Los costos de las crisis

PAN

Treinta años de crisis acabaron por transformar a la sociedad mexicana. Las crisis obligaron a todos a adaptarse a una realidad cambiante; unos lo hicieron reestructurando sus negocios, en tanto que otros desarrollaron nuevas habilidades. La presión sobre las familias fue tan brutal que con frecuencia destruyó valores heredados por generaciones. Los efectos de tres décadas de crisis están a la vista en todos los ámbitos de la vida del país, pero quizá su consecuencia más perniciosa resida en la creciente dificultad para lograr consensos en prácticamente cualquier tema. Para el presidente Fox, el reto de ejercer un liderazgo transformador es enorme, pero también lo es la oportunidad.

Los efectos de las crisis están en todos lados. Prácticamente no hay resquicio de la sociedad mexicana que no se haya visto afectado de manera determinante por la destrucción de valor en la economía o por el crecimiento de imponentes monopolios; por las nuevas olas de criminalidad y delincuencia o por los conflictos entre los partidos; por los extremos de riqueza y pobreza o por la creciente incapacidad de lograr acuerdos legislativos y decisiones efectivas. El hecho es que las crisis crearon un caparazón en la sociedad mexicana que le imposibilita reconocer el sinnúmero de opciones que tiene frente a sí para resolver sus problemas. En su lugar, se ha acostumbrado a vivir inmersa en círculos viciosos de los que aparentemente no puede salir.

Muchos creen que las crisis fueron meros sucesos económicos que descarrilaron planes y programas tanto públicos como privados, que no tardarán en ser corregidos. Una observación más cuidadosa arroja otra perspectiva: las crisis y muchos de sus antídotos resultaron profundamente destructivos y lacerantes. Las crisis no sólo destruyeron fuentes de riqueza y empleo, sino que alteraron las estructuras productivas y familiares de una manera tan profunda que acabaron por modificar la naturaleza misma del país.

El efecto de las crisis sobre la sociedad seguramente ha sido el más destructivo de todos. Varias veces a lo largo del período que va de 1970 al 2000, las familias mexicanas se vieron sometidas a presiones económicas sin precedentes. Una y otra vez, se encontraron con que el poder adquisitivo de sus ingresos se había reducido a la mitad o que las fuentes de esos ingresos habían desaparecido. La pobreza se convirtió en un prospecto real para una infinidad de familias que habían logrado acceder a las filas de la incipiente clase media. Veinte años del desarrollo estabilizador (1950-1970) habían permitido que se estabilizaran las expectativas de crecimiento del país y que las familias pudieran comenzar a planear su propio desarrollo. Veinte años de estabilidad económica habían sedimentado, en un segmento amplio y creciente de la sociedad, las virtudes del ahorro, a la vez que hacían posible la consecución de pequeños y grandes sueños: desde la compra del refrigerador hasta el coche o la casa. Las crisis hicieron añicos todo ese modus vivendi.

Las crisis no sólo destruyeron sueños, sino también acabaron con las expectativas de avance y progreso que infunde de manera natural la estabilidad. Una vez sometida a la vorágine de la crisis, las familias no tuvieron mas remedio que adaptarse a la nueva realidad y, en muchos casos, eso implicó pobreza, penurias y crisis familiares. No cabe la menor duda de que gran parte de los problemas que hoy confrontamos surgieron de esa simple y cruda realidad: la necesidad de adaptación. Algunas –muchas- familias cayeron en la pobreza y no se han recuperado. Otras, aunque empobrecidas, encontraron medios de sobrevivencia no siempre encomiables: desde la delincuencia hasta la prostitución. Pero el punto es que las crisis destruyeron algunos de los pilares clave que sustentaban tanto la estabilidad social y política del país como su viabilidad económica.

A las crisis le debemos el surgimiento de una sociedad cada vez más cínica respecto a la política y las opciones de desarrollo para país. El sentido de ética más elemental también fue víctima de la inestabilidad. La noción de tener que sobrevivir a cualquier precio y por cualquier medio causó estragos en todos los ámbitos y explica, en buena medida, comportamientos que se han vuelto típicos y cotidianos: desde la piratería hasta la irresponsabilidad: o, como reza el dicho, “el que no transa, no avanza”. Hoy no es excepcional la persona que delinque a unas horas y mantiene un trabajo honesto en otras. Para la sociedad mexicana que evolucionó de las crisis lo importante, lo crucial, ha sido sobrevivir, no importando el medio.

Las consecuencias de esta transformación social las estamos pagando todos en todo momento. A las crisis -y a las pésimas respuestas gubernamentales- debemos muchos de los monopolios que estrangulan la economía y el desarrollo empresarial, así como las extraordinarias deudas que arrojaron los rescates carretero y bancario. Lo mismo puede decirse de los enormes privilegios que, en épocas de inflación y creciente gasto público, lograron diversos grupos de interés –sindicatos y empresas, sectores económicos y grupos de presión- y que hoy suponen pesadas cargas al erario público y un costo de oportunidad ingente si se consideran las necesidades de inversión en materia de infraestructura y educación.

