Los bancos y el nacionalismo

Finanzas Públicas

Nuestro nacionalismo es bien peculiar: es declarativo y retrógrado en lugar de ser activo y progresista. Los bancos ofrecen una buena ventana para observar ese nacionalismo en acción. Por treinta años, a partir de 1970, sucesivos gobiernos se abocaron en forma sistemática a la destrucción del sistema financiero. Ahora que estamos experimentando las consecuencias de aquellas acciones, la nostalgia, y la tentación de envolvernos en la bandera nacional, parecen incontenibles. El contraste con España es notable: en lugar de expropiar los bancos, acabar con la función bancaria y minar el ahorro, ese país se dedicó, con toda conciencia, a fortalecer dos instituciones bancarias y convertirlas en líderes mundiales. La pregunta obvia es qué gobierno entendió mejor el nacionalismo, el español o el mexicano.

Comparar a dos países permite una mirada objetiva a los resultados de políticas públicas distintas en un mismo tema. Ambas naciones, España y México, tenían bancos razonablemente eficientes y exitosos en los sesenta, de un tamaño compatible con las dimensiones y características de sus sociedades y economías. Cuarenta años después, la realidad bancaria de ambas naciones no guarda paralelo alguno. Hoy en día, México enfrenta la cruda realidad de un sistema bancario saliendo de la ruina, en buena medida gracias a enormes recursos provenientes del extranjero para capitalizarse. En ese mismo lapso, España pasó por un periodo de competencia creciente, sobre todo con motivo de su ingreso a la Comunidad Europea, de mayor participación extranjera, quiebras y consolidaciones. Hoy en día sus dos bancos más grandes no sólo dominan el mercado español, sino que son verdaderos titanes internacionales. Mientras que los gobiernos mexicanos se empeñaron en destruir y debilitar a los bancos nacionales, el gobierno español se abocó a hacer posible su desarrollo. Un concepto distinto de nacionalismo y un mundo de diferencia en los resultados.

La destrucción del sistema financiero en nuestro país fue sistemática, casi metódica. Comenzó en los setenta, cuando el gobierno de entonces decidió orientar todos los recursos captados por el sistema bancario al financiamiento del gasto gubernamental. Empleando toda clase de subterfugios, desde los famosos cajones de crédito hasta el encaje legal, el gobierno fue haciendo cada vez más irrelevantes a los bancos por lo que se refiere a su función de intermediación entre la sociedad y los empresarios. Luego de haberse desarrollado con éxito a lo largo de las décadas postrevolucionarias, los bancos mexicanos se habían convertido en una fuente confiable de crédito, seguridad financiera y en la palanca de desarrollo que toda sociedad requiere. Con la llegada al gobierno de Luis Echeverría, las cosas comenzaron a cambiar. El gobierno modificó la orientación de la política económica, constituyendo al gasto público en la principal fuente de demanda de la economía. Para el efecto, instauró una serie de mecanismos que acabaron por convertir a los bancos en meros brazos financieros del gobierno. Para el fin de los setenta, los bancos habían dejado de cumplir su función primordial.

La expropiación de los bancos, un acto político, tuvo consecuencias tanto políticas como económicas que todavía hoy causan estertores al país. Culpando a los bancos y a los banqueros de todos los males imaginables, el presidente López Portillo tomó la decisión de expropiar a las empresas bancarias como un último intento de reivindicar una política económica desastrosa que había sumido al país en la peor crisis de la era post-revolucionaria. Con ello no consiguió evitar la crisis, ni siquiera mitigarla, pero sí aseguró que el país se estancara muchos años y que, como hemos podido atestiguar, todavía hoy no tengamos un sistema bancario eficiente, capaz de recrear la función central de intermediación del ahorro. Peor, con su acción, el gobierno minó la confianza de la población en las autoridades, hizo retroceder la inversión productiva y generó un entorno de polarización a ultranza que hoy es un rasgo característico de la política mexicana.

En materia bancaria, la expropiación tuvo el efecto de acabar con los banqueros profesionales a la vez que eliminó a los reguladores y supervisores del sistema bancario que, en forma paralela a la evolución del sector, se habían desarrollado y profesionalizado. Para el fin de los ochenta, el país ya no contaba con las instituciones financieras dinámicas y fuertes que lo habían caracterizado en los sesenta, sino con otro cúmulo de entidades burocratizadas que no podían satisfacer la función bancaria. La destrucción sistemática, metódica y casi preconcebida que llevaron a cabo las autoridades a partir de 1970 había logrado su objetivo: acabar con banqueros fuertes y poderosos. Lo que esas mismas autoridades no alcanzaron a entender es que con el fin de los banqueros fuertes también se acababa con los bancos capaces de sustentar el desarrollo del país, hacer posible la generación de riqueza y, por lo tanto, de empleos y oportunidades. Los banqueros, supuestos traidores a la patria, ya no estaban a cargo de los bancos y los mexicanos seguían tan golpeados como siempre. La “política bancaria” de los setenta, si es que así se le puede llamar a las acciones gubernamentales emprendidas en ese frente, tuvo un costo verdaderamente inconmensurable.

