Aunque más prolongada de lo que sus principales promotores en EUA habían sugerido, la guerra en Irak acabará y cuando eso ocurra llegará el momento de restaurar la relación bilateral. Este es el tema dominante en el mundo, pero sobre todo en capitales como Paris, Berlín y Ankara, naciones que, por distintas razones, entraron en conflicto con Washington en los últimos meses, algunas de ellas sin darse cuenta. Cada una de esas naciones se está comenzando a posicionar para retornar a un esquema que haga posible la convivencia en el marco internacional en general y con EUA en lo particular. Nosotros deberíamos hacer lo mismo.
No cabe la menor duda de que la guerra en Irak ha polarizado al mundo. Tampoco puede eludirse el hecho de que la guerra se inició luego del fracaso del proceso de resolución de disputas que está interconstruido en el sistema de las Naciones Unidas. El gobierno norteamericano actuó con la certeza y convicción de una potencia que sabe lo que quiere, en tanto que naciones como Francia y, con menor intensidad, Rusia, se ofuscaron en tratar de contener y limitar el rango de acción estadounidense. El choque entre estas dos concepciones del mundo, pone en riesgo toda la estructura institucional que se construyó al final de la segunda guerra mundial. Los franceses seguramente estimaron que su brutal oposición llevaría a los norteamericanos a reconsiderar su postura, en tanto que los estadounidenses supusieron que, tarde o temprano, los franceses los secundarían en sus propósitos. Cuando la determinación de ambas partes fue irreconciliable, el mundo entró en una nueva fase de la historia. Esto no significa que la historia sufrirá un cambio dramático, pero sí que enfrentaremos una nueva realidad y, por lo tanto, riesgos que antes no parecían fundamentales.
La controversia es clara. Mientras que los franceses perciben a EUA como una potencia peligrosa, como una amenaza al orden internacional, los norteamericanos perciben al terrorismo como la nueva gran amenaza a la paz conseguida luego del fin de la guerra fría. Se trata de dos visiones contrapuestas que no permiten una fácil reconciliación: los franceses están empeñados en contener y limitar a la nueva “hiperpotencia”, como ellos la llaman, en tanto que los norteamericanos, sobre todo después de los ataques terroristas del once de septiembre, están convencidos de que todo el occidente se encuentra en peligro y que se trata de una guerra de suma cero, es decir, toda ganancia para los terroristas islámicos es una pérdida para las naciones occidentales y viceversa. Esta diferencia de perspectivas viene de años atrás, pero fue sólo con el voto y no voto en el seno del Consejo de Seguridad de hace unas semanas que llegó a un punto de quiebre. La pregunta ahora es qué sigue.
Al margen de su legitimidad en el seno de la ONU, no es difícil comprender la lógica del activismo militar norteamericano. Fue septiembre del 2001 el momento en que la política exterior estadounidense dio un giro vertiginoso. Aunque visto desde lejos pudiera parecer extraño, los ataques terroristas cambiaron la óptica de los norteamericanos y, al mismo tiempo, le abrieron la puerta a los partidarios de una trasformación de las relaciones internacionales. Los ataques terroristas no tenían precedentes en el suelo norteamericano. Por primera vez, innumerables ciudadanos de aquella nación comenzaron a experimentar temores y dudas sobre su futuro. Visto desde afuera, sobre todo desde Europa, región que ha tenido más de una experiencia terrorista en las últimas décadas (quizá ninguna como la ETA en España o el ERI en el enclave inglés en Irlanda), podría parecer un tanto excesiva la reacción norteamericana. Sin embargo, el temor –y la necesidad de combatirlo- existe y se ha constituido en un punto de cambio fundamental. A partir de ese momento, un conjunto de analistas, pensadores e intelectuales que habían venido insistiendo en la necesidad de redefinir el mundo luego de la guerra fría, súbitamente lograron primacía en la conducción de la política exterior. Ese cambio es crucial para comprender la nueva realidad de nuestra propia vecindad.
El fin de la Unión Soviética abrió la puerta para una redefinición cabal del mundo. La súbita desaparición de la principal potencia que contendía en poder e influencia, abrió un espacio para el desarrollo de nuevas fuerzas dentro de EUA. Hasta ese momento, el equilibrio en el mundo, el llamado equilibrio del terror, se mantenía por la existencia de dos potencias nucleares con poder aparentemente similar. Sin embargo, una vez desaparecida la URSS, se creó un espacio para la emergencia de lo que los franceses ahora llaman, en un tono claramente peyorativo, la “hiperpotencia”. Por algunos años, durante la presidencia de Bill Clinton, el mundo se mantuvo más o menos sin cambio no porque no hubiera una gradual transformación de las estructuras internacionales, sino porque Clinton guardó las formas y evitó confrontaciones estériles en el marco de la ONU y otras entidades multilaterales similares. Para Bush esas formas resultaban pedantes e innecesarias. No habían pasado unos meses de su mandato cuando ya había rechazado el acuerdo de Kyoto en materia ambiental y, poco después, el tratado de proliferación nuclear, así como la corte internacional de justicia. En al menos dos de estas instancias, las formas de Bush resultaron mucho más agresivas que la substancia detrás: en particular, todas las naciones signatarias del tratado de Kyoto sabían que éste era inalcanzable; sin embargo, el imperativo para el gobierno de Bush no era la comunidad internacional sino su propia base política interna, razón por la cual fue categórico y arrogante en exceso.
