“El primer principio es que uno no debe engañarse a sí mismo, decía el físico Richard Feynman, y uno es la persona más fácil de engañar”. Así parece ser nuestra percepción de Brasil estos días: es más fácil inventar barreras sobre las semejanzas y diferencias que identificar lo relevante y adoptar una estrategia para lidiar con ello.
Sobre Brasil hay muchos mitos y al menos dos dinámicas encontradas. El primero, y más prominente en los medios, es el asunto del comercio bilateral. Ahí se reúnen todos los miedos y falacias que caracterizan a buena parte del sector industrial del país. El otro tiene que ver con la naturaleza de su política económica y sus supuestas virtudes. Engañarse a uno mismo es siempre pernicioso.
Los brasileños hace décadas adoptaron una estrategia económica dedicada a promover un cierto tipo de desarrollo industrial. Desde la era de la CEPAL en la postguerra, promovieron industria pesada, alta tecnología y una base manufacturera local. El modelo entonces adoptado no era radicalmente distinto al nuestro, excepto que ellos, en buena medida por el peso político de su ejército, dedicaron enormes recursos a proyectos como aviación y maquinaria pesada que no eran rentables pero seguían otra lógica. Algunas de sus exportaciones señeras reflejan esa prioridad, pero el costo para llegar ahí ha sido monumental.
Las principales exportaciones brasileñas, muchas de ellas de alta tecnología, tienen que ver con la agricultura y la minería. Su gran éxito de los últimos años se refiere esencialmente al enorme apetito chino por productos minerales, granos y carne. Así como nosotros tenemos una acusada dependencia de la economía estadounidense, ellos la tienen respecto a China. El tiempo dirá si alguna de las dos fue tanto mejor que la otra.
Pero la principal diferencia entre las dos naciones poco tiene que ver con sus exportaciones y mucho que ver con la estrategia. En los ochenta, México decidió abandonar el modelo de desarrollo fundamentado en el subsidio y protección de los productores para privilegiar al consumidor. Esa decisión se fundamentó en la experiencia: en lugar de que las décadas de protección se hubieran traducido en una industria fuerte, pujante y competitiva, la