Más golpes al pesebre

Derechos Humanos

Ominosa, además de un tanto estúpida, es nuestra propensión a golpear toda fuente de riqueza, como si éstas nos sobraran. El ejemplo más reciente de esta actitud se refiere a la serie de ataques contra el Tratado de Libre Comercio (TLC). Los políticos, así como toda clase de grupos interesados y afectados, claman por la renegociación del tratado, cuando no por su absoluta cancelación. En muchos casos es comprensible la causa de sus demandas, pero el simple hecho de atacar la única fuente confiable de crecimiento económico a lo largo de la última década, debería obligar a preguntarnos si se pretende empobrecer a país y a todos los mexicanos a cualquier precio y a la mayor celeridad.

El TLC no es la panacea y evidentemente afecta y ha afectado negativamente a muchas empresas y productores. Pero si uno observa el panorama general de los últimos diez años, el TLC ha sido la única fuente significativa de riqueza y empleos. De hecho, por más de una década, el país ha vivido esencialmente de las exportaciones que el acuerdo comercial ha generado en cuanto éstas han sido fuente de riqueza, empleos e inversión. Una vez que entró en operación el tratado trilateral de la región norteamericana, prácticamente no se llevaron a cabo reformas y ajustes que permitieran desarrollar nuevas fuentes de generación de riqueza. Desde esta perspectiva, el único adjetivo apropiado para calificar las propuestas de cancelarlo o renegociarlo es el de suicida.

Evidentemente, el TLC no ha resuelto todos los problemas del país; lo que ha hecho es abrir una infinidad de oportunidades para que empresarios mexicanos exporten sin trabas, o con muchos menos obstáculos, además de protegerlos legalmente cuando comercian con nuestros dos principales mercados, así como para que inversionistas del exterior se instalen en el país y generen oportunidades de empleo y desarrollo en general. En una sociedad racional, es decir, una con capacidad de discusión y debate abierto, directo y respetuoso, procedería analizar qué del TLC generó oportunidades para imitarlo, en lugar de apalearlo y vituperarlo. La gran pregunta debería ser cómo extender los beneficios del Tratado al resto de la sociedad mexicana.

Hay tres grandes temas que deben ser analizados respecto al TLC: primero, su objetivo y racionalidad; segundo, sus alcances y, tercero, sus carencias y limitaciones. Lo obvio es que no todos los mexicanos se han visto favorecidos por el TLC y que algunos han salido perjudicados. Lo que parece menos evidente son los beneficios, que han sido enormes, aunque no muy bien distribuidos. La pregunta es por qué.

Para comenzar, el objetivo central del TLC fue más de carácter político e institucional que estrictamente comercial. Lo que se requería era un mecanismo que garantizara la permanencia de las reformas económicas que se habían emprendido en los años previos a la negociación del Tratado y que obligara a perseverar en materia de reformas a fin de elevar la competitividad general de la economía nacional y, por esa vía, generar una plataforma para el desarrollo sostenido de toda la población. Hoy sabemos que el TLC logró uno de sus cometidos, falló en otro y generó una brutal crisis de expectativas. El TLC logró la credibilidad que se buscaba con relación a la permanencia de las reformas, pero obviamente falló en generar un momentum que obligara a impulsar más transformaciones posibles y necesarias para integrar a toda la sociedad mexicana en el proceso, elevar la productividad del trabajo e incrementar en forma sostenida el ingreso real de la población.

Los últimos ocho años son prueba fehaciente de que la absurda noción que planteaba que el TLC por sí solo crearía condiciones inexorables para continuar las reformas y acelerar el desarrollo de la economía. En lugar de propiciar el ajuste de las empresas y productores a las nuevas condiciones de competencia generadas tanto por la apertura a las importaciones (que se remonta a 1985), como por el TLC, los últimos dos gobiernos desperdiciaron el tiempo y abdicaron de su responsabilidad de coadyuvar a modernizar la planta productiva, especializar las empresas y mejorar la tecnología. Una de dos, o los gobernantes supusieron (contra toda lógica e historia) que los productores mexicanos se adaptarían sin problemas por sí mismos, o ignoraron su responsabilidad. El hecho tangible es que el TLC ha resultado ser una fuente extraordinaria de oportunidades para quienes lo han sabido aprovechar, pero ha constituido una fuerte carga para quienes no lo entendieron, no lo quisieron entender o supusieron que eventualmente podrían descarrilarlo, como sucede en el momento actual.

