Los mexicanos y las elecciones

PAN

México está lejos de ser una democracia en forma, pero las elecciones, y todo lo que éstas entrañan, se han convertido en un factor decisivo en la política nacional. De hecho, el voto es cada vez más un instrumento con el que los ciudadanos premian o castigan el desempeño de políticos y gobernantes. A pesar de ello, todavía hay políticos que creen que pueden manipular al mexicano cuando, en realidad, lo que demuestra el proceso político de los últimos meses es que el éxito de algunos candidatos y el fracaso de otros, reside casi totalmente en su capacidad para comprender lo que los electores quieren y no al revés.

Sin duda el gran avance político de los últimos años se refiere al hecho de que las elecciones se han vuelto el mecanismo aceptado para elegir a nuestros gobernantes. Las contadas disputas postelectorales en este periodo han sido resueltas en las instancias judiciales y ya no en las políticas. Cualquiera que recuerde lo que ocurría en el pasado cada vez que una elección era impugnada, tendría que reconocer el enorme paso que ya se ha dado en materia electoral. Pero la verdadera prueba de fuego en esta materia vendrá el día en que el PRI pierda una elección presidencial, pues sólo entonces podremos estar seguros de que el estadio político-electoral que se ha conformado en los últimos años no era en un mero mecanismo de freno a las protestas electorales de los partidos de oposición, sino una verdadera transformación al marco político-institucional en el que tienen cabida todos los partidos y fuerzas políticas.

Todo indica, sin embargo, que para presenciar la alternancia de partidos en el poder tendremos que esperar al menos otros seis años más. La trama de la historia de la contienda electoral actual ciertamente no ha concluido, pero muchos de sus componentes han ido embonando de forma tal que, salvo que se presentara algún suceso sorpresivo, el desenlace parece conocido. Independientemente de cuál acabe siendo el resultado, la moraleja que el proceso arroja es bastante clara ya desde este momento.

Cada uno de los candidatos a la presidencia cuenta con una combinación de atributos personales y partidistas que lo distingue de los otros. Cada uno de ellos trae una oferta particular que pretende ganar el favor del elector a través de su voto. Pero unos han sido mucho más competentes que otros en este proceso. Las encuestas no mienten: al menos hasta hoy, éstas sugieren que Francisco Labastida ha logrado satisfacer las expectativas de una mayor proporción de los electores que cualquiera de sus contendientes. No hay la menor duda de que Labastida goza de las inercias naturales de un partido que lleva más de setenta años en el poder y de todas las estructuras y maquinarias que esa historia trae consigo. Pero ese argumento es insuficiente para explicar su ascenso, toda vez que el récord del PRI en el poder puede trabajar en contra y no a favor, como muestra la historia del Partido Comunista en la Unión Soviética y, sobre todo, la de los países que esa nación secuestró por tantas décadas. Una vez que se abrió la puerta en aquellas sociedades, todos los vicios de la arbitrariedad, el desgobierno y el abuso de décadas salieron a relucir, lo que llevó a los electores a reprobar por medio del voto a los antiguos partidos gobernantes.

La realidad es que Francisco Labastida y su equipo de estrategas han sido mucho más cuidadosos (y exitosos) en tratar de comprender las preferencias, temores, deseos y expectativas de la ciudadanía y han ido dando forma a su campaña, desde la primaria interna del PRI hasta el proceso que ahora comienza, de una manera mucho más efectiva. En este sentido, en lugar de intentar manipular a los electores con campañas negativas o discursos grandilocuentes, el éxito de la campaña de Labastida ha residido más en su capacidad para responder a los electores, lo que ya en sí constituye un cambio dramático respecto a la propensión tradicional de los políticos mexicanos a tratar de imponer, a cualquier costo, su visión y preferencias por encima de los de la ciudadanía.

Todo esto se torna todavía más evidente cuando uno analiza el fracaso de la campaña de Roberto Madrazo. Madrazo enfocó su campaña para la candidatura presidencial del PRI jugando el papel de la víctima, criticando la naturaleza “oficial” de la precandidatura de Labastida y atacando diversas facetas del gobierno de Ernesto Zedillo. Su fracaso fue enorme: resultó que los votantes, un enorme número de votantes por cierto, no querían a un crítico de todo sino a una figura capaz de actuar convincentemente y con el tamaño para ocupar la silla presidencial. Esto es algo que Labastida comprendió de manera cabal, sobre todo a partir del llamado debate entre los precandidatos priístas. La segunda parte de la campaña de Labastida dentro del PRI se desenvolvió a partir de una estrategia fundamentada en las preferencias de los votantes en lugar de las propias, o en supuestos que no tenían referente en la realidad, como lo había hecho Madrazo. Vicente Fox no ha aprendido la lección que esa campaña arregló: en lugar de comportarse como un futuro presidente y de responder a las expectativas de los votantes, persiste en adoptar el papel de víctima y en comportarse como un crítico en lugar de un potencial estadista. Labastida no tiene más que proseguir el camino que ya probó ser exitoso.

