La distancia entre el gobierno y la población crece con celeridad. En tanto que algunos funcionarios hablan de la necesidad de encarar la crisis económica, la población se enconcha cada vez más. Por un lado el NO rotundo: rechazo universal a nuevos o más impuestos; aversión total a bajar los aranceles a la importación; oposición visceral a considerar cualquier cambio en el régimen de Pemex, así sea para procurar más recursos que mantengan la fiesta. Por otro lado, el SI, igualmente absoluto: más servicios, más presupuesto, más gasto, más beneficios. Mientras esto pasa, el problema fiscal –menos ingresos y más gastos- comienza a convertirse en un riesgo fenomenal. En ausencia de un liderazgo político preclaro, capaz de explicar que este camino no conduce a nada bueno, la crisis se convierte en un entorno perfecto para el resurgimiento de los demagogos.
Aunque el rechazo al dispendio del gobierno, comenzando por el de los gobernadores, es casi universal, la evidencia indica que todo el país se ha acostumbrado a esperar que alguien -seguramente el gobierno, el petróleo o la virgen de Guadalupe- siempre va a estar ahí para sacarnos del hoyo. No es que la población no entienda que no se puede gastar más de lo que se tiene, pues esa es la realidad de la economía familiar cotidiana. Lo que pasa es que la población observa lo obvio: que los servicios públicos son muy malos y que siempre hay dinero para todas las causas menos para las que le importan a los ciudadanos. El dispendio de los políticos es tan flagrante que nadie en su sano juicio ve lógica alguna en pagar más impuestos para mantener la inseguridad pública, la escasez de agua, los elevados precios de los energéticos o la pésima calidad de los servicios educativos y de salud. La evidencia es contundente.
El caso de los empresarios no es distinto. Las empresas en México viven abrumadas por requisitos burocráticos, impuestos diversos y malos servicios públicos. La mayoría no tiene tiempo o posibilidad de dedicarse a ninguna cosa excepto tratar de sobrevivir. Algunos acaban en la economía informal pero eso crea nuevos problemas. Muchos se las han arreglado para crear reglas de excepción que les permiten reducir la virulencia con que sus competidores, algunos en la forma de importaciones, les disputan sus mercados. Dado el contexto en que viven, es difícil no simpatizar con su negativa a que se eleven los impuestos o se reduzcan los mecanismos de protección de que gozan.
La postura de los ciudadanos y la de los empresarios, cada una en su mundo, es absolutamente lógica, pero errada. El ciudadano no tiene más alternativa que defender su terruño porque su capacidad de influencia en la toma de decisiones es un cero absoluto. Por su parte, los empresarios emplean argumentos interesados, pero no necesariamente falsos, para defender los mecanismos de protección de que gozan: mis contrapartes en otras latitudes, dicen, no tienen costos tan elevados de los energéticos, las comunicaciones sirven a los usuarios y no al revés, la infraestructura funciona, hay crédito, no hay contrabando, la criminalidad es un problema menor y los servicios públicos son de buena calidad. Frente a eso, el empresario mexicano no tiene mucho que ofrecer excepto su talento en las relaciones con el gobierno para protegerse. Es decir, mientras un chino o un coreano se dedica a trabajar, elevar eficiencias y producir mejores productos, los mexicanos nos tenemos que conformar con que no nos vaya peor.
Entre una cosa y la otra hay muchos vivales. Hace poco vino a México un empresario europeo para explorar la posibilidad de realizar una inversión multimillonaria en el sector de procesamiento de alimentos. Tratándose de una empresa con presencia en muchos mercados, su éxito radica en elevar eficiencias, mejorar su logística, adoptar tecnologías nuevas y desarrollar cada vez mejores productos. Lo que encontró en México es una industria con varios participantes pero todos con tecnologías viejas, volúmenes pequeños y altos márgenes. Luego de visitar a los líderes del sector se encontró con que ninguno tiene ni el menor interés de bajar costos o elevar eficiencias y menos invertir en mejorar la calidad de sus productos.
En un mercado competido y competitivo, este empresario europeo vería a México como una oportunidad maravillosa para desplazar a los actuales empresarios improductivos como fuerza disruptiva a favor del consumidor: introduciendo mejores productos a menores precios. Sin embargo, poco a poco entendió cómo funciona el sector y llegó a la conclusión de que no había manera en que él pudiera competir. Primero, las empresas viven en un mundo de opacidad y evasión de impuestos y no tienen incentivos para cotizar en bolsa. Segundo, una fracción arancelaria hace que no sea rentable importar su producto, lo que les protege de la competencia del exterior. Tercero, la distribución está controlada por un monopolio del que todos son parte, haciendo incosteable la entrada de un competidor que no sea parte del juego. En suma, los participantes en este mercado viven felices de explotar al consumidor.
Es evidente que este ejemplo no es extrapolable a todas las demás actividades económicas. Muchos sectores han sufrido brutalmente por la competencia del exterior y algunos han sido totalmente devastados. Sin embargo, no todos los que han padecido son malos empresarios o inherentemente incompetentes. Pero la mayoría ruega por la protección y le demanda al gobierno que no cambie nada. Es decir, nadie, ni quien pudiera beneficiarse de una mejor estructura fiscal o de una mayor competencia en la economía (o sea, la absoluta mayoría), parece dispuesto a romper con los círculos viciosos que nos caracterizan.
Lo irónico es que, al oponerse a cualquier cambio en materia fiscal o en la regulación económica, la mayoría de los mexicanos se ha convertido en defensora a muerte de todo lo que no le conviene: el dispendio del gasto público y la protección de empresarios encumbrados. Es decir, se opone a un mayor crecimiento y mejores empleos.
El país está atorado en buena medida porque no hay el liderazgo que explique los dilemas que enfrentamos, proponga soluciones y defienda una visión transformadora del futuro. Como ilustran las encuestas, la población se opone a todo y ese es un caldo propicio para que renazcan y crezcan los demagogos y políticos iluminados. El ambiente de opacidad que nos caracteriza no hace sino preservar lo peor del país, aniquilando cualquier posibilidad de que se desarrolle una nueva era económica. Si esta crisis no se aprovecha para eso, ninguna lo hará y todos padeceremos las consecuencias.
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