Lo siguiente

“La historia enseña por analogía, no por identidad” dijo en una entrevista Kissinger: no hay dos situaciones históricas idénticas, pero sí algunas que presentan importantes similitudes por encima de los tiempos y espacios en que han acontecido.

Es evidente que Trump y Andrés Manuel López Obrador son muy distintos en origen y perfil personal, pero sus semejanzas son igualmente pasmosas y, ahora que pasó la elección estadounidense, es sobre eso que México inevitablemente va a enfocarse viendo hacia el futuro.

Donald Trump nació en un suburbio de clase obrera en Nueva York y nunca se mudó. Su situación económica se transformó pero su concepción política se forjó en el barrio de su nacimiento; aunque siempre fue un empresario, su protagonismo televisivo le permitió expresar -por décadas- las posturas que enarboló como candidato: siempre fue ostentoso y vanidoso, con piel por demás delgada. Todo indica que entró en esta contienda como reacción a lo que percibió como un ataque, una ofensa por parte de Obama en una de las famosas sesiones de auto-flagelación que los presidentes estadounidenses tienen anualmente frente a la prensa.

Por su parte, López Obrador tiene un origen modesto y siempre se enfocó a la movilización social y política; lleva décadas confrontando a los poderes establecidos, recurriendo a los medios a su alcance para alcanzar su cometido, primero en su natal Tabasco y luego como jefe del gobierno del DF. Su activismo fue siempre pragmático: desde la construcción de los segundos pisos hasta su relación con empresarios y con la Iglesia. Cuando protestó contra lo que denominó una elección fraudulenta para la gubernatura de Tabasco, se fue a tomar los pozos petroleros de la región, nunca permitiendo que sus seguidores tocaran las válvulas u otros aparatos sensibles: una cosa era protestar, otra muy distinta correr riesgos innecesarios. Nada más contrastante con Trump que su personalidad: modesta y acomedida, siempre presumiendo su humildad. Pero igual hay coincidencias y similitudes que no pueden pasarse por alto.

A los mexicanos no nos fue difícil entender los riesgos inherentes al discurso de Trump. No es sólo lo que dijo de México y los mexicanos, sino todo el contexto, visión y estilo discursivo. Era su naturaleza misma que los mexicanos veíamos con preocupación: el rechazo a todo lo existente, su ignorancia de las cosas más elementales, la amenaza implícita de que se le elige a él o vendrá el diluvio y, sobre todo, su disposición a anular lo que sí funciona, independientemente de que haya tantas otras cosas que merecerían cambios. Cuando en el último debate Trump se negó a comprometerse a respetar el resultado de las elecciones, a todos los mexicanos nos recordó el momento post electoral de 2006. Parece caricatura, pero no lo es.

Los dos personajes comparten una serie de valores y preferencias muy claras: su discurso anti sistémico, la ausencia de propuesta (ellos lo resuelven solos, como por arte de magia) y la arrogancia inherente a su personalidad: no tienen porqué rendirle cuentas a nadie. Varios periodistas han escarbado en los discursos de ambos, encontrando una caterva de frases prácticamente idénticas, confirmando lo obvio: no es que sean iguales en origen, pero sí lo son en propuesta política y ese es el asunto de fondo. Dudo que alguna vez se hayan encontrado, pero filosóficamente son indistinguibles.

Se trata de una visión política profundamente conservadora que emerge no de la búsqueda de transformación social sino de la protección de los perdedores y la preservación del viejo orden social; de ahí su permanente nostalgia: antes todo funcionaba bien… En esto, ambos profesan un agudo nacionalismo que desprecia las instituciones, el mercado, los acuerdos internacionales y cualquier regla o ley que no sirva a sus propósitos. Ante la incompatibilidad de su discurso con la realidad mundana, su respuesta acaba siendo mesiánica no sólo porque no tienen propuestas concretas sino porque la solución son ellos mismos. El mesianismo permite “ignorar la realidad” con tanta frecuencia como sea necesario, construyendo una fantasía sostenida en mentiras que, en su mente, no lo son.

Queda ver cómo reaccionará Trump ahora como presidente electo y, sobre todo, cómo resistirán las instituciones estadounidenses el embate que él representa. Lo que es certero es que su triunfo es producto de algo que los mexicanos conocemos bien: gobiernos dedicados a no gobernar, a prometer pero no cumplir y, sobre todo, a ignorar los problemas, necesidades y reclamos de la población. El de Obama ha sido un gobierno desastroso y el electorado le acaba de pasar la factura.

Nuestro gobierno se rehúsa a comprender una obviedad similar: que el hastío, la inseguridad, la depreciación constante del peso y el pésimo desempeño económico para la mayoría de la población, tienen consecuencias.

No me queda duda que el peor escenario para México sería el de Trump en Washington y AMLO en México: dos nacionalistas buscando distanciar a sus países del otro, una combinación letal para la economía mexicana. Con su inacción o, más apropiadamente, con su desdén y mal actuar, el gobierno está haciendo la propuesta mesiánica cada día más probable.

@lrubiof

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.