El sentido del voto mexicano en el Consejo de Seguridad de la ONU, que polarizó a la política nacional en los primeros meses de este año, fue conflictivo, complejo y costoso en todos sentidos. Si bien la decisión final coincidió con las encuestas y las presiones políticas internas, hay dos ángulos que bien vale la pena analizar y evaluar porque entrañan consecuencias potenciales de largo plazo. El primero tiene que ver con la manera de decidir del presidente, sobre todo los criterios que dominaron su proceso de (in)decisión, y el segundo con los costos potenciales para la relación bilateral con Estados Unidos.
Cualquier evaluación honesta y seria sobre el tema tiene que partir de la imperiosa necesidad de hacer explícita la inutilidad de discutir tres temas que, aunque aparentemente centrales al corazón del asunto, son en realidad irrelevantes. Primero, es tautológico discutir una vez más si México debió buscar su membresía en el Consejo de Seguridad, al igual que es absurdo cuestionar la importancia de la relación con EUA; segundo, es innecesario afirmar lo obvio: que la paz es preferible a la guerra y que deben hacerse todos los esfuerzos humanamente posibles para evitar un conflicto armado, así como resolver los conflictos de manera pacífica; y, tercero, no hay decisión que sea gratuita o que no entrañe costos y riesgos. Lo que hizo o dejó de hacer el gobierno entraña consecuencias y éstas tendrán que ser enfrentadas en el futuro.
Cuando Estados Unidos, Inglaterra y España llevaron al Consejo de Seguridad una segunda propuesta de resolución orientada a hacer posible el uso de la fuerza en cumplimiento con lo establecido en la resolución previa (1441), el gobierno mexicano se encontró ante el dilema de cómo responder. Ya para ese momento, el presidente Fox llevaba meses abogando abiertamente por una salida pacífica al conflicto en Irak, discurso que creó su propio momentum y, de hecho, limitó sus opciones de decisión. La manera de votar sobre una resolución de esta naturaleza entrañaba dos planos contrastantes y en buena medida contradictorios: por un lado la relación bilateral; por el otro, la moralidad de la guerra y la tradición pacifista del país. Al inscribir el debate en términos de principios absolutos de paz y guerra y la naturaleza sagrada de la vida, el presidente Fox se entrampó en un discurso del que, de haber querido, no podía salir sin pagar un costo político inmenso.
Desde esta perspectiva, el gobierno evidenció al menos cuatro características clave en su proceso de decisión. Primero, aunque el discurso hablaba de principios, la retórica del presidente en ningún momento siguió los lineamientos de la política exterior tradicional; más bien apelaba a valores morales y principios religiosos y no a la tradición de la política mexicana. En segundo lugar, el gobierno exhibió una fuerte propensión a incursionar en terrenos de la política internacional relativamente inéditos para México, como las negociaciones con la Liga Árabe, que por al menos durante dos décadas fueron considerados ajenos al interés central del país y, de hecho, potencialmente peligrosos para su desarrollo. En este mismo rubro destaca también la efímera propuesta presidencial de intermediar en el conflicto entre las dos Coreas, algo que no se había visto en el país desde los setenta. En tercer lugar, el gobierno refrendó su obsesión por las encuestas, a las que claramente no considera un insumo necesario para el proceso de toma de decisiones, sino un fin en sí mismo capaz de determinar el actuar presidencial. Finalmente, el gobierno siempre mostró disposición a minimizar la importancia de la relación con EUA, suponiendo que ésta es suficientemente madura como para poder separar los asuntos cotidianos –como el comercio, la inversión y la frontera- de los políticos y éticos. Independientemente de la correcto o errado de los supuestos implícitos en esta manera de proceder, resulta evidente que los criterios de decisión del gobierno actual son sensiblemente distintos a los que distinguieron a los gobiernos pasados.
Pero el que el gobierno estime que sus criterios son congruentes con su visión y con sus preferencias y prioridades no implica que sean gratuitos o que no existan costos asociados a ellos. La presencia de México en el Consejo de Seguridad en la era de una sola superpotencia, sobre todo después de los ataques terroristas del once de septiembre, entraña un dilema permanente entre la relación bilateral y la agenda diplomática y política más amplia del país. En algunos momentos, como en el caso de Irak, esos dos asuntos chocan de manera frontal. El presidente Fox decidió ignorar la existencia del dilema y enfocó todas sus baterías en la dirección de la agenda multilateral, cobrando un fuerte protagonismo en el campo pacifista. Visto en retrospectiva, es evidente que el gobierno actuaba con seguridad respecto a las prioridades que decidió adoptar en esta materia; tanto así que, una vez pasado el momento crucial en que EUA decidió retirar el proyecto de resolución, diversos funcionarios se jactaron de que habrían votado en contra de esa resolución de haberse sometido a votación. Ahora será necesario pagar los costos de esa verborrea, que son más tangibles y menos anticipables que los beneficios.
