Mercados, financiamiento y globalización

Energía

México vive en una peculiar paradoja: quienes más se quejan y critican al llamado “modelo económico” son sus mayores beneficiarios, en tanto que quienes obtendrían innumerables ventajas con la implantación de una verdadera economía de mercado la ven con recelo. Peor, quienes pretenden hablar por los pobres repudian cualquier noción de economía de mercado, a pesar de ser precisamente los pobres quienes más han perdido con una economía controlada, regulada y protectora de monopolios, intereses especiales y empresas paraestatales. Los mercados y su funcionamiento son uno de los temas más criticados, pero menos comprendidos, de la economía. Es tiempo de comenzar a discutir sus méritos en serio.

El funcionamiento eficiente de los mercados, tanto comerciales como financieros, imprime siempre dinamismo a cualquier economía, lo que asegura no sólo el bienestar de la población, sino su mejoría constante. Lo que típicamente limita el desarrollo de los mercados no son sus deficiencias intrínsecas, como argumentaba Marx, sino el poder político de quienes se benefician de que éstos no operen de manera eficiente. Según Raghuram Rajan y Luigi Zingales, en un nuevo y fascinante libro titulado Salvando al capitalismo de los capitalistas (Saving Capitalism from the Capitalists), los opositores a la buena marcha de los mercados son los favorecidos por el orden establecido (típicamente caracterizado por barreras a la entrada y exigua competencia) que desean mantener sus privilegios y los perdedores del proceso. Dado que ninguno de los dos grupos encuentra satisfacción en los mercados, tienen como propensión natural activar sus tentáculos políticos para avanzar sus intereses, lograr protección e introducir obstáculos al desarrollo de la competencia. Entre estos grupos pueden citarse sindicatos, grandes empresas, terratenientes, etc. Las centrales obreras y campesinas, por hablar de dos ejemplos obvios, viven obstaculizando el funcionamiento de los mercados y, con ello, impiden la disminución de la pobreza en el país. Así de grande es lo que está en juego.

Cuando un político se encuentra ante la presión de un industrial que reclama protección y/o de un sindicato que exige acción gubernamental para atenuar los efectos de la competencia, su reacción natural es la de operar en beneficio de ambos grupos. Tanto mejor, pensará el político, si se beneficia a grupos clave para la credibilidad del gobierno o con miras a anticipar apoyos para la siguiente elección. Visto de esta manera, la lógica del gobernante es impecable. Pero si uno analiza los costos de semejante proceder, las ventajas resultan ser menos impresionantes.

Las economías funcionan en ciclos que dependen de la inversión en tecnología. Las empresas, grandes y pequeñas, invierten en anticipación al crecimiento de la economía, con lo que le dan forma al ciclo ascendente. Algunas empresas invierten mejor que otras, desarrollan una mejor tecnología o encuentran maneras más eficientes de producir; así son más competitivas. Otras empresas, menos eficientes en su trabajo, son incapaces de competir y desarrollarse, lo que les conduce al fracaso. Ese es el ciclo natural de la vida económica de cualquier nación. Una economía es sana cuando ésta facilita la transición de las empresas (es decir, permite que surjan muchas nuevas y facilita la muerte de las que no pueden sobrevivir) a fin de que se agregue el mayor valor posible en el conjunto y, con ello, se cree riqueza y empleos. En palabras del famoso economista germano americano, Joseph Schumpeter, la destrucción es la contraparte natural y necesaria de la creación; en el caso de las empresas, el nacimiento de nuevos y pujantes competidores es la contraparte de la desaparición de los menos competentes.

Más allá del estancamiento del último par de años, la economía mundial ha experimentado algunas de las décadas más prósperas de su historia. Esto se ha debido en no poca medida a que los mercados han funcionado libremente. Pero, como apuntan Rajan y Zingales, los autores del libro citado, el funcionamiento de los mercados depende, en última instancia, de decisiones políticas. Si los políticos se empeñan en regular el funcionamiento de los mercados, no harán otra cosa que favorecer a unos en contra de otros, es decir, introducir un elemento discriminatorio en el proceso. Y, típicamente, quienes más se benefician del actuar de los políticos no son los pobres, sino los que tienen mayor capacidad de presión política. El argumento medular del libro es que el desarrollo de los mercados no es la meta final y culminante del desarrollo económico, sino el factor que lo hace posible.

