plazo, de una estrategia de cambio político o de un proceso de negociación civilizado, sino de luchas políticas interminables, disputas no institucionales, violencia política, cesiones de espacios con frecuencia en forma ilegal y arreglos legislativos sin transparencia, diseñados más para salir del paso que para darle viabilidad política de largo plazo al país. Dados estos antecedentes, nadie debería estar sorprendido de la enorme complejidad del momento actual, de la incertidumbre que agobia y afecta a todos los mexicanos y de los riesgos que entraña el camino que estamos siguiendo.
A final de cuentas, la democracia no es más que un conjunto de mecanismos a través de los cuales una sociedad toma decisiones. Desde esta perspectiva, la democracia mexicana obviamente no ha logrado su cometido. Es patente la dificultad, con frecuencia imposibilidad, de tomar decisiones y es imposible no reconocer el hecho de que los procesos políticos premian la radicalización de los participantes en lugar de promover consensos, arreglos entre las partes, decisiones críticas en el plano legislativo y político y una competencia política respetuosa y transparente. Es tentador el argumento de que el problema reside en la ausencia de un presidente conductor, organizador y dispuesto a negociar con todos los actores políticos. Sin duda esa ausencia ha tenido un fuerte impacto en el devenir político del país. Pero el argumento opuesto demuestra que el problema es mucho más serio y profundo: si en el 2000 llegara al poder un presidente dispuesto a conducir, organizar y negociar se encontraría con que la ausencia de visión y estrategia a lo largo de los últimos treinta años ha sembrado toda clase de obstáculos que no pueden ser resueltos por un individuo iluminado y experimentado en las artes políticas.
El proceso de transformación política va a tener que proseguir, llegue quien llegue a la presidencia, incluso si retornan al poder los grupos más duros del priísmo recalcitrante, por la simple razón de que el status quo es intolerable para todos los mexicanos, de todos los puntos geográficos y políticos del país. Evidentemente los alcances de la transformación política que de hecho prosiga y su naturaleza misma podría ser muy distinta, dependiendo de la filosofía, visión e intereses que represente o dominen al próximo presidente y partido en el poder. Pero es prácticamente imposible contemplar un escenario de inmovilismo. Por supuesto que existe un serio riesgo de experimentar un retroceso político, pero el costo de ese camino sería brutal, toda vez que la población no lo toleraría -por más que el prestigio de nuestra democracia ande por los suelos-, pero más importante, porque ese camino daría al traste con cualquier perspectiva de avance económico que es, todos lo sabemos, el punto nodal del futuro del país.
No cabe la menor duda que una persistente incapacidad para atender los problemas esenciales del país -empleo, pobreza, creación de riqueza, seguridad pública- puede llevar a destruir la incipiente e incompleta democracia, sin que eso llevara a resolver los problemas de esencia. En cierta forma, estamos atrapados entre dos imperativos: uno que obliga a resolver problemas esenciales para la población y que es clave para reducir las brutales tensiones políticas, y otro que exige construir una estructura política institucional capaz de dar cabida, en forma ordenada y consensual, a las diversas fuerzas políticas e intereses en la sociedad. Es decir, por un lado requerimos aislar los temas de esencia de las disputas políticas cotidianas y por el otro se requiere una nueva arquitectura política, instrumentada a partir de negociaciones, desarrollos institucionales y una alteración radical de los incentivos que en la actualidad promueven la discordia y el enfrentamiento.
La ausencia de la visión para construir una nueva arquitectura política y de la capacidad para articularla e instrumentarla en la actualidad nos lleva a un dilema muy específico: si queremos evitar que el país se congele, que la población se atemorice y que la economía corra el riesgo de sufrir una crisis más, no tenemos más alternativa que la de comenzar a aislar los temas de esencia de los temas de legítima disputa política.
Los temas de esencia son todos aquellos que afectan la vida cotidiana de la población: la economía, la seguridad, el empleo, la pobreza, la legalidad y así sucesivamente. Ningún partido o candidato podría negar la trascendencia de acordar lo elemental sobre estos factores a fin de sustraerlos del debate político. En su esencia, los mexicanos requerimos avances sustantivos en cinco frentes que hoy son totalmente inciertos: la dirección que va a seguir la economía, el estado de derecho, el combate a la pobreza, la seguridad pública y el régimen de propiedad. Nadie en su sano juicio puede objetar la importancia de llegar a consensos en estas materias a la brevedad posible.
Nos encontramos en un punto crucial de la evolución del país. La disputa por el poder arrecia, los candidatos, sobre todo en el frente priísta se multiplican y la diversidad de posturas e intereses se agudiza. Todo esto no es sólo bueno, sino que debería ser aplaudido. Pero siempre y cuando lo que esté de por medio sea sólo aquello que no afecta las certidumbres básicas, en el corto plazo, de la población. Es decir, tenemos que evitar una nueva crisis y, más importante en este momento, la parálisis que genera la percepción de que pueda haber una crisis como resultado de las disputas políticas de los próximos quince meses. En el largo plazo lo más trascendental, para bien o para mal, será la arquitectura política que se construya en los próximos años, pues de ahí derivará la capacidad de desarrollo integral que logre el país. Pero en el corto plazo lo esencial es eliminar la incertidumbre y suscribir acuerdos sobre los factores esenciales de la vida de la población. Es tiempo de articular un consenso sobre lo esencial para hacer posible lo importante.
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