Los beneficios son evidentes en términos de popularidad del presidente y, de existir habilidad para construir consensos internos, podrían manifestarse en acciones concretas en el frente legislativo, apalancando la popularidad ganada para lograr algo duradero para el país. Un buen paquete de reformas idóneas reduciría dramáticamente cualquier vulnerabilidad. De fallarse en este esfuerzo, los beneficios acabarían siendo pequeños y se desperdiciaría una oportunidad más de las muchas ignoradas en este sexenio.
Aunque todos los costos potenciales acaban por traducirse en impactos sobre la tasa de crecimiento de la economía, para fines analíticos es útil agruparlos en tres niveles. El primero tiene que ver con el gobierno y la sociedad norteamericana; el segundo con los mercados financieros; y el tercero con el desempeño de nuestra economía.
Por lo que toca al gobierno estadounidense, es improbable que haya decisiones específicas que contengan un sesgo de venganza o represalia. Más allá de los programas en marcha, no hay indicio de que el gobierno norteamericano busque afectar los flujos de inmigrantes, ni tampoco hay elementos para pensar que se hará más complejo el tránsito fronterizo o la emisión de visas para mexicanos que deseen visitar ese país. Los principales costos derivados de nuestro activismo diplomático tienen menos que ver con decisiones “anti-mexicanas” que con las actitudes que se van forjando en toda la sociedad norteamericana todos los días. Dado que la naturaleza instintiva de los estadounidenses es a cerrar filas de manera absoluta con su gobierno una vez que existe una situación bélica, es evidente que muchos de ellos concluirán que México es, al menos parcialmente, responsable del fracaso de la iniciativa diplomática de su gobierno y eso implicará que, en sus decisiones cotidianas, tomarán eso en cuenta. A diferencia de Francia, cuyas exportaciones son por demás visibles (quesos, vinos, automóviles), la mayoría de nuestras exportaciones son “invisibles”, toda vez que muchas de ellas son parte integral de automóviles norteamericanos o partes, materias primas o insumos para la construcción. Por lo anterior, es improbable que nuestras exportaciones se vean afectadas.
Sin embargo, es altamente probable que las consecuencias se sientan en otros ámbitos: en las decisiones que tomen los consejos de administración de empresas pequeñas y grandes al momento de decidir dónde invertir; en la actitud que adopten funcionarios diversos y, sobre todo, los legisladores, en caso de que se presentara una iniciativa relativa a México en temas como el financiero (el caso extremo sería el rescate del año 1995) y en la instrumentación de programas como el del llamado “perímetro de seguridad” que México confiaba se instalaría en el Suchiate, pero que bien podría acabar situado en el Bravo. Como muestran las interminables colas en los puntos de acceso terrestre a EUA estos días, decisiones como ésta bien podrían determinar la competitividad de una parte significativa de nuestros exportadores. En todo caso, el mayor de todos los costos es sin duda el relativo al forjamiento de actitudes que sólo el tiempo podrá corregir. Es en este contexto que resulta inexplicable el proceder gubernamental luego de que se desvaneció la necesidad de definirnos públicamente en favor o en contra de EUA: en vez de festinar el sentido del voto que no ocurrió, de haber mantenido su boca cerrada los miembros del gobierno, habría habido costos en términos de actitudes, pero éstos habrían sido mínimos. A menos de que logremos cambiar esas actitudes, los costos podrían acabar siendo enormes, aunque imperceptibles, pues se manifestarían en la falta de oportunidades e inversiones: la economía simplemente crecería menos de lo que podría haber logrado en otras circunstancias.
Por lo que toca a los mercados financieros, los costos serán elevados en el corto plazo, pero desaparecerán con el tiempo, toda vez que la vigencia de los asuntos en ese mundo es siempre corta. Algunos analistas y administradores de fondos mostrarán su enojo o frustración en la forma de reportes críticos de la economía o empresas mexicanas, pero todo pasará con rapidez. En este sentido, más allá de los efectos macroeconómicos que cause la guerra, la actividad económica en el país se va a beneficiar o sufrirá dependiendo de la manera en que tomen sus decisiones los empresarios y los inversionistas. En la medida en que cale la idea de que México (junto con Rusia en la mitología actual) fueron los causantes del fracaso diplomático, los costos serán elevados. Con suerte, la cruda será menos efusiva que la borrachera actual. Sea como fuere, si la acción bélica acaba siendo exitosa los costos serán pequeños y pasajeros, pues nada cierra las heridas tan rápido como el éxito, en cualquier empresa o actividad. El problema es que si la cosa avanza mal, más vale que tengamos los cinturones bien puestos.
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