El mexicano, dicen las encuestas, quiere cambios profundos, pero solo una mínima proporción parece estar dispuesta a correr el menor riesgo en el camino, o a pagar el costo del mismo. Décadas de desgobierno y de crisis lo han convertido en un elector extraordinariamente conservador que prefiere “lo malo por conocido que bueno por conocer”, al menos a nivel del ejecutivo federal, aunque ese camino seguramente no lleve al cambio que desea ni a la democracia como forma de gobierno. El candidato del PRI ha comprendido este dilema mejor que sus contendientes. De esta forma, el partido de la corrupción, el partido de las crisis y el partido del subdesarrollo se está perfilando, una vez más, a ganar las elecciones, esta vez con plena legitimidad democrática.

No se trata de una paradoja, sino de una mayor habilidad política. Labastida no va adelante por su partido, sino por su estrategia, misma que pudo ser diseñada y emprendida por cualquiera de los candidatos. Además, la ventaja que registra al momento el candidato del PRI se ha acrecentado todavía más por la ausencia de competencia. Sus cinco competidores no han logrado hacer suficiente mella en el electorado y sus limitaciones (particularmente las estratégicas) han hecho crecer al candidato priísta todavía más. Esto quizá lleve a un fuerte choque de expectativas una vez que se inaugure el nuevo gobierno, pero ese es otro asunto. En el proceso electoral, el candidato que mejor comprenda a los electores, y no el que mejor intente manipularlos, es el que llevará la delantera.

A pesar de lo anterior, persisten las opiniones y críticas en sentido contrario. Quizá la que con mayor tenacidad se esgrime es la que sostiene que la ventaja de Labstida se origina en la fragmentación del voto opositor. Evidentemente, si todos los electores del PAN y todos los del PRD se unieran y votaran por un candidato común, sus probabilidades de ganar la contienda serían muy altas. Pero esto no es algo mecánico, automático o sujeto a la imposición de los partidos. Con excepción de un número relativamente pequeño de votantes “estratégicos” y anti-priístas, esa posición parte de la premisa de que los electores son tontos y, por lo tanto, manipulables. Si los electores estuvieran dispuestos a votar de manera mecánica por un candidato común, ¿cuál sería entonces la razón de su pertenencia a partidos distintos? Los ciudadanos tienen preferencias políticas e ideológicas, expectativas y aspiraciones que les llevan a asociarse de maneras distintas. Las encuestas sugieren que un porcentaje importante de los miembros del PAN no votarían por un candidato del PRD, y viceversa, que un número importante de perredistas no votarían por un candidato del PAN. A juzgar por las encuestas, lo que podría llevar a que panistas y perredistas, además de a un gran número de mexicanos que no expresa preferencia partidista, a votar por un candidato distinto al del PRI sería la presencia de un candidato, de cualquier partido, capaz de responder exitosamente a esas preferencias y temores. Mientras el único candidato capaz de enender esto sea Labastida, su probabilidad de ganar, y con un buen margen, seguirá siendo muy elevada.

El viejo dicho de que los pueblos tienen el gobierno que se merecen bien podría trasladarse por igual al terreno de la oposición. Las luchas intestinas dentro y entre los partidos de oposición, la fragmentación del voto opositor y la total incapacidad para comprender al mexicano impresionan, sobre todo en esta etapa en que las condiciones de competencia han mejorado de manera tan visible. Difícilmente podría ser más irónico: la realidad política ha cambiado significativamente, pero sólo el PRI ha sabido adaptarse a las reglas del juego y al marco institucional que, en buena medida, ha empujado la oposición. Hemos llegado a tal extremo que el candidato del PRI hasta se puede dar el lujo de presentarse como el candidato contra la corrupción. De seguir las cosas como van, la debacle postelectoral de la oposición no podrá ser mayor.

Pero no todo es miel sobre hojuelas para el candidato del PRI. Los avances en materia electoral de los últimos años son muy importantes: la autonomía del IFE y del Tribunal Electoral, así como la primaria del PRI representan avances institucionales de enorme magnitud. Estos han alterado los márgenes de comportamiento de los partidos políticos tanto en el transcurso del proceso electoral como en su fase posterior, dándole una enorme ventaja, en términos de legitimidad, al ganador, sobre todo si éste resulta ser del PRI. Lo que no ha cambiado, sin embargo, son los incentivos de los mexicanos a desconfiar del gobierno, a mantenerse al margen del proceso político, a temer de la rabia del gobernante y a seguir viviendo en un mundo carente de mecanismos para protegerse del abuso gubernamental. Es probable que el PRI gane una vez más, ahora con legitimidad, pero el país seguirá sin dirección y con una población caracterizada por la desconfianza y el temor. ¿Habrá quien pueda ofrecerle algo de esperanza?

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.