Para gobernar, un sistema autoritario requiere no más que habilidad, algunas instituciones y reglas mínimas, porque todo gira en torno a la capacidad del gobernante para imponer su voluntad. Los sistemas políticos abiertos –tanto las democracias consolidadas como naciones en transición- requieren reglas conocidas por todos, que son cumplidas y que se hacen cumplir. El México de hace medio siglo era autoritario y, por sus características, relativamente fácil de gobernar. El México de hoy es grande, complejo y con una amplia y diversa población que requiere reglas y procedimientos, pues sin eso es imposible conciliar diferencias naturales de intereses, objetivos y modos de pensar en ámbitos disímbolos y encontrados: en lo electoral, económico, político y social. Las recientes reformas no hacen sino potenciar la necesidad de avanzar en esa dirección pues, inevitablemente, se va a multiplicar el número de actores y partes interesadas (inversionistas, contratistas, operadores, analistas, burócratas etc.) y, con ellos, los conflictos.
La experiencia del último medio siglo no es encomiable como ejemplo de habilidad y aptitud para construir capacidad de Estado, entendiendo por esto los instrumentos y competencia para mantener la paz, responder ante un cambiante entorno económico, regular mercados y, en una palabra, construir un Estado moderno que haga posible el desarrollo del país. Los cambios que se han experimentado en el último medio siglo han sido tan enormes que requerían de la construcción de un nuevo régimen político: un nuevo sistema de gobierno en reemplazo del viejo sistema autoritario. En lugar del cambio que se requería, hemos atestiguado la construcción de innumerables remiendos. Muchos de esos “parches” pueden ser valiosas instituciones (v.gr. Comisiones de derechos humanos, entes reguladores) y no pretendo despreciarlas, pero no dejan de ser substitutos de una verdadera transformación institucional, la única susceptible de darle viabilidad a una sociedad demandante y desesperada por la inseguridad, ausencia de oportunidades, malos empleos y, no menos importante, expectativas sistemáticamente destrozadas.
En los últimos meses hemos observado un aluvión de reformas y nueva legislación, mucho de ello modificando “vacas sagradas” de antaño. Pero las leyes, por sí mismas, no pueden provocar un cambio. El cambio es producto de la implementación de las leyes. Puesto en otros términos, ahora existen los instrumentos en manos del gobierno para llevar a cabo una extraordinaria transformación. La pregunta es si hará suya la oportunidad, asunto no trivial pues conlleva en sus entrañas el enorme costo de afectar intereses que obstaculizan el camino para hacer realidad lo que ha quedado plasmado en ley.
A menos de que se trate de un cambio revolucionario dedicado a socavar el orden existente por una vía no institucional, el cambio inherente a las reformas adoptadas sólo puede venir del lado del gobierno, es decir, de la clase política y la burocracia, ambos actores con múltiples intereses en el proceso. ¿Qué, en otras palabras, sería necesario para llevar a cabo el gran cambio que las leyes suponen?
Parte de la respuesta depende de la ambición con que se quiera llevar a cabo una transformación. En los noventa vimos una ambiciosa estrategia de cambio pero limitada en su alcance: se llevaron a cabo enormes modificaciones estructurales pero se evadió la reforma integral de la economía y, en general, del país. Aquellos cambios fueron suficientemente grandes como para ser transformadores, pero su limitado alcance acabó sembrando la semilla de muchos de los problemas que hoy padecemos, incluyendo la exacerbada informalidad, el subempleo, la improductividad en una buena parte del sector industrial y el rechazo de parte de la sociedad a cualquier cambio.
Las reformas de reciente aprobación son, al menos en potencia, infinitamente más trascendentes. En este sentido, una posibilidad radicaría en meramente atacar los sectores que la ley ha modificado, una tarea titánica en sí misma porque, de llevarse a cabo de manera integral, implicaría modificar el statu quo en actividades y sectores con enorme reverberancia política y económica, comenzando por los monstruos energéticos, pero igualmente en las telecomunicaciones si realmente se pretende crear un mercado competitivo. Una modificación sustantiva de la realidad limitada a estos ámbitos sería válida en sí misma, pero correría el riesgo de acabar siendo parcial, tal y como fue el caso en la era anterior de reformas.
La alternativa más ambiciosa residiría en una transformación adicional en ámbitos como el de la justicia y la legalidad. Aunque ha habido reformas diversas en materia de justicia, ésta no tiene nada de expedita, a la vez que sigue siendo extraordinariamente politizada: las procuradurías siguen actuando a nombre de sus jefes políticos y no, pues, procurando la justicia. Lo mismo es cierto de la legalidad: la corrupción es tan flagrante en tantos ámbitos por demás visibles para toda la población -y la concomitante impunidad tan costosa para la legitimidad del gobierno- que es dudoso que reformas que involucran concursos internacionales, tribunales supranacionales y otros similares puedan ser exitosas sin una reforma mucho más ambiciosa en el régimen político.
Con sus reformas, el gobierno ha desatado la enorme oportunidad de lograr el desarrollo. Ahora solo falta la parte más compleja pero también la más trascendente.
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