La transición política que México ha vivido a lo largo de las últimas décadas ha sido accidentada y compleja, caracterizada por más vaivenes que constantes y más dudas que certezas. Aunque a los mexicanos nos encanta debatir sobre el tema de la transición en los términos que lo hacen los españoles, la verdad es que se trata de realidades radicalmente distintas. Por esta razón, es imperativo reconocer nuestra realidad específica para avanzar hacia la construcción de un sistema político que sea a la vez democrático y funcional, representativo y exitoso.
Quienes nos reunimos para promover un amparo por las modificaciones al Artículo 41 constitucional lo hicimos pensando en esto: el entramado institucional que heredamos del fin de la era del PRI no permite una convivencia política saludable, mantiene relegada a la ciudadanía a un status de tercera y la propensión al abuso del ciudadano por parte de partidos y gobierno es infinita. No murió el corporativismo, simplemente se transformó, con todo lo que eso implica. Es decir, no es sólo que la libertad de expresión, motivo específico del amparo, sea fundamental para el desarrollo democrático de una sociedad, sino que el ciudadano no tiene protecciones legales y no cuenta con derechos efectivos frente a los poderosos del país en todos sus ámbitos. Dado que nuestra democracia no nació con la fortaleza institucional que hubiera sido deseable, la decisión de ampararnos responde a nuestra percepción de que es fundamental que instituciones como la Suprema Corte de Justicia asuman una función, en este caso de tribunal constitucional, para desarrollar el cuerpo de protecciones a la ciudadanía que no surgieron del proceso original de transición política.
No cabe ni la menor duda que hemos experimentado un proceso de enorme y profundo cambo político. El contraste de la institución de la presidencia actual con la de la era gloriosa del PRI debería convencer hasta al más escéptico. Si a eso se agrega el nuevo protagonismo del poder legislativo, la independencia (aunada al dispendio y arrogancia) de los gobernadores y la capacidad de chantaje y extorsión de los sindicatos más importantes del país, es evidente que el viejo sistema ya no existe, al menos en su forma original. El problema es que el nuevo esquema no es democrático, representativo ni funcional.
En su origen, la transición política mexicana guarda una diferencia fundamental con la española o con los procesos de construcción nacional que experimentaron naciones desde Estados Unidos en el siglo XVIII hasta Sudáfrica en los noventa. Aquellos procesos fueron pactados y negociados, en tanto que el nuestro fue, pues, a la mexicana. La estructura del poder político en nuestro país, léase la enorme concentración del poder que existía en la presidencia y en el PRI, fue la circunstancia que llevó a que se introdujeran los menores cambios posibles. Todo se hizo para mantener los privilegios antes existentes, así se compartieran con un pequeño núcleo adicional de beneficiarios (el PRD, el PAN y los gobernadores)
El contraste con los otros casos es extraordinario. En España, las fuerzas políticas, hijas todas ellas de una sangrienta guerra civil, estaban decididas a evitar que la confrontación de entonces impidiera la construcción nación moderna, democrática y exitosa. Eso les llevó a pactar, abandonar las viejas rencillas y orientarse hacia el futuro. Algo similar ocurrió en Sudáfrica, donde el fin del gobierno del apartheid no se tradujo en ataques a los blancos, sino que toda la energía se dedicó a la redacción y adopción de una constitución moderna. En Estados Unidos la discusión, que duró más de diez años, se dedicó a la construcción de instituciones que permitieran pesos y contrapesos efectivos, confiriéndole al sistema de gobierno un equilibrio conducente a la estabilidad y viabilidad a la entonces nueva nación. Con todo y sus enormes diferencias, las tres naciones colocaron al ciudadano, y a las protecciones necesarias para que éste pudiera actuar, en el centro del entramado institucional que construyeron. Aquí los privilegios se sustentan en la limitación de las libertades y derechos de la ciudadanía.
Cada caso refleja sus circunstancias y peculiaridades, pero lo relevante para nosotros es que nuestro proceso de transición no ha consistido, más que marginalmente, en la construcción de nuevas instituciones, desarrollo de pesos y contrapesos ni mucho menos en la construcción de mecanismos para el desarrollo de una ciudadanía pujante, colocada en el corazón de la vida política nacional. Más bien, nuestra transición adquirió tintes defensivos: en lugar de orientar al país hacia el futuro, todos los esfuerzos se han concentrado en defender el statu quo y proteger los derechos adquiridos, cualquiera que sea su origen. Los partidos y políticos que negociaron los cambios en materia electoral de 1996 tuvieron más interés en encumbrar a tres partidos grandes y poderosos que en representar a la ciudadanía o crear un entramado institucional democrático. Ese déficit sigue ahí y tiene que ser atendido.
Desde una perspectiva ciudadana, el país ha ganado mucho con la disminución del poder de la presidencia porque se ha reducido de manera drástica la probabilidad de abuso por parte de una persona todopoderosa. Sin embargo, lo que en realidad ha ocurrido es que esa concentración de poder que antes existía en la presidencia ahora ha reaparecido en el liderazgo de los partidos en el poder legislativo, en los gobernadores y en los propios partidos. En cierta forma, esto constituye un avance dado que se trata de un poder de alguna manera negociado. Sin embargo, desde el punto de vista ciudadano, los costos de nuestra nueva realidad son abrumadores. El ciudadano no tiene acceso a la justicia y no existen protecciones cuando los partidos políticos deciden restringir sus libertades (como ocurrió con el caso que motivó el amparo). El punto no es defender el derecho de unos cuantos a comprar propaganda política sino reclamar derechos amplios, con sus debidas protecciones, para el conjunto de la ciudadanía.
La debilidad institucional que nos caracteriza es legendaria y quizá sea una de las explicaciones del pobre desempeño de nuestra economía. Ningún inversionista ni ahorrador con visión de largo plazo invertiría en un país donde los derechos ciudadanos no cuentan ni están protegidos. El tema, pues, no es electoral o de propaganda política sino de la esencia del desarrollo, del tipo de país en que queremos vivir.
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