Los riesgos del PRI

PRD

El PRI decidió correr el mayor riesgo de su historia, pero no tenía alternativa alguna. Con su decisión de someter la nominación de su candidato presidencial a la población a través de un voto abierto, el PRI optó por romper con la tradición más poderosa e importante de la historia política del México moderno: el dedazo. Lo que queda por aclararse es si sus miembros, acostumbrados a todo tipo de mañas electorales, lograrán una elección impecable que aglutine a las fuerzas priístas detrás de un candidato triunfador, en anticipación a las elecciones del 2000.

El reclamo priísta contra el “gran elector” se había manifestado de diversas maneras a lo largo de los últimos años. Los candados que impusieron los operadores del partido sobre futuros candidatos a gobernador y presidente fueron quizá la muestra más palpable del profundo enojo y, sobre todo, resentimiento que, en forma creciente, venían albergando los miembros de ese partido contra el presidente. Pero el reclamo iba mucho más allá de la mera nominación de candidatos. Dada la importancia política del PRI y sus organizaciones en el país, mucho del reclamo que llegaba a la superficie en boca de los priístas, reflejaba un profundo enojo popular contra la realidad política del país: contra el abuso, contra la prepotencia y contra la imposición. En este sentido, el hecho de que los priístas finalmente optaran por un mecanismo distinto al tradicional abre oportunidades potenciales por demás interesantes. Pero, por lo mismo, nada garantiza que el procedimiento resuelva la problemática política de fondo que enfrentamos.

Todos sabemos cuán importante ha sido el PRI en el desarrollo del país a lo largo del siglo XX. La pacificación política en la etapa posterior a la Revolución no se podría explicar sin las estructuras que se fueron articulando y que, finalmente, acabaron por consolidarse en el corazón de ese partido. Ciertamente, nuestra historia habría sido una muy distinta de no haberse formado ese partido. Pero quizá lo más trascendental del sistema político forjado por Alvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas fue el que centralizara todo el poder de decisión en una sola persona, con un enorme ámbito de acción.

La figura del personaje central decidiendo por todos determinó las estructuras institucionales que se construyeron y acabaron caracterizando al PRI y a sus predecesores. Ese personaje lograba las lealtades del conjunto de las fuerzas políticas a cambio de la promesa de acceso al poder y a la riqueza. El mecanismo que permitía hacer funcionar al sistema en su conjunto residía precisamente en la capacidad de esa persona, el presidente en turno, de nominar a su sucesor. A través de ese mecanismo el presidente ejercía una férrea disciplina: en las palabras inmortales de Fidel Velázquez, “el que se mueve no sale en la foto”. El dedazo cumplía una función medular de control político, toda vez que hacía posible la disciplina dentro del sistema: por ese medio el presidente premiaba o castigaba a quien le venía en gana. De esta manera, aunque el nuevo procedimiento de nominación del candidato a presidente representa una fuente muy bienvenida de oxígeno al propio PRI, y al sistema en su conjunto, queda la duda de cuál será el mecanismo que permitirá mantener la estabilidad política. La respuesta debería ser que un nuevo enjambre de instituciones substituirá la función que antes recaía sobre (o fue arrogada por) una sola persona. Desafortunadamente no hay nada en el horizonte que permita pensar que nos encaminamos en esa dirección.

Desde su inauguración, el presidente Zedillo hizo claro que él no continuaría con la tradición priísta de imponer a un sucesor. Aunque por cuatro años el presidente insistió una y otra vez en este punto, su comportamiento arrojaba mensajes confusos: en ocasiones respetaba la política de la “sana distancia”, mientras que en otras demandaba la disciplina de los diputados priístas en la forma más tradicional. Por eso es tan poderoso el simbolismo de la decisión priísta de esta semana, al lanzar un procedimiento totalmente diferente. El dedazo, al menos en su forma más cruda y primitiva, murió el 17 de mayo.

La reunión del Consejo Político Nacional, en la que se definieron las nuevas reglas de nominación del candidato presidencial, podía haber concluido con un proyecto distinto al que finalmente emergió. Una grupo significativo de priístas tradicionales, por ejemplo, hubiera preferido que el proceso de nominación del candidato presidencial concluyera en una asamblea manejada por miembros del propio Consejo y, por lo tanto, sujeta a todo tipo de manipulación. Pero lo que el Consejo finalmente aprobó rompe con las estructuras tradicionales y, a la vez, establece reglas del juego que fueron concebidas con gran inteligencia: la característica principal de las nuevas reglas es que ninguno de los candidatos potenciales las tiene todas consigo. El intento de lograr un balance entre intereses encontrados tan dispares como los de Bartlett, Madrazo y Labastida es más que evidente (y sorprendente).

