México, la última llamada

SCJN

Las imágenes del reciente proceso electoral en México son las de un país confrontado. De un país en una intensa disputa sobre proyectos y visiones futuras. La reciente contienda electoral puso de frente a quienes anhelan un pasado que nunca fue tan generoso como hoy se pretende, y los que miran al futuro y abrazan una agenda modernizadora que no acaba de articularse ni promoverse con eficacia. Esas dos visiones del país nunca estuvieron tan nítidamente representadas como en la reciente contienda electoral. Con un margen escasísimo, Felipe Calderón se alzó con la victoria. Medio punto porcentual de la votación dio una oportunidad más a un proyecto político y gubernamental que, puede presumirse, dará continuidad o por lo menos no contravendrá el modelo económico que se ha pretendido instaurar desde mediados de los ochenta. Rearticular y avanzar una agenda liberal en lo económico, sin embargo, implica un reto mayúsculo para el nuevo gobierno. No sólo confrontará la dificultad de lidiar con un congreso en el que no tiene mayoría, sino también la oposición que desde la plaza pública y las calles articulará su antiguo adversario a la presidencia. Si en los próximos seis años el país no avanza en reformas sustantivas que impriman dinamismo a la economía, si no da forma a reformas institucionales que permitan más eficacia gubernamental y representatividad ciudadana, el 2012 puede darse ese punto de inflexión en el manejo del país: el golpe mortal a ese tímido proyecto liberal que nunca acabo de cuajar.

El fenómeno López Obrador

Los rasgos de la personalidad de López Obrador son muy atractivos. Es un hombre con un gran carisma y con una singular capacidad para entender y recoger frustraciones, así como para establecer comunicación con la gente. Más allá de estos rasgos específicos de su persona, la narrativa de López Obrador encaja con los parámetros cognoscitivos de muchos de los mexicanos: el mundo dividido entre buenos y malos; entre victimarios y víctimas; entre explotadores y explotados. Sus recetas de política pública también pertenecen al reino de lo conocido: gobierno generoso en subsidios generalizado, en apoyos sectoriales, en nacionalismo económico (lo que quizá se hubiera traducido en el retorno a esquemas de protección, incluso a costa de nuestro TLC con Norteamérica). Si bien en su propuesta económica hay un reconocimiento de la necesidad de mantener finanzas públicas equilibradas, sus políticas irreduciblemente hubieran implicado gastar más. El gasto y no el incremento en la productividad como fuente de crecimiento, a su manera de entender la economía. Para los mexicanos que la han pasado mal con las sucesivas crisis y que no han visto la suya desde hace años, esta narrativa y este arsenal de políticas y promesas resultaban música para sus oídos.

El contexto

Aun con estos atributos, López Obrador no se explica sin su contexto. Un México con un crecimiento dispar entre regiones y sectores, con oportunidades restringidas para las mayorías, con una desigualdad lacerante y niveles de pobreza que no se superan aún con bastos recursos destinados a la política social porque el crecimiento económico, ese ingrediente esencial para su abatimiento, no se ha presentado en forma vigorosa en muchos años. Un país dividido entre quienes se han beneficiado con los cambios económicos de los últimos años y los que, aún queriéndolo, no cuentan con los atributos, activos o habilidades para insertarse en los circuitos de la economía moderna, la que crece y está vinculada con el exterior.

Tampoco puede desconocerse la gestión del primer gobierno de la alternancia. Siempre que las expectativas son desbordadas, se corre el riesgo de que las frustraciones sean de ese tamaño. La victoria de Vicente Fox en el año 2000 trajo consigo esperanzas inusitadas, alimentadas por el propio candidato, después presidente. Si no fuera por unos cuantos aciertos (sobre todo su afán por la estabilidad), el gobierno de Vicente Fox hubiera pasado en blanco.

Lo cierto es que la agenda de reformas liberales se había extraviado antes de que Vicente Fox asumiera el poder. ésta perdió legitimidad y brújula después de la gravedad de la crisis económica de 1994-95. Muchos apostaron a que el bono democrático con el que llegaba a gobernar el nuevo presidente, su carisma y capacidad de comunicación constituirían los elementos necesarios para que éste lograra generar entusiasmo popular tras un proyecto económico común. La realidad es que estas cualidades nunca se desplegaron y, en cambio, se presentaron realidades inéditas para las cuales ni el nuevo gobierno, ni el país, estaban preparados.

El triunfo de Vicente Fox implicó un cambio radical en la distribución del poder en México. El otrora hiperpresidencialismo mexicano dio paso a un poder ejecutivo bastante acotado por un congreso en el que el partido del presidente no tenía mayoría y por una Corte Suprema que aprendía a actuar con independencia del ejecutivo, luego de reformarse en las mediaciones de los años noventa. El legendario poder de los presidentes mexicanos no descansaba en lo establecido por la letra de la constitución si no en el control de un partido hegemónico que le permitía mayorías legislativas garantizadas y mecanismos de control político y disciplina que le daban amplios poderes para avanzar agendas y proyectos, cualesquiera que éstos fueran: igual la nacionalización de la banca que su posterior privatización, sólo por citar un ejemplo de arbitrariedad atroz. Lejos estaba el presidente Fox de contar con esa capacidad de maniobra. Tan es así que la agenda de gobierno del presidente se quedó atorada –o fue derrotada– en el legislativo tras la incapacidad de generar acuerdos, mayorías legislativas que favorecieran sus proyectos.

