Nada impide que otros Fobaproas, en cualquier ámbito de la vida nacional, se puedan presentar en el futuro. El problema expuesto por el Fobaproa en el momento actual es un reflejo fiel de la enorme complejidad de la actividad financiera combinada con un conjunto de leyes y reglamentos asombrosamente, casi perversamente inadecuados a la realidad del México de hoy, de la falta de transparencia en la gestión pública y de la excesiva (¿absoluta?) discrecionalidad con que actúan las autoridades. Esta problemática no es privativa de la actividad bancaria; es cotidiana en los ámbitos político, social y económico en general, y constituye un obstáculo grave al desarrollo del país. Por otra parte, la apertura política y económica que también caracteriza a México en la actualidad, requiere necesariamente de leyes y regulaciones funcionales para que exista una convivencia pacífica, algo que hoy no está garantizado. Es tiempo de convertir el aprendizaje que nos dejó el desastre del Fobaproa en algo positivo para el futuro del país.
Nadie puede menospreciar el enorme peso que implicará para muchas generaciones el fondo creado para proteger el ahorro depositado en los bancos. Las cifras hablan por sí mismas, pero sólo cuentan una parte de la historia. Las cifras multimillonarias (en dólares) que se están discutiendo en la actualidad con relación al Fobaproa reflejan un salvamento mal concebido, mal llevado a cabo y, finalmente, malogrado, de las instituciones bancarias, pero no alcanzan ni siquiera a otear el enorme costo de oportunidad asociado al colapso de la banca a partir de su privatización, la devaluación y el mal llamado salvamento.
Para comenzar, pocas veces en la historia del país y del mundo se ha visto una destrucción tan grande de valor como el que experimentaron los bancos y sus accionistas en los últimos tres años. Con excepción de los pillos que amasaron fortunas saqueando a sus bancos, la gran mayoría de los accionistas ha sufrido pérdidas colosales. Inevitablemente, esas pérdidas tendrán profundas repercusiones en el dinamismo de la inversión productiva en los próximos años, toda vez que quienes fueron y son accionistas de los bancos -desde los pequeños hasta los más grandes- representan a una buena parte del empresariado del país.
Pero más allá de las pérdidas económicas de los bancos y sus accionistas, el mayor costo del que Fobaproa es la simple punta de iceberg no es estrictamente monetario. El costo debe medirse en términos de la disposición que exista en el futuro a realizar inversiones, sean éstas de mexicanos o de extranjeros. A final de cuentas, el problema del Fobaproa evidencia tres fenómenos que son ubicuos en nuestra realidad.
El primero es la inadecuación y complejidad de las leyes y lo costoso que resulta hacerlas cumplir, si acaso se puede. El caso del anatocismo muestra la falta de transparencia en las reglas del juego entre bancos y acreditados: igual un contrato entre las partes puede considerarse de naturaleza civil que mercantil, con consecuencias completamente distintas para unos y otros. La Ley de Quiebras vigente ilustra otro ángulo de lo mismo: una empresa que se acoge a la suspensión de pagos, independientemente de que su situación lo amerite, por ejemplo, deja de causar intereses por el sólo hecho de haberse amparado bajo esta disposición legal. En una época inflacionaria como ésta, el costo de dicha suspensión de pagos, necesaria o supuesta, es enorme para el banco y, como hemos visto en el caso del Fobaproa, para la sociedad. Un último ejemplo de esto es la enorme dificultad que existe, en la práctica, para que se adjudiquen las garantías que supuestamente respaldaban los créditos que se encuentran en el Fobaproa. Es decir, una empresa puede garantizar un crédito con alguna propiedad pero el banco tiene enormes dificultades para hacerla efectiva en caso de incumplimiento por parte del acreditado. Estos tres problemas jurídicos-judiciales dan cuenta de una enorme porción de los créditos que, pudiendo haber sido pagados, dejaron de serlo porque la ley es ambigua, contradictoria y obsoleta, o bien, porque el aparato judicial es ineficaz.