Si uno analiza al país en su conjunto, la evidencia de afectación negativa es reveladora de una realidad más amplia y preocupante. El mito y cliché que domina al debate político (mito que, en ausencia de un liderazgo que explique, convenza e invite al ajuste, se propaga como fuego en época de sequía), alega que el tratado ha beneficiado a un conjunto pequeño de empresas, principalmente extranjeras, sobre todo en la frontera, dedicadas básicamente a la maquila y que no generan muchos empleos. Como cliché para lanzar una campaña política, el mito es atractivo y poderoso, pero también es en esencia falso. Por una parte, no cabe la menor duda de que el norte del país ha sido el gran beneficiario del TLC, pero el concepto de norte se redefine cotidianamente: el norte hoy comienza en Querétaro. Peor para el mito, las regiones que han logrado añadir más valor a su producción no se encuentran en la región fronteriza, sino en lugares como Querétaro, Guadalajara, Guanajuato, Aguascalientes y Nuevo León.

Pero quizá el tema más importante respecto al TLC es que su éxito en generar oportunidades de empleo y generación de riqueza, ha dependido mucho más de la visión de unos cuantos individuos que de la acción o visión gubernamentales. A casi una década de su inicio de operaciones, la evidencia de desempeño del TLC muestra que los beneficios se han maximizado donde ha habido empresarios y/o gobernadores visionarios que comprendieron la oportunidad que el acuerdo comercial representaba y se dedicaron a hacerla realidad. Eso explica por qué ha habido muchas inversiones y exportaciones relativamente significativas en estados como Yucatán, Puebla y Oaxaca (estados que no colindan con Estados Unidos), pero no en lugares como Chiapas, Guerrero y Michoacán. Es posible que muchos de los empresarios medianos o grandes del Distrito Federal, del Estado de México o de Monterrey no requirieran mayor ayuda por parte del gobierno para visualizar oportunidades, pero donde ha habido gobernadores competentes y empresarios dispuestos, las oportunidades se han multiplicado.

No cabe la menor duda de que muchos mexicanos compraron la idea de que el TLC resolvería todos los problemas del país de la noche a la mañana. Eso creó expectativas que jamás se habrían podido satisfacer y que, al ser destruidas, contribuyeron a provocar un desánimo más o menos generalizado, además de servir de plataforma para los ataques contra el tratado, las reformas que éste hacía permanentes y las adicionales que serían necesarias para hacer realidad al menos parte de esas expectativas. El hecho es que, a casi diez años del TLC, muchos mexicanos se han quedado rezagados, sufren abusos por parte de sus gobernantes inmediatos, así como de la burocracia federal, y no tienen ni la menor posibilidad de salir adelante. La solución que muchos proponen consiste en cancelar o renegociar el Tratado, como si la eliminación de las oportunidades que sí se han presentado permitiera resolver los problemas de quienes se han visto afectados negativamente.

La verdadera solución reside en crear condiciones para que todos los empresarios y productores, los existentes y los que tienen que desarrollarse, puedan hacer uso del TLC y de otros mecanismos de desarrollo económico. Lo fácil, sin duda, es atacar lo existente, pero lo que el país requiere es un gobierno (de hecho, un sistema de gobierno) capaz de crear esas condiciones: que garantice el abasto de electricidad y, en general, de infraestructura de alta calidad, que transforme el sistema educativo nacional para generar capacidades básicas para la población, comenzando por la más marginada, que elimine burocratismos interminables, que fortalezca el estado de derecho y que propicie el desarrollo de un nuevo empresariado, distinto al de antaño, es decir, un empresariado que vea a la competencia como su razón de ser.

No hay nada más absurdo que proteger a los empresarios incapaces de producir en condiciones competitivas. Quienes claman por la cancelación o renegociación del TLC suponen que al eliminar la competencia, el país florecerá. En realidad, ello ocurrirá cuando exista un empresariado nuevo, distinto al que surgió en la época de la substitución de importaciones, bajo un esquema de protección y subsidios en lugar de competitividad y productividad. Todo lo que contribuya a propiciar el surgimiento de ese empresariado debe ser bienvenido, mientras que todo lo que contribuya a proteger a quienes no pudieron competir debe ser rechazado, por razones obvias.

Una vez dicho lo anterior, hay dos grupos de productores que requieren tanto protección como apoyos cuidadosamente enfocados. Uno es por demás obvio: los campesinos más pobres, la mayoría de ellos dependientes de cultivos de subsistencia. Para ese grupo se inventó un mecanismo de subsidio directo, que en su momento se conoció como Procampo, pero que luego fue tergiversado por la burocracia agraria y los agricultores ricos para su propio beneficio. El otro es el mexicano común que ha padecido por décadas la explotación por parte de sindicatos (como el de maestros y electricistas), burócratas y malos gobernantes, quienes le han negado hasta los derechos más elementales, como son el de la educación y la salud. Esos mexicanos requieren menos obstáculos, mejor liderazgo y más oportunidades, como las que el TLC ha generado. El reto ahora es generalizarlas a toda la población. Es tiempo de exigirles a los políticos que asuman su responsabilidad.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.