Desafortunadamente, la política de privatización de los bancos al inicio de los noventa hizo caso omiso de ese pasado y de las tendencias observadas en el resto del mundo. Se vendieron títulos nobiliarios y no empresas financieras; se inflaron los costos y se cometió tropelía y media en el proceso. Al final el gobierno pudo decir que había vendido los bancos, pero no que había sentado las bases de un sistema financiero sólido y con futuro. Las fallas del proceso de privatización no tardaron en hacerse evidentes en el rápido crecimiento de la cartera vencida, en los bajos índices de capitalización, en los créditos “relacionados” (es decir, autopréstamos y créditos a los cuates) y en los fraudes que aparecieron aun antes de la crisis devaluatoria del fin de 1994. Para esas fechas la mayoría de los bancos ya había quebrado y el riesgo de que se perdiera el ahorro del público, aunque pequeño en ese momento, era real.

La devaluación acabó por quitarle el piso a los bancos y puso en entredicho la sobrevivencia del sistema. Las tasas de interés se elevaron tan estrepitosamente que los créditos resultaron prácticamente impagables. Los banqueros intentaron cobrar los créditos de todas las formas posibles, sabedores de que la suspensión de esos pagos implicaba la pérdida del ahorro del público (que, en todo caso, estaban asegurados por el Fobaproa). En su manera de actuar, sobre todo con la suspensión de los procedimientos judiciales, el gobierno favoreció el vertiginoso desarrollo de la cultura del no pago y con ello abrió la caja de Pandora. Quienes podían pagar sus créditos con frecuencia optaron por no hacerlo; muchos de quienes no tenían con qué pagar, suscribieron onerosísimos contratos de reestructura que acabaron por llevarlos a la quiebra. La combinación explosiva de una privatización bancaria mal concebida y un rescate peor ejecutado acabó, una vez más, asestando un golpe mortal al sistema bancario nacional.

Mientras que la destrucción del sistema bancario en los setenta fue producto de un acto casi premeditado y de la sucesión de decisiones que llevaron deliberadamente a ese resultado, la de los noventa fue más producto de la soberbia y la incompetencia que de acciones conscientes e intencionadas. Pero el resultado fue el mismo: el país se quedó sin un sistema financiero funcional. La actitud hegemónica gubernamental, el terror a la competencia y la necedad por controlarlo todo acabaron por llevar al país, y a los bancos en particular, al lugar en el que hoy están. Todas y cada una de las decisiones que se tomaron respecto a los bancos desde el fin de 1970 se presentaron y justificaron como actos nacionalistas, producto del mejor interés nacional. Hoy podemos ver que ese nacionalismo, retrógrado y proteccionista, no hizo sino cerrarle puertas al desarrollo del país. A estas alturas, envolverse de nueva cuenta en esa misma bandera nacionalista en el tema de los bancos no puede ser motivo de orgullo.

Sea cual fuere el sentido de ese nacionalismo, las consecuencias de décadas de malas decisiones no nos las podemos quitar de encima. A raíz de la crisis bancaria, el país sufrió una brutal descapitalización y un enorme número de familias perdieron todo el patrimonio que invirtieron en los bancos. Muchas de ellas ya no tienen más para invertir o no están dispuestas a volver a hacerlo. Independientemente de los enormes cambios –sobre todo fusiones y adquisiciones- que están ocurriendo en el sector bancario alrededor del mundo, hoy en día no hay muchos mexicanos que puedan adquirir nuevamente los bancos o que, después de la experiencia reciente, estén dispuestos a intentarlo. En este contexto de ausencia de capital, no es casual que los tiradores naturales para cualquier empresa que se pone en venta sean extranjeros. La aversión al riesgo se ha convertido en una característica de un sinnúmero de personas que antes eran empresarios y que, ahora, prefieren ser rentistas.

El anuncio de la adquisición de Banamex por Citibank ha desatado un enorme revuelo. Se trata del único banco en el que los inversionistas no perdieron su dinero. La indignación que muestran diversas personas parece tener más que ver con el hecho de que los accionistas de Banamex hayan logrado ser exitosos que con las causas, esas sí, verdaderamente indignantes, del estado actual del sistema financiero nacional. Pero la realidad es que esta adquisición, y todas las que le precedieron, así como las que seguramente vendrán, no puede abstraerse de treinta años de decisiones erráticas y equivocadas. Una y otra vez, sucesivos gobiernos perdieron la oportunidad de construir un sistema financiero fuerte y competitivo, tal y como ocurrió en España. Por eso, este ya no es tiempo de lamentar lo que no se hizo, sino de reconocer cuántos otros sectores y actividades siguen siendo manejados sin visión y con criterios retrógrados y proteccionistas que, lejos de abrir oportunidades, las cierran sistemáticamente.

México podría ser un país extraordinariamente rico, pero con frecuencia parece que nos empeñamos en mantenerlo en el atraso. El debate en torno a la adquisición de Banamex, tan retrógrado y corto de visión como la política gubernamental hacia el sector bancario en estas décadas, es muestra fehaciente de ello.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.