El deterioro social tiene su contraparte en el plano político. Esto se observa por igual cuando el PRD evoca la desesperación de un segmento de la sociedad o los priístas defienden toda clase de privilegios e intereses particulares. No muy diferente es la respuesta del PAN que se refugia en la tradición en lugar de abrazar la visión de un mundo nuevo y diferente. Por donde se le busque, el sistema político refleja el deterioro y los miedos de tres décadas de crisis y no el potencial de un país que mira con confianza el futuro.

Luego de estas tres décadas de destrucción y transformación, valores fundamentales se encuentran totalmente distorsionados. En lugar de condenar el abuso, la sociedad lo premia; en lugar de reprobar los privilegios que a todos nos cuestan, la sociedad demanda privilegios para sí; en vez de demandar acciones y decisiones que permitan romper los círculos viciosos que nos afectan, los mexicanos optamos por el statu quo. En suma, queremos mejoría en la forma de privilegios, pero no en términos de derechos y responsabilidades. El mexicano que en los sesenta ahorraba para mejorar, ahora quiere hacerse rico de la noche a la mañana, tal como cree que lo hicieron los beneficiarios de alguna privatización. Los incentivos son transparentes: para que trabajar si existen medios más expeditos para resultar exitoso.

La economía mexicana padece los estragos de tres décadas de inestabilidad. Aunque una parte de la actividad económica se ha modernizado y se ha convertido en puntera a nivel internacional, la parte rezagada es sumamente grande y, por ello, preocupante. Existe un número muy grande de empresas que apenas sobrevive y de personas que han logrado subsistir en la informalidad casi de milagro. La ausencia de incentivos y mecanismos que vinculen la parte rezagada de la economía con la moderna, ha provocado una creciente desigualdad en la riqueza y en las percepciones de la población respecto al futuro. Para quienes viven en un entorno que no mejora, el desasosiego es permanente. Inevitablemente sus preferencias políticas van de la mano con su realidad social y económica: es ahí donde nacen muchos de los elementos que eventualmente conducen a la confrontación a ultranza, cuando no a la guerrilla. De ahí también surgen las demandas de protección respecto a las importaciones y, en general, de soluciones fáciles.

En todo este proceso el gobierno se ha caracterizado por su ineficacia. Por treinta años, prefirió las soluciones “macro” y se sustrajo de los problemas cotidianos. Para los gobiernos de los setenta, los males del país se curaban con más gasto y con grandes acciones gubernamentales. Así nos fue: ese mayor gasto desquició las finanzas públicas y provocó las crisis que han caracterizado a la economía mexicana por todo este periodo. Para los gobiernos posteriores, las soluciones fueron igualmente ambiciosas, pero en muchos casos no más efectivas. Se racionalizó el gasto público y se comenzaron a crear condiciones para que el país retornara a la estabilidad. Los efectos positivos de estas acciones se pueden observar en lo que exportamos y en la creciente competitividad de muchísimas empresas. Pero los costos de los errores cometidos en el proceso fueron igualmente enormes, como lo constatan las deudas que hoy pesan sobre el erario y los obstáculos que el mexicano común y corriente enfrenta para su desarrollo. No menos onerosas han resultado las nociones que sobre economía adquirimos los mexicanos, todas ellas contrarias a la creación de riqueza, generación de empleos y desarrollo estable en el largo plazo.

Ningún gobierno en estos años se abocó a los temas “micro”, clave para el desarrollo, como la creación de nuevas cadenas productivas que vinculen a los sectores ganadores y perdedores de la economía; la transformación de la educación en el país para darle verdaderas oportunidades de progreso a los mexicanos o el desarrollo de una cultura de legalidad y la consolidación de un Estado de derecho. Así como ha habido un gran ímpetu destructivo de 1970 a la fecha, no ha habido un gobierno constructivo en todo ese periodo.

El panorama que arrojan tres décadas de crisis es por demás aciago. Los mexicanos nos hemos acostumbrado a vivir en un entorno que premia el fracaso y castiga el éxito, que reprueba la legalidad y condena la ética. La necesidad de romper los círculos viciosos está a la vista. Desde tiempos de campaña, Vicente Fox ha representado la oportunidad de romper con la tendencia al deterioro que nos caracteriza. Por supuesto, un gobierno no puede revertir treinta años de destrucción, pero sí puede ejercer un liderazgo transformador que permita retornar a una era de expectativas positivas, tolerancia, comunicación y reconstrucción.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.