Los saldos de un sexenio

SCJN

Un objetivo dominó al gobierno de Ernesto Zedillo desde la tercera semana de su mandato: evitar una crisis al final de su sexenio. Dada nuestra historia reciente, ese objetivo no era pequeño ni irrelevante, pero distaba mucho de satisfacer el deseo de desarrollo que la sociedad mexicana ha albergado desde principios del siglo. El hilo conductor del sexenio que ahora termina acabó siendo el de evitar una crisis, lo que llevó a que el ejecutivo federal emprendiera una actitud peculiar por dicotómica: por una parte todos los recursos de que disponía -desde la persuasión hasta la arbitrariedad- se emplearon para cuidar las variables fiscales y monetarias, a fin de lograr su objetivo central. Por la otra, el gobierno dejó que el país evolucionara como pudiera: sin agenda, sin liderazgo y sin sentido de dirección. Los resultados están a la vista: la economía logró librar la maldición del fin de sexenio y el proceso de cambio de partidos en el gobierno ha avanzado excepcionalmente bien. Lo que queda por determinar es cuáles serán los costos de todo lo que se dejó de hacer.

El primer mes de la administración fue sintomático de lo que seguiría. En particular, tres circunstancias marcarían el tono de la administración a partir de ese momento: unas cuantas iniciativas de mucho peso pero sin seguimiento; el dejar que las cosas pasaran por sí mismas, independientemente del resultado; y una obsesión por la maldición sexenal. El gobierno inició su mandato con gran ímpetu. No pasaron más que unos días antes de que enviara al congreso una ambiciosa e importante iniciativa para modificar de raíz la integración y funcionamiento de la Suprema Corte de Justicia. El presidente presentó la iniciativa y se abocó a otros menesteres. El hecho de que la aprobara el poder legislativo acabó dependiendo del aparato a su mando, pero sin su participación. Aunque limitada en su visión (posteriormente sufriría cambios que ampliaron sensiblemente su espectro y trascendencia), esa iniciativa de ley habría de introducir un nuevo baluarte institucional en el sistema político mexicano; la nueva Corte que de ahí emergió se ha convertido en un poder autónomo, dispuesto a cumplir su función constitucional a cabalidad, incluyendo la de ser un contrapeso efectivo en el sistema tripartita de gobierno que nos caracteriza. Ahí nació el primer gran aporte de la administración zedillista al país.

Pero a ese excepcional inicio seguiría la devaluación, la incapacidad para articular una estrategia aceptable para nuestros acreedores, el recurso a mecanismos burocráticos (en este caso internacionales) para enfrentar la crisis y la obsesión por concluir el sexenio sin otro colapso económico. Ahí nació la perdición del Fobaproa, quizá el más costoso error de una administración que, sin ser responsable de la problemática bancaria misma, magnificó su costo por la asombrosa incompetencia con que la manejó. Así como la autonomía de la Suprema Corte de Justicia le abriría oportunidades excepcionales de desarrollo al país en el largo plazo, el manejo del Fobaproa se las canceló para los años posteriores. Quizá más importante, con la crisis y el Fobaproa el presidente perdió la iniciativa y nunca tuvo el menor interés por recuperarla (con excepción del equilibrio macroeconómico). Lo importante no era convencer a la población de la bondad de sus objetivos, sino confiar en que la historia le daría la razón.

El tenor se había establecido y nunca se modificó. Pasados los días más álgidos y difíciles de la crisis, el gobierno nunca más retomó el ímpetu inicial. Por supuesto que se presentaron muchas otras iniciativas, algunas mejores que otras, pero el espíritu reformador había sido reemplazado por un dejar hacer. Con todo, aun en ese contexto, hubo momentos de enorme trascendencia. De particular importancia fue la negociación de la reforma electoral que llevaría a consolidar dos de las más valiosas instituciones con que hoy cuenta la política mexicana: el IFE y el Tribunal Electoral. Igualmente significativa fue la política de crear una amplia red de tratados comerciales que le representan al país una enorme oportunidad de desarrollo en el largo plazo; aunque modesto en sus dimensiones, el programa de lucha contra la pobreza, el Progresa, representa un importante rompimiento con el mundo de corrupción y nula efectividad de programas en el pasado. En todos estos temas, el gobierno saliente tiene mucho de que estar orgulloso.

Luego vendrían las elecciones federales de 1997 que, contra toda lógica, tomaron al gobierno por sorpresa. Pasaron meses sin que el gobierno reconociera a cabalidad esos resultados; su primera reacción fue la de negar la realidad al intentar imponerse a través de una mayoría inexistente y pretender utilizar los mapas del pasado para navegar en nuevos mares. La política avanzaba en una nueva dirección con un congreso en el que los partidos de oposición tenían mayoría y un gobernador del PRD tomaba las riendas del Distrito Federal. Nada de ello sirvió para inmutar al gobierno federal. No había agenda política: lo fundamental era sobrevivir.