Un segundo fenómeno de nuestra realidad regulatoria y legislativa es el de la extraordinaria discrecionalidad de las autoridades. Esta atribución de nuestra burocracia es tan vieja como el país, pero es particularmente grave en una época en la que sociedad y economía adquieren la complejidad que hoy tienen las mexicanas. La enorme latitud de acción y decisión que un sinnúmero de leyes le otorgan a las autoridades hacen, paradójicamente, irrelevantes a las propias leyes. Un ejemplo extremo de lo anterior, una verdadera joya de nuestra realidad, lo ofrecía la ley relativa a la inversión extranjera que fue aprobada en 1973: en esa ley se establecían los términos y porcentajes máximos permitidos de inversión extranjera en empresas mexicanas, por sector de actividad económica. Cada uno de los artículos de la ley definía atribuciones y responsabilidades y precisaba la relación que debía existir entre empresarios nacionales y extranjeros. Independientemente de la bondad de la ley, sus cláusulas eran apropiadas a los objetivos de la legislación y su naturaleza procesal guardaba similitud con leyes en otros países. Hasta aquí todo iba bien. El problema radicaba en una cláusula adicional al final en la que se le otorgaba al gobierno todas las facultades para hacer caso omiso del resto del clausulado. Es decir, la ley que con tanta precisión detallaba porcentajes y sectores económicos, también le permitía a la autoridad decidir lo que le viniera en gana. La discrecionalidad en la autoridad es necesaria en algunas condiciones, pues es ello lo que permite que un gobierno tenga un nivel de flexibilidad compatible con sus responsabilidades. La discrecionalidad excesiva se convierte en arbitrariedad lo que causa incertidumbre y, por lo tanto, impide que se realicen inversiones de largo plazo. Esta es sin duda una de las principales razones por las cuales la mayoría de la inversión que se materializa en el país, de mexicanos y de extranjeros, tiene como horizonte máximo el de un sexenio. Nuestra legislación induce la visión de corto plazo y la consecuente búsqueda de utilidades rápidas, a cualquier precio.
Finalmente, el tercer fenómeno que entraña enormes costos (de todo tipo) para el desarrollo del país es el que está implícito en los conflictos de interés que genera la excesiva discrecionalidad con que cuenta la burocracia mexicana combinada con atribuciones contradictorias o traslapadas, que son la regla más que la excepción en nuestro país. Es decir, la burocracia no sólo cuenta con enormes atribuciones, sino que, además, con frecuencia también tiene autoridad en áreas que deberían ser independientes. Una vez más, el problema bancario de los últimos años ejemplifica generosamente el problema. Cuando los bancos fueron privatizados, la entidad encargada de hacerlo (la Secretaría de Hacienda) también tenía amplias facultades discrecionales en la determinación de las regulaciones que gobernarían a la banca. Es decir, los vendedores tuvieron la capacidad de manipular el marco regulatorio para elevar el precio de los bancos dramáticamente. Esto, como lo vemos ahora, con nefastas consecuencias. Los conflictos de intereses no fueron ajenos a la Comisión Nacional Bancaria que, una vez en medio de la crisis, se encontró con que tenía dos funciones y responsabilidades contradictorias: una como reguladora y supervisora de los bancos, y la otra como salvadora de los mismos. Lo que le exigía una función impedía la consecución de la otra, y viceversa.
La suma de estas tres características de nuestra realidad político-económica se traduce en una obscuridad absoluta a plena luz del día. La discrecionalidad de las autoridades, lo ambiguo de las leyes, la existencia de leyes contradictorias entre sí y los conflictos de objetivos e intereses en la burocracia hacen posible (y natural) procesos de toma de decisiones carentes de toda transparencia. Esto es lo que caracterizó la privatización de los bancos y el Fobaproa y es lo que predomina en el sinnúmero de procesos y decisiones que tienen lugar en el país en forma cotidiana. Si el debate en torno al Fobaproa sirve para generar la transparencia en la gestión pública, los diputados le habrán hecho un gran servicio al país.
El problema del Fobaproa es notorio por la visibilidad que le confiere albergar a un monstruo de más de sesenta mil millones de dólares. Pero no es una excepción en nuestra historia. Todas nuestras leyes son confusas, contradictorias, con frecuencia inadecuadas y prácticamente siempre generadoras de extraordinarias facultades discrecionales y arbitrarias para la burocracia. Mientras no comencemos a resolver estas situaciones, nada impedirá que se repita un Fobaproa en el futuro, o que se dejen de materializar miles de inversiones potenciales que generarían riqueza y empleos en el país. Aquí tienen nuestros legisladores una oportunidad excepcional de comenzar a sentar las bases para un verdadero cambio político en el país: para hacer una diferencia en la vida de los mexicanos y no solo en la vida partidista y legislativa. Ojalá tengan la visión y, sobre todo, la grandeza para lograrlo.
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