Cuando un barco se está quemando, la primera prioridad tiene que ser salvar a la nave y a los pasajeros y no a miembros individuales de la tripulación. En el caso de Juan Camilo Mouriño, el gobierno del presidente Calderón enfrenta la prueba más dura de su mandato y, al menos hasta ahora, no ha logrado siquiera definir la naturaleza del problema ni sus implicaciones. Independientemente de la veracidad de la información en contra del Secretario de Gobernación o de si éste haya cometido un delito, es evidente que se trata de un embate político y no legal. El excandidato opositor ha logrado asestar un duro golpe político al gobierno, mientras que éste intenta manejarlo como si se tratara de un mero asunto de trámite legal. No son fáciles las opciones para el Presidente, pero a menos de que pronto logre cambiar los términos de referencia en la vida política del país, puede aquí acabar experimentando su Atenco.
El primer error del gobierno ha consistido en tratar el asunto como legal, cuando es político; el segundo ha sido montar una defensa a ultranza así se implique al propio Presidente en el camino; finalmente, en lugar de buscar opciones, se ha atrincherado. Esta no es una manera seria y responsable de administrar una crisis.
El objetivo principal del gobierno tiene que ser el de mantener su viabilidad como entidad gobernante y eso implica control de sus procesos, capacidad de interlocución, probidad frente a la opinión pública y habilidad para administrar las situaciones de crisis que inevitablemente se presentan en toda sociedad. En lugar de afianzar estas capacidades, el gobierno se ha empecinado a defender a un funcionario sin reparar en los costos de sus acciones.
Lo anterior no quiere decir que un gobierno tenga que entregar la cabeza de un funcionario cada que éste sea desafiado en los medios por fuentes de oposición. Seguir una línea de esa naturaleza implicaría entregar el gobierno a sus rivales. Sin embargo, una estrategia que privilegia la defensa de un funcionario por encima de la viabilidad del gobierno no parece muy inteligente o lógica. Esto es particularmente cierto cuando el funcionario en cuestión ha argumentado que el presidente tenía conocimiento de los contratos de que se le acusa. Esa argumentación es sumamente delicada, pues, en términos políticos, transfiere la culpa al propio presidente de la República.
El país enfrenta una potencial crisis política no por lo que haya firmado o no el actual funcionario, sino por la torpeza con que se están administrando los procesos y circunstancias. Al día de hoy, el presidente tiene tres opciones, al menos en concepto: seguir defendiendo al funcionario, capitular ante sus contrincantes o cambiar los términos de la discusión pública.
La defensa que hace el gobierno del Secretario de Gobernación es comprensible y lógica. Primero y ante todo, no se ha demostrado ilegalidad alguna en los actos que se le imputan. Segundo, existe una larga relación personal entre el Presidente y el funcionario. Finalmente, un gobierno tiene que actuar frente a su oposición. Todo esto hace comprensible y explicable el actuar gubernamental, pero no lo hace lógico. Peor, le está llevando al gobierno en su conjunto a convertirse en parte de la crítica situación, con lo que corre el riesgo de acabar siendo el problema.
Valdría la pena traer a colación una anécdota que tuve la oportunidad de observar con relativa cercanía en su momento. El presidente Zedillo enfrentó varias situaciones críticas de una naturaleza similar a la que actualmente padece el Presidente Calderón al inicio de su sexenio. Primero, literalmente unos días después de iniciado su mandato, experimentó el embate relacionado con las credenciales académicas de su entonces Secretario de Educación. Dos semanas después, en medio de la peor crisis financiera que jamás haya enfrentado el país, le renunció su Secretario de Hacienda. Finalmente, no pasó un semestre antes de que su Secretario de Gobernación se tornara insostenible. Un común denominador de los tres funcionarios era que se trataba de personas cercanas al presidente y, al menos uno de ellos, amigo cercanísimo. Lo interesante para mí como observador externo fue la forma en que el entonces presidente Zedillo cambió frente a esa situación. En lugar de lamentarse y defender a capa y espada a sus funcionarios, se sintió liberado. Al ya no tener amigos cercanos y personales obtuvo la distancia necesaria para poder funcionar con subordinados profesionales que, a partir de ese momento, podrían ser removidos sin contemplación. Ese no acabó siendo un gran sexenio, pero ilustra la necesidad de un presidente de preocuparse por su responsabilidad y no por la de cada uno de sus funcionarios en lo individual.
Desde esta perspectiva, puede ser injusto sacrificar a un funcionario cercano, máxime la calidad moral del acusador que, como ilustra su paso por el DF, no fue pulcro e impecable, pero ese no es el tema. La situación ha escalado hasta tornarse crítica, al grado que el secretario de gobernación ha perdido toda capacidad para ejercer sus funciones. Sin embargo, capitular y entregar su cabeza a la oposición en este momento implicaría un suicidio. Es quizá esa la razón que le ha orillado al Presidente a buscar caminos intermedios y negociaciones laterales con otros partidos, pero nada de eso constituye una solución duradera.
En el fondo, el problema actual reside en la debilidad del equipo que acompaña al presidente, donde hay muy pocos verdaderos políticos experimentados y profesionales en el gabinete, es decir, políticos con probada capacidad de interlocución y operación con todas las fuerzas políticas. Esta realidad ha fortalecido a su oposición dentro del PRD, debilitado a sus aliados potenciales y lo ha hecho totalmente dependiente del PRI.
En un escenario ideal, el presidente debería renovar a la parte de su equipo que no tiene las características políticas necesarias para desempeñar sus funciones, aceptar las pérdidas que ha sufrido en aras del futuro y encontrar oportunidades que le permitan cambiar los términos de referencia de la discusión actual. Y ese es el tema nodal: la crisis actual no tiene solución a menos de que todo el país comience a enfocarse en una dirección distinta a la actual, porque lo existente está viciado y no permite soluciones convincentes.
En condiciones similares, DeGaulle firmó la paz con Argelia, Sadat fue a Jerusalém y Salinas metió a La Quina al tambo. Es tiempo de que el presidente Calderón haga valer las prerrogativas de su función y le de nuevos bríos a su gobierno y al país.
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