El ascenso de los llamados “neoconservadores” fue resultado directo de los ataques terroristas de hace dos años. Para ese grupo de intelectuales y funcionarios, el fin de la guerra fría exigía definiciones y transformaciones que, de no hacerse, impedirían la consolidación de un nuevo orden internacional. Más aún, los ataques terroristas, decían, abrían oportunidades que nunca antes habían existido. De esas concepciones nace la idea de que es imperativo modificar el statu quo internacional, sobre todo en el mundo islámico, y que el derrocamiento de Saddam Hussein es clave para lograr ese objetivo. Sólo así, piensan estos analistas, se puede obligar a las naciones que han resguardado, protegido o promovido, ya sea de manera pasiva o activa, a Al Qaeda, a bloquear a esa organización, hasta extinguirla. El vínculo entre Irak y Al Qaeda acaba siendo menos directo, pero mucho más poderoso de lo aparente en la visión de este grupo de poderosos funcionarios, todos los cuales fueron clave en la andanada que hoy tiene lugar en esa región del mundo. Se trata de la mayor redefinición de fuerzas y fuentes de influencia de la historia desde el fin de la segunda guerra mundial.
Aunque la imagen idílica de una guerra corta, sin costos ni problemas que vendieron esos “neoconservadores” no se esté materializando, no hay persona seria en el mundo que dude de la fuerza de las convicciones de la llamada coalición liderada por EUA, ni de la debilidad relativa de Hussein. Ciertamente, los costos, tanto materiales como humanos, van a acabar siendo mayores de lo anticipado por esos intelectuales, pero el fin no parece dudoso. Las hipótesis sobre lo que seguirá son muchas, pero es obvio que hay al menos dos temas que son cruciales para nuestros propios cálculos. Uno se refiere a la naturaleza de ese final anunciado y el otro a las reacciones que ese final genere para las relaciones bilaterales de EUA con el resto del mundo.
Por lo que toca al primer asunto, no hay nada más propicio y amable que un triunfo dramático que enaltezca los objetivos de las potencias que iniciaron el conflicto. El final de la segunda guerra mundial es ilustrativo al respecto: los estadounidenses no sólo fueron visionarios y previsores (un ejemplo: la creación de las Naciones Unidas, el GATT y otras instituciones internacionales y multilaterales), sino que también fueron por demás generosos, como ilustra el Plan Marshall, que hizo posible la revitalización de naciones aliadas, como Inglaterra y Francia, pero también de los derrotados, como Japón, Alemania y Turquía. En esta perspectiva, queda por confirmarse la existencia de armas de destrucción masiva, es decir, las armas químicas, biológicas o nucleares, que a los ojos norteamericanos justificaban cualquier acción militar, y si una vez derrocado Hussein, la población se siente liberada y agradecida de haber acabado con la dictadura, como ocurrió con los rusos luego del fin de una sucesión de regímenes estalinistas, cuyo ejemplo es el que parece animar al propio Saddam Hussein. Al día de hoy, parece igualmente posible el triunfo contundente de EUA como un triunfo un tanto humillante que lleve al nacimiento de una hiperpotencia cautelosa y negociadora, en lugar de arrogante y militante.
Nadie puede adivinar cómo será el desenlace en Irak. Aunque parece certero el triunfo de la coalición norteamericana, lo que sigue está claramente en el aire. Independientemente del rumbo de los acontecimientos, todo indica que la estrategia de oposición a ultranza que encabezó el presidente francés Jaques Chirac y a la que se sumó el presidente ruso Vladimir Putin va a resultar extraordinariamente costosa para esas naciones. A final de cuentas, apostar contra la hiperpotencia que tanto criticaban parece una estrategia poco inteligente para sus relaciones futuras con EUA, una vez concluidas las hostilidades. Pero también está por verse es si la estrategia de “acercamiento crítico” de Tony Blair, el primer ministro británico, acabará siendo más productiva. Asociarse con los estadounidenses en lugar de rivalizarlos, dice el primer ministro inglés, es la única manera de mantener vigente el orden internacional. Las próximas semanas serán clave para el mundo, sobre todo México, que ahora preside el Consejo de Seguridad. El potencial de nuevo conflicto con EUA ahí es infinito. Aunque eso pudiera ser popular en las encuestas, más vale que lo veamos con una perspectiva del interés del país en el largo plazo. La alternativa podría ser un invierno que pudiera durar lustros…
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