Más allá del 7 de noviembre

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La elección primaria del PRI va a tener un impacto mucho mayor del que se avizora en este momento. El debate público sobre el procedimiento para la nominación del candidato del PRI a la presidencia de la República ha tenido por marco de referencia, en la mayoría de los casos, al viejo -y primitivo- mecanismo de imposición, por lo que la discusión y la crítica no han trascendido el léxico tan peculiar de nuestro sistema político tradicional, como la cargada, la línea, el voto corporativo y el dedazo. Pero el tema verdaderamente trascendente es otro. Aun y cuando es más que evidente que toda la maquinaria del sistema se ha volcado sobre un candidato, el hecho de que el presidente no se haya erigido en el gran elector del pasado va a cambiar a este sistema desde sus raíces. Esto es, aunque muy probablemente resulte ganador el favorito del gobierno, esto no debe llevar a confundir el procedimiento con sus consecuencias. Y el impacto del procedimiento interno del PRI va a ser mayúsculo no sólo sobre el proceso político del próximo año, sino también sobre la capacidad que tenga el país de detener el creciente deterioro político y avanzar hacia la construcción de un sistema político estable y productivo, capaz de rendir cuentas efectivas a la población.

Parece innecesaria tanta reiteración por parte de las distintas autoridades gubernamentales y partidistas, a la que se suman desde el presidente hasta los responsables de vigilar el proceso interno de selección del candidato priísta, en el sentido de que no ha habido sesgo a favor de alguno de los candidatos. La evidencia -circunstancial en la mayoría de los casos, pero evidencia al fin- en este sentido es tan abrumadora que las negativas suenan a confesiones de parte. Sin embargo, lo verdaderamente importante es que esos apoyos, directos o indirectos, son, en última instancia, intrascendentes. Evidentemente esos apoyos no son irrelevantes para los individuos que participan en una contienda que consideran injusta e inequitativa, pero lo más probable es que este sesgo no vuelva a registrarse en una próxima ocasión. En esto reside el profundo cambio que representa el fin del dedazo.

De ganar el PRI las próximas elecciones presidenciales, el futuro gobierno va a tener características totalmente nuevas. Para comenzar, el próximo presidente ya no le va a deber la vida a su predecesor. Si bien los apoyos gubernamentales para la candidatura han sido enormes y vistosos, el candidato va a surgir de una elección abierta y, presumiblemente, razonablemente limpia en el sentido de que el robo de urnas, ratones locos y similares no van a ser generalizados. La maquinaria del partido quizá cometa innumerables atropellos, pero todo ello servirá para minar todavía más la relevancia del presidente saliente para el entrante. Por donde uno le busque, el próximo presidente va a tener muchas deudas con los diversos grupos del partido, pero prácticamente ninguna con su predecesor.

Hasta hace poco, buena parte del control político sobre el sistema residía en la capacidad del presidente en turno de elegir a su sucesor. Al tener el presidente control sobre la nominación, todos los actores políticos, incluidos desde los miembros del gabinete hasta el último gobernador, se subordinaban a la autoridad central porque en ella residía el derecho de paso al paraíso. Ese poder se está esfumando. No hay duda de que en el futuro un presidente hábil podrá impulsar a los candidatos de su preferencia pero, en una perspectiva de largo plazo, a partir de este año, ningún político o funcionario público va a depender enteramente del presidente para avanzar una carrera política particular y, por lo tanto, el control que el presidente ejercía sobre el sistema por este medio va a desaparecer. En lugar de jugar sus cartas en privado y dentro de las paredes del partido, a partir del comienzo del próximo sexenio cualquier político priísta que se sienta con derecho o posibilidad de ser candidato va a iniciar su campaña. Es muy probable que comencemos a experimentar campañas de cinco largos años. El mecanismo tradicional de control político habrá desaparecido casi del todo. Lo crucial para el desarrollo político del país reside en que ese mecanismo, primitivo pero históricamente efectivo, sea substituido por una red institucional. Si no es así, éste será uno más de los soportes del viejo sistema, pero también de la estabilidad, que habrá pasado a mejor vida.

La fortaleza que históricamente ha tenido la presidencia de la República ha sido menos un producto de la habilidad de individuos en lo particular o de las estructuras legales y constitucionales con que cuenta el país, que de la naturaleza corporativa, incluyente y controladora del partido. El hecho de que el PRI y sus predecesores hayan tenido una presencia tan amplia hasta en el recoveco más distante y remoto del país, le ha conferido a los presidentes emanados de ese partido una extraordinaria capacidad de acción y control de la sociedad. Los presidentes que supieron hacer uso de las capacidades y potencial del partido lograron un extraordinario poder. Si ese vínculo entre el presidente y el partido se rompe, la principal fuente de poder presidencial deja de existir. Esto ocurriría de manera natural si llegara a ganar un candidato del PAN o del PRD, pero es cada vez más probable también para un candidato del PRI, toda vez que ese partido hace mucho que está haciendo agua.

