Es una falacia suponer que lo que es bueno para los partidos políticos es bueno para los ciudadanos. Indudablemente, es vital el papel de los partidos políticos en una sociedad al aglutinar a la población y representarla frente a las decisiones que deben tomarse en el proceso político. Pero hay muchas otras áreas de la vida política para las cuales los partidos no son ni pueden ser el mecanismo idóneo. A pesar de ello, la nueva legislación electoral apunta en la dirección de conferirle a los partidos un virtual monopolio sobre toda la vida política.
Por importantes que sean los partidos -que lo son-, dadas las peculiaridades de nuestro sistema político, la ecuación a la que se está llegando en la legislación electoral que actualmente se debate tiene dos enormes limitantes. Una es que, por no haber reelección, la ciudadanía no tiene posibilidad alguna de exigir cumplimiento de sus promesas y ofertas electorales a los candidatos y a sus partidos. La segunda es que existe un sinnúmero de instancias que son fundamentales para los ciudadanos -como las relacionadas con el acceso a la justicia- para los cuales los partidos no son el vehículo idóneo, ni el más lógico para intermediar los intereses de la población. En otros países los ciudadanos cuentan con medios directos de acceso a la justicia, por ejemplo, mientras que en México sólo lo pueden hacer a través de sus representantes que, por la ausencia de reelección, en realidad no lo son. Las reformas que se han estado negociando son indispensables para el desarrollo político y la estabilidad del país pero, por concentrarse en las demandas de las burocracias de los partidos en lugar de atender las necesidades y demandas de participación y representación de los mexicanos comunes y corrientes, están muy lejos de ir en la dirección requerida para afianzar sus derechos.
El país ha venido experimentando dos cambios profundos en los últimos años. Por un lado se encuentra el proceso de liberalización política, que ha tenido lugar en forma desordenada y esencialmente al azar. El otro cambio que ha ocurrido, en los últimos dos meses, ha sido el de la aprobación, virtualmente consensual, de los términos de una reforma política inclusiva, que básicamente iguala las condiciones de competencia para los partidos en la lucha electoral por el poder. Estos dos procesos han transformado a México para siempre.
La liberalización política es un hecho indisputable. Hoy en día los mexicanos gozamos de libertades reales en el terreno político que quienes nos antecedieron, hace sólo una generación, no pudieron siquiera imaginar. La disponibilidad de información y, sobre todo, de opiniones en los medios de comunicación es amplia y de lo más diversa. Quizá no toda esa información es simpre honesta o verídica, pero el hecho de que sea posible imprimir ideas o hechos discordantes con la línea gubernamental constituye un avance sin precedentes en la era priísta.
Pero hay otro lado de la misma moneda. Si bien la censura a la opinión virtualmente ha desaparecido, al menos en las grandes ciudades del país, la censura a la información de hecho ha aumentado. La información pública sobre hechos concretos y las estadísticas gubernamentales son cada día más difíciles de obtener y la burocracia tiende a guardarlas como si se tratara de secretos nacionales: como si fuera suya y no de los ciudadanos. Esta actitud gubernamental, además de inaceptable en términos ciudadanos, choca con el hecho de que los mexicanos cuentan cada día con más información de fuentes externas, tanto nacionales como extranjeras. Mucha de esa información puede ser verídica o falsa pero, cuando es la única disponible, tiende a ser la que la gente cree. La ironía de todo esto es que el gobierno se niega a dar información o la proporciona en forma parcial y con frecuencia contradictoria, a la vez que rechaza la información disponible en otros medios. ¿Alguna duda de por qué hay semejante crisis de credibilidad?
Por su parte, la aprobación de las reformas constitucionales en materia electoral representa un paso fundamental en la transformación política del país. Ahora sí será posible que la competencia electoral se realice cada vez más en condiciones de mayor igualdad para los contrincantes. Los partidos contarán ahora con mecanismos mucho más confiables de defensa de sus intereses, a la vez que quedarán eliminados muchos de los sesgos que favorecían al PRI y obstaculizaban el acceso al poder por la vía del voto a los partidos de oposición. Todo esto representa avances innegables. Pero el beneficio para la ciudadanía es menos evidente.
En cierta forma, por afianzar a los partidos políticos existentes y limitar o impedir nuevas fuentes de competencia futura, las reformas en materia electoral incorporan a los tres partidos más grandes dentro del viejo esquema corporativista. Lo que era el terruño privilegiado del PRI se amplió para dar cabida a los partidos “consentidos” de la oposición. El que esos partidos sean los que más votos han obtenido recientemente quizá justifique el arreglo alcanzado, pero no es realista suponer que esos tres partidos serán siempre los más grandes. Así como el PRD no hubiera sido incorporado en el nuevo arreglo institucional hace diez años, no es inconcebible que el propio PRI tuviese que desaparecer en diez años más. Por ello, aunque el arreglo alcanzado aumenta la competencia política y, por lo tanto, las posibilidades de mejorar el bienestar general porque se incrementarán las opciones electorales para los ciudadanos, los beneficios directos para la ciudadanía son más bien tenues. Por una parte, los partidos políticos en México son burocracias que las más de las veces trabajan para sus propios intereses: nada más lejano de ello que las necesidades de la población. No habiendo reelección, un candidato puede prometer cualquier cosa sin el menor riesgo de ser penalizado por los votantes. Indudablemente, la alternancia en el poder, que se vuelve más factible ahora, es un bien en sí mismo, porque institucionaliza la lucha política y porque constituye un incentivo para que los partidos mejoren su desempeño. Pero la simple alternancia es un objetivo muy limitado. Lo verdaderamente importante para la ciudadanía es que el sistema político la represente, que es algo que el nuevo arreglo en materia electoral no avanza (y ni siquiera buscaba).
Pero más allá del ámbito electoral, los ciudadanos tenemos toda clase de requerimentos que son totalmente ajenos a los intereses y funciones de los partidos. El acceso a la justicia es con mucho el más importante de éstos. La reforma en materia judicial de 1994, por ejemplo, restringe el acceso a la Suprema Corte de tal manera que sólo los políticos -los ejecutivos estatales y federal, las procuradurías o la tercera parte del Congreso- pueden tener acceso a la justicia. Cualquier demanda ciudadana será siempre mediatizada por el ministerio público. Otro ejemplo de lo mismo es el control político que se ejerce sobre la ciudadanía a través de la “permisología” requerida para hacer cualquier
trámite o resolver cualquier problema a nivel de municipios y delegaciones. A pesar de que los partidos no son un medio idóneo para intermediar las necesidades ciudadanas en este ámbito, toda la estructura de permisos municipales está diseñada para crear clientelas políticas y/o para generar oportunidades de corrupción para la burocracia. Nada en las reformas electorales o judiciales atiende este tipo de necesidades ciudadanas.
Los partidos políticos son fundamentales para el desarrollo del país pero, por importante que sean, son sólo un componente del proceso. Sin ciudadanos, el desarrollo es inconcebible. Por otra parte, las prerrogativas explícitas e implícitas que los partidos y los políticos están adquiriendo con estas reformas aleja cada vez más la posibilidad de fortalecer al ciudadano y a sus derechos fundamentales. Además, el camino adoptado tiende a politizar todavía más la vida cotidiana, en perjuicio de la población y, en última instancia, de la estabilidad del país. Ya es tiempo de que el sistema político mexicano comience a atender las necesidades de los ciudadanos.
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