El nuevo procedimiento representa un gran avance, por un lado, pero entraña un enorme riesgo, por el otro. Por el lado positivo, fue sumamente ingeniosa la decisión del Consejo Político Nacional de circunscribir la elección primaria a los trescientos distritos federales (en lugar de establecer una competencia abierta a nivel nacional), pues esto permitirá que el individuo triunfante logre una clara ventaja en términos de distritos, aunque en números absolutos la competencia resulte muy cerrada. La apariencia de triunfo será tanto más convincente para el electorado en su conjunto. De la misma manera, la estructura territorial que va a ser privilegiada por el procedimiento adoptado reduce, por lo menos en algunos estados, la capacidad del gobernador de manipular el proceso. El énfasis en distritos, además, hace mucho más difícil un fraude generalizado, a la vez que elimina todo incentivo a inflar los resultados a favor de un candidato en particular, pues eso no genera beneficio más allá de cada distrito electoral. También es significativo el impacto que una elección con esas características tendrá sobre las estrategias de campaña: las grandes campañas en medios, sobre todo televisión, no podrán sustituir el trabajo directo en cada distrito. Con excepción del tema del financiamiento, donde se abre una enorme ventana de oportunidades de corrupción, es claro que, una a una, las nuevas reglas reducen las ventajas extraordinarias con que contaba cada uno de los contendientes, estableciendo con ello condiciones más equitativas de competencia: por más que se le quieran encontrar tres pies al gato, las reglas muestran un intento por lograr equidad entre los contendientes y así ha sido reconocido por cada uno de ellos. Aunque resultara triunfador Labastida, las circunstancias habrán sido totalmente distintas: primero, porque hubo una competencia abierta y, segundo, porque no le deberá la vida al presidente. En todo caso, de resultar exitoso el procedimiento, el PRI acabará contando con una maquinaria sumamente afinada y lista para la verdadera contienda.

Pero así como el procedimiento adoptado puede resultar tan exitoso que una campaña lleve a una victoria incontenible en julio del 2000, las nuevas reglas pueden acabar consumiendo al partido en una lucha intestina de la que nadie saldría bien librado. A final de cuentas, lo que el PRI acaba de hacer es nada menos que apostar la elección, el partido y, quizá hasta el país, a un acto de fé. Los priístas, nunca distinguidos por su limpieza o pulcritud electoral, han optado por un procedimiento que requiere de una absoluta transparencia para asegurar una candidatura que goce del apoyo decidido y convencido del partido y de sus simpatizantes. Difícil creer que el partido que demanda la absoluta legitimidad en el procedimiento recién adoptado, sea el mismo que se dedica a desprestigiar al órgano que hoy es universalmente reconocido como garantía de comportamiento electoral, el Instituto Federal Electoral. De hecho, en lugar de recurrir al IFE para que esa entidad organizara las elecciones primarias y con ello evitara que el PRI reprodujera la catástrofe que sufrieron recientemente los perredistas en su proceso de selección interna, la solución por la que optaron los priístas dice mucho de qué tanto han cambiado: recurrieron a un distinguido representante del viejo sistema político para que vigile el proceso y, en última instancia, persuada a los participantes, también del viejo estilo, a aceptar el resultado sin discusión. Valiente modernidad.

Buenas razones debe tener el PRI para haber optado por un mecanismo tan distinto al tradicional. No hay duda que el viejo procedimiento ya había dado de sí y se había convertido en un factor generador de inestabilidad, tanto para el PRI como para el país en su conjunto. De ser exitoso, el nuevo mecanismo resolvería los agravios que los priístas han acumulado por años, permitiéndoles sumarse a un candidato atractivo, capaz de ganar generosamente la próxima elección. A pesar de lo anterior, no es evidente que el gobierno que de ahí surgiera restauraría el mundo que añoran muchos de esos mismos priístas.

Pero el verdadero problema de fondo es que la solución del problema de los priístas no resuelve el problema del país. El avance político, e incluso democrático, que el PRI podría lograr, no viene aparejado de avances semejantes para la ciudadanía. A los mexicanos nos urge que se construyan nuevas instituciones precisamente para depender menos de los vaivenes y humores cambiantes de los miembros del PRI y de los demás partidos. Desafortunadamente nadie parece estar tan preocupado por ese asunto de esencia como lo están por el fin del dedazo y la sucesión presidencial.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.