Hace tiempo que el PRI dejó de ser el partido hegemónico de antaño. Si bien el partido sigue teniendo una presencia imponente en todo el territorio nacional –es raro el pueblo, por más modesto que sea, en donde no hay una oficina del IMSS y otra de PRI, cuando no también de CONASUPO-, la competencia electoral ha tenido un fuerte impacto sobre su cohesión y desempeño. Algo similar ha ocurrido como consecuencia de las crisis económicas, las demandas de la sociedad, la incompetencia burocrática y, en general, el mayor estado de alerta política de los mexicanos. En la medida en que las corporaciones partidistas se erosionan y sus líderes comienzan a percibir incentivos distintos a los que, en el pasado, conducían inexorablemente a la subordinación y al control, las fuentes del poder presidencial de manera inevitable sufrirán la misma suerte. De hecho, las elecciones primarias que han caracterizado a un número creciente de procesos priístas a nivel estatal y ahora a nivel federal han tendido a fortalecer la legitimidad de los candidatos, que ahora resultan ser populares de entrada, pero tiende a disminuir la capacidad de control del partido. Los viejos incentivos que llevaban a la subordinación y a la aceptación acrítica del control superior están desapareciendo.

El debilitamiento del partido como institución dedicada al control político va a tener profundas consecuencias. Por una parte, como mencionaba yo antes, se va a erosionar la principal fuente de poder presidencial. Por la otra, los aspirantes a candidaturas se van a dedicar ya no a subordinarse y a humillarse frente al presidente confiando en que éste los ungirá en su momento sino, por el contrario, a perseguir su propio camino con o sin la anuencia presidencial. El fin del dedazo implica que cada potencial candidato se dedicará a buscar la candidatura por sus propios medios. Más allá de las habilidades personales del propio presidente, habrá relativamente poco que impida que un secretario de hacienda utilice los recursos de su secretaría, por ejemplo, para avanzar su carrera. Lo mismo ocurriría con el resto de los miembros del gabinete y los gobernadores. Por su parte, el presidente verá su poder cada vez más limitado. Podrá sancionar a sus colaboradores pero ya no obligarlos a subordinarse. Puesto en otros términos, se están agotando las fuentes de control político de antaño que, aunque rudimentarias e inadecuadas, probaron ser efectivas (y legítimas) por muchas décadas.

La muerte gradual del sistema hegemónico anuncia nuevos retos, pero también nuevas oportunidades. A partir de ahora, y como consecuencia de la inauguración de un nuevo método de nominación del candidato presidencial, el poder presidencial y la capacidad de gobernar van a depender, en el corto plazo, de las habilidades de quien ocupe la silla presidencial: de su habilidad para articular una coalición gobernante y legítima (sobre todo si no alcanza al menos la mitad del voto en las elecciones del próximo año), es decir, de su capacidad para negociar, organizar, responder, reunir y pactar, características que han estado ausentes en los últimos años.

Pero la capacidad de gobernar en el largo plazo no podrá apuntalarse exclusivamente en las habilidades individuales del Presidente. Llevamos casi tres décadas experimentando una creciente erosión institucional, lo que ha deteriorado no sólo la capacidad de gobernar, sino también la seguridad pública, la estabilidad y, en general, la calidad de vida de los mexicanos. Revertir estas tendencias va a requerir mucho más que coaliciones coyunturales las cuales, aunque indispensables para el funcionamiento de cualquier sociedad moderna (pensemos, por ejemplo, en el Congreso), son insuficientes para garantizar la estabilidad, la seguridad de la población y el desempeño exitoso de la economía. De esta manera, la capacidad de gobernar va a depender, en el largo plazo, del desarrollo de una nueva estructura institucional que permita una participación efectiva de la población y de la existencia de pesos y contrapesos que disminuyan la volatilidad asociada a los altibajos que produce la personalidad de cada gobernante en lo individual. Es decir, la capacidad de gobernar está íntimamente ligada a la aceptación de la pluralidad política del país, misma que nuestros gobernantes en las últimas décadas se han rehusado a reconocer.

La elección primaria del PRI es un buen primer paso hacia la transformación del sistema político. El PRI ha sido tan importante en la política mexicana que es imposible no reconocer que el cambio en el procedimiento de nominación del candidato –la desaparición del dedazo- entraña una verdadera revolución. Pero, como hemos podido constatar a lo largo de los últimos meses, el nuevo procedimiento todavía es muy rudimentario. De convertirse éste en el principio de un proceso de desarrollo institucional, el PRI le habrá hecho un servicio al país. Pero, de estancarse en su estado actual, el país verá acelerar el proceso de descomposición institucional, con consecuencias inimaginables. Habrá que ver si los priístas optan por el riesgo o por la oportunidad.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.