El caso del microcrédito es paradigmático. Como ha mostrado Gabriel Zaid una y otra vez, la rentabilidad de muchas microempresas por unidad de inversión es infinitamente superior a la de empresas grandes: esa es la razón por la cual muchas de ellas pueden pagar las brutales tasas de interés que cobran los intermediarios financieros informales. Si se crearan condiciones para que intermediarios formales se vieran incentivados y participaran en esos mercados, la capacidad creativa de las microempresas se multiplicaría, toda vez que podrían dedicar muchos más fondos a la inversión que al pago de elevadas tasas de interés. En cualquier caso, los mercados informales funcionan sin una estructura institucional significativa porque son relativamente simples. Cuando el tema deja de ser la fabricación de artesanías o el lavado de coches (actividades típicamente informales) y se contemplan actividades de una economía moderna, todo cambia. Los mercados informales dependen de la cercanía entre el comprador y el vendedor o, en este caso, entre el acreedor y el acreditado. Esa Fcondición no existe en una economía capitalista moderna.

Las economías modernas y grandes, donde las relaciones son por definición impersonales, requieren de instituciones públicas para su buen funcionamiento. Por ejemplo, mientras que un prestamista informal tiene sus propios mecanismos para hacer cumplir el pago de los créditos, mecanismos no siempre muy amables, las instituciones financieras requieren de estructuras formales, debidamente constituidas para hacer cumplir los contratos, como es el poder judicial. La característica medular de un mercado eficiente es que no distingue entre personas: en el mercado todos son iguales, lo que reduce o elimina el poder de entidades políticas, las ventajas derivadas de factores no económicos como el compadrazgo o la herencia. Inevitablemente, un mercado obliga a todos a competir como iguales, lo que hace que esos intereses los teman y hagan todo lo posible por desarticularlos.

En países pobres o relativamente pobres como el nuestro, el funcionamiento de los mercados tiende a ser deficiente. Esto ocurre porque hay intereses que se benefician de esta situación y tienen el poder para mantenerla: el poderoso típicamente no está dispuesto a enfrentar rivales y a que los mercados funcionen de manera competitiva, pues eso afecta su propia situación. Este es un punto central del debate respecto a los mercados: a pesar de la retórica, los mercados benefician más a los menos poderosos y son anatema para muchos miembros del establishment .

Una de las razones por las cuales era tan importante la liberalización comercial en el país era precisamente esta: los inversionistas del exterior y las importaciones se tornan en una fuente de competencia que se rige por las reglas del mercado internacional, lo que tiende a desarticular poderosos intereses nacionales opuestos a cualquier cambio. Por ejemplo, más allá de los temas monopólicos actuales, sin su privatización, Telmex habría seguido siendo un impedimento al desarrollo por la pésima calidad del servicio que ofrecía con anterioridad, de la misma manera en que hoy entidades como Pemex, CFE y Luz y Fuerza se han convertido en impedimentos al desarrollo de nuevas y más eficientes fuentes de energía.

A pesar de la evidencia analítica e histórica de que los mercados son particularmente benéficos para quienes no tienen ventajas de entrada, los más pobres en primer lugar, la retórica política e intelectual tiende a despreciarlos. Los políticos prefieren el clientelismo que les rinde beneficios electorales, a pesar de que esa es una receta para preservar la pobreza. Veamos por qué: para que funcionen los mercados, necesitamos, primero, garantías para los derechos de propiedad, comenzando por los de los ciudadanos más pobres e indefensos. Típicamente, la oposición a que existan esas garantías proviene de quienes creen que están haciendo el bien a través del tutelaje (típicamente políticos sin bases políticas propias), o de quienes se benefician del statu quo (léase sindicatos y otros grupos de esa naturaleza, que depredan al saberse intermediarios inevitables entre el ciudadano y el gobierno). La existencia de mercados funcionales hace irrelevantes a esos intermediarios, lo que beneficiaría al ciudadano a costa del líder sindical o equivalente.

Los autores de Saving Capitalism from Capitalists analizan con detalle la razón por la cual algunos países desarrollaron instituciones sólidas y otros no, tema muy discutido en círculos académicos por siempre. Pero quizá el tema más relevante para nosotros hoy es que la democracia abre oportunidades para la creación de condiciones de respeto a los derechos de propiedad, pero no garantiza que esto ocurra. La paradoja del México actual es que la democracia no ha logrado romper muchos de los principales cotos de poder ni se han desarrollado instituciones clave para el crecimiento económico. Eso es lo que le da vida a intereses particulares, siempre listos para explotar (y fomentar) las imperfecciones políticamente inducidas de los de mercados. Nuestro reto, en este sentido, es tanto político como económico.

Candidato ciudadano

Jorge Castañeda ha destapado una gran cloaca. Ansioso de romper cotos de poder y evidenciar la corrupción de muchas de nuestras instituciones anticompetitivas, comenzando por el régimen electoral, le está haciendo un gran servicio a todos los mexicanos. Su campaña puede hacer una gran diferencia en la política mexicana.
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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.