México y Estados Unidos

No existe un modelo perfecto para la relación entre México y Estados Unidos porque no hay otra relación igual. Hay muchas naciones que comparten largas fronteras, pero ninguna en la que se junten diferencias tan grandes de desarrollo e ingresos. Hay muchas naciones que intercambian elevados volúmenes de bienes y cruces de personas, pero ninguna tan activa como la que compartimos las dos naciones norteamericanas. Ciertamente, hay numerosos pares de países europeos, Canadá-EUA y algunos en Asia que experimentan similares procesos de integración industrial, pero ninguno se asemeja en términos de la combinación y dimensiones de cruces fronterizos, intercambios comerciales y poblaciones de cada uno viviendo en el otro lado de la frontera mutua.

Su contienda electoral ha evidenciado que México es un actor inevitable e importante, circunstancia que puede llevar a dos conclusiones: una, que debemos cerrar los ojos y confiar en que ellos sabrán actuar de manera responsable. La otra, que debemos responder de manera decidida. La primera alternativa es absurda porque esa no es forma de conducir los asuntos de una nación soberana y orgullosa como México. La segunda sería acertada sólo si implica no confrontar sino, más bien, desarrollar una estrategia que reduzca nuestra vulnerabilidad y haga irrelevante el proceso político interno para la funcionalidad de las cosas que nos son importantes.

Como numerosas veces ilustró Octavio Paz en su inigualable prosa, nuestra frontera es excepcional por el choque cultural, histórico y de civilizaciones que representa. La relación no se asemeja a otra que con frecuencia se menciona como modelo, la de Estados Unidos con Israel, porque los factores que animan a la comunidad judía estadounidense nada tienen que ver con las comunidades mexicanas en EUA, comenzando por el hecho de que los judíos estadounidenses no provienen de aquel país. Las supuestas semejanzas no son tales.

Un embajador mexicano en Washington en los ochenta resumió la visión tradicional de una manera por demás vívida: “vecinos siempre, socios ahora, amigos nunca”. Esa forma de concebir la relación nos ha llevado a donde estamos: sin estrategia, abandonando nuestros intereses y cediendo la iniciativa y todos los espacios a nuestros detractores: sindicatos, ecologistas y grupos anti-inmigrantes. En lugar de actuar dentro de los marcos naturales y permisibles en el entorno estadounidense, hemos quedado marginados -impávidos- ante el espectáculo de la destrucción del nombre de nuestro país y nuestros connacionales.

Luego de años de ignorar a los mexicanos que habían migrado hacia el norte, hoy la política mexicana en EUA se concentra casi exclusivamente en ellos. Esto es natural y lógico, pero es insuficiente. Claramente, el gobierno mexicano tiene la obligación de atender a los connacionales, resolver sus asuntos y protegerlos. Pero es clave entender que los mexicano-estadounidenses no están para ayudar a México o para convertirse en instrumentos del gobierno mexicano. Más bien, es el gobierno mexicano el que tiene que asistirlos, confiando en una reconciliación de largo plazo que, lejos de ser utilitaria, sea producto del mutuo reconocimiento y respeto.

Por otro lado, la parte abandonada de la relación, es la que tiene que ver con los propios estadounidenses. En contraste con la falta de memoria histórica en muchos de sus asuntos de política exterior, la memoria respecto a quienes son sus amigos y quienes no lo son es legendaria. Aunque nosotros desarrollamos una extraordinaria presencia cuando se negoció el TLC al inicio de los noventa, nunca dimos la cara cuando se presentaron momentos adversos (como los asesinatos de 1994, la devaluación de aquel año y, sobre todo, la patética respuesta a los eventos de septiembre 11), además de las expectativas destrozadas tanto por el fallido gobierno de Fox como por la ineficacia del gobierno actual. Pasamos de la hiperactividad a la total ausencia, creando un ambiente desfavorable, cuando no hostil, por parte de nuestro principal socio comercial. La clave no es ser protagónicos sino dar la cara.

La relación con Estados Unidos requiere atención a dos realidades que son muy distintas, pero no excluyentes, y que jamás deben ser contradictorias. No se puede pretender influir en sus asuntos internos y a la vez pretender ser socios neutrales. Se trata de la principal relación bilateral que tenemos y que siempre será central por razones geográficas, económicas y geopolíticas. Nada de eso impide que tengamos relaciones activas con todo el resto del mundo, pero ésta tiene que ser, como se dice en el argot político, “de Estado”. Se trata de una relación que puede ser limitante si no la desarrollamos, pero también puede ser fuente de infinitas oportunidades si la cultivamos debidamente. Nuestro objetivo debe ser el de proteger y avanzar nuestros intereses, a la vez de hacer posible una convivencia funcional y mutuamente satisfactoria.

En 1992 el gobierno erró al apostar por un candidato, que perdió. Nuestra lógica jamás debe ser la de escoger candidatos o intentar manipular resultados. Más bien, lo crucial es nunca volver a quedar en una situación como la actual en que somos parte protagónica de su debate interno sin tener instrumentos ni posibilidad de actuar. Debemos tener una presencia activa pero discreta que, paradójicamente, nos haga invisibles: que nadie tenga incentivo alguno para atacar a México y los mexicanos. Justamente al revés de donde hoy nos encontramos.

 

@lrubiof

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.