Reformas críticas para imprimirle vitalidad a la economía mexicana, que cuantificadas hubieran implicado varios puntos porcentuales del PIB, como la fiscal, la laboral o energética, durmieron el sueño de los justos en las comisiones legislativas. Una perniciosa combinación de falta de habilidades presidenciales, con problemas más estructurales referidas al diseño del congreso y de la relación de éste con el ejecutivo, congelaron la agenda económica del gobierno, por lo menos en aquellos temas que requerían reformas legales o constitucionales. Desde el propio ámbito del ejecutivo, desde donde pudo actuar sin cortapisas, no se observó productividad ni claridad de objetivos.

El gobierno de Fox no llevó al país a la debacle pero tampoco lo encauzó por una senda de mayor crecimiento económico con generación de oportunidades para la mayoría de mexicanos. Un vistazo veloz a las estadísticas indica que uno de los sectores que más dinamismo registró fue el del empleo informal. La expectativa de que Fox reivindicaría la agenda de reformas económicas acabó siendo totalmente errónea. Su poca efectividad para avanzar en temas críticos para el país y para generar las condiciones que permitieran mayor bienestar para los mexicanos explica, en buena medida, a ese fenómeno llamado López Obrador.

Un mundo de privilegios

México es un país de privilegios y privilegiados. Nada más antiliberal que los tratos excepcionales, que las conductas monopólicas y depredadores de empresas y sindicatos. Y de eso está plagada la sociedad y economía mexicanas. Si medimos el éxito de las reformas económicas con esta vara, sin duda podríamos declarar su estruendoso fracaso. Y esa denuncia la formuló recurrentemente Andrés Manuel López Obrador. En este punto su diagnóstico fue impecable.

Es un hecho que la economía mexicana no alcanza su potencial de crecimiento porque las reglas están diseñadas para beneficiar a unos cuantos participantes. Cierto, somos una de las economías más abiertas del mundo con tratados de libre comercio suscritos con países a lo largo del globo. Sí, pero al mismo tiempo contamos con sectores domésticos de los más cerrados del mundo. El sector servicios, primordialmente, está plagado de monopolios u oligopolios con sindicatos asociados que gozan de prerrogativas descomunales. éstas no guardan relación alguna con sus niveles de productividad. Los empresarios mexicanos, sobre todo en las manufacturas, han tenido que competir con las manos atadas a la espalda y los consumidores apechugar ante la ausencia de opciones o de una regulación eficaz.

La disparidad en los ingresos, pero también la creciente dificultad de competir de muchos productores mexicanos, tienen su origen en estos arreglos que se traducen en precios de productos y servicios elevados, mala calidad de los mismos e inclusive su insuficiente provisión. El abuso es cotidiano en la economía mexicana. La pasada elección fue una oportunidad de revancha de todos los afectados.

Hasta dónde aguantará la cuerda

La reciente elección en México fue una sacudida, una última llamada para, ahora sí, promover las reformas o las políticas que permitan al país crecer económicamente y fortalecerse institucionalmente. El statu quo es insostenible. Esa es una apreciación compartida que, por supuesto, no suscriben quines se benefician del actual estado de cosas. Esos grupos están retrasando el desarrollo del país hasta, quizá, hacerlo inviable.

En esta ronda López Obrador quedó muy cerca del triunfo. Antes de la elección, mucho se especuló sobre la naturaleza de su eventual gobierno: si sería una réplica de nuestros populistas del pasado o si su pragmatismo lo empujaría a optar por políticas públicas sensatas y eficaces. Ese debate quedará en el nivel de la especulación, aunque el comportamiento poselectoral del ex candidato mucho reveló de su naturaleza y propensiones.

México camino en los linderos de una severa crisis. El momento crítico se superó pero dejó una cicatriz que será difícil sanar. La sociedad mexicana está dividida: dos proyectos contrapuestos se disputan la nación. Mientras exista un México que gana y otro que pierde, el riesgo de ruptura siempre estará presente. Difícil lidiar y someter a los intereses duros que se han apoderado del país, de algunos de sus centros de decisión y, por supuesto de las instancias de regulación. Difícil hacer prosperar aquellas reformas que tocan la médula de sus privilegios o tabúes muy arraigados. Cualquier proyecto que busque construir un futuro promisorio tendrá que lograrlo. Dura reto para el nuevo presidente. Ojalá lo asuma, porque la pasada elección constituyó una última llamada.

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