El sexenio transcurrió de bache en bache. Caracterizada por acciones y decisiones inconexas, la administración lanzó diversas iniciativas por demás serias y sensatas -petroquímica, electricidad, el paquete financiero- pero todas ellas sin que mediara una estrategia, una secuencia lógica y, todavía más grave, sin un reconocimiento de los errores que se apilaban. En lugar de que existiera un hilo conductor, un proyecto común, la administración se caracterizó por su ausencia. De particular importancia fue la carencia absoluta de una estrategia de comunicación, de una mínima capacidad de explicar sus proyectos o del deseo de convencer a la ciudadanía de los objetivos que se perseguían. Es verdaderamente impactante el número de iniciativas fallidas, los proyectos de ley que nunca se materializaron y los resultados a medias que se consiguieron. El nacimiento del IPAB fue traumático, nada se avanzó en petroquímica o energía y es amplio el rechazo político al que quizá sea el mejor programa de todo el sexenio, el Progresa.

La administración se abocó a sus prioridades sin que importara el resto del mundo. El mérito de esta política se puede observar claramente en la creación y desarrollo de las afores y, por lo tanto, del ahorro; en la tasa de crecimiento económico que se alcanzó en este último año y en la creencia generalizada entre la población de que no habrá una crisis económica al final del sexenio. Ninguno de estos logros es menor, pero tampoco representa un rompimiento dramático con las carencias que aquejan al país. La ilegalidad sigue intacta al igual que la ausencia de acceso expedito a la justicia, la arbitrariedad burocrática y la inseguridad pública. Si lo fundamental de la función gubernamental, lo más básico de su responsabilidad y de su razón de ser, es generar un entorno de seguridad y legalidad para los ciudadanos, los logros alcanzados acaban siendo claramente insuficientes. Además, a pesar del enorme esfuerzo de contención del gasto público, y de su profesionalización, es evidente la ausencia de un consenso político en torno a la bondad de esa política, lo que podría acabar haciendo efímera tan encomiable gestión.

Al llegar al fin del sexenio, la política mexicana ha experimentado una profunda sacudida. No cabe la menor duda de que el presidente Zedillo puede reclamar mucho del mérito que conlleva un proceso electoral razonablemente equitativo. Su política de dejar hacer surtió efectos muy distintos a los que hubieran podido anticiparse al inicio del régimen. El triunfo de Vicente Fox le abre una fuente de oxígeno al país que buena falta le hacía, a la vez que crea oportunidades de desarrollo político, económico y social que eran impensables bajo los gobiernos emanados del PRI. Lo que no es obvio es que todos los hilos sueltos que nadie atendió vayan a mantenerse incólumes. La indefinida y cambiante relación entre el presidente Zedillo y el PRI acabó impidiendo que ese partido se reformara, lo que deja un cúmulo de riesgos (sobre todo de violencia intra-priísta) que debían haberse anticipado; el pésimo manejo de las deudas bancarias que se vieron afectadas por la devaluación de 1994 creó una cultura del no pago que va a hacer muy difícil el crecimiento del crédito; la obstinación por proteger monopolios y, a la vez, enarbolar un discurso liberal no han hecho más que dañar a la economía y desacreditar los conceptos y las políticas que le acompañan; la renuencia a hacer cumplir la ley abrió la caja de Pandora y la impunidad imperante constituye una base muy endeble para el desarrollo de largo plazo del país. El presidente renunció a la oportunidad de construir un andamiaje institucional que garantizara un resultado pacífico y estable en el ámbito político. Dejó que las cosas tomaran su curso, evitando las concertacesiones de antaño: buenas intenciones, pero sin amarres. Con todo, le salió bien la apuesta, pero pudo haberle ocurrido como a otro presidente apostador, su predecesor en 1982 que, en el último round, perdió el buque y por poco acaba hasta con los pasajeros. Al final, el gobierno puede decir que llegó al último día, pero está lejos de haberle dado la vuelta al país y mucho menos de haber avanzado en su compromiso de campaña de bienestar para la familia. Los mexicanos tendrán que esperar otro tipo de gobierno para eso.

Sintomático de esta peculiar manera de dejar hacer y de confiar a la buena de Dios es el hecho de que, literalmente en los últimos días de su mandato, el gobierno comenzó a lanzar nuevas iniciativas (la mayoría deseables), ahora en materia de comunicaciones, telefonía y aviación, sin la menor preocupación de dejar las cosas debidamente amarradas y resueltas. Al mismo tiempo, comenzó a enfrentar los productos de tanto cabo suelto que quedó pendiente, como el “bono” que demanda la burocracia. Si las cosas salen bien que bueno; si no, ni modo. El tiempo dirá si esta “estrategia” sirvió a las necesidades e intereses del país. Lo que es claro es que, pudiendo haber hecho uso de los viejos mecanismos del sistema, no lo hizo; y el haber decidido no emplearlos, con plena conciencia y determinación, constituyen hitos sin precedente en nuestra historia y representan un mérito personal extraordinario. Pero, por ahora, tanto el gobierno como la población en general tendrán que lidiar con las consecuencias de lo que no se hizo y con la falta de arreglos institucionales que seguramente harán difícil la tarea de la próxima administración, sobre todo en relación los problemas que enfrentará el PRI para controlar a sus huestes y evitar que la violencia lo acabe consumiendo. A pesar del resultado electoral de julio pasado, la administración saliente dejó a medias los mecanismos para que el proceso de cambio político tuviera la certeza de ser exitoso. Su ausencia deja al país, y el prestigio del gobierno saliente, totalmente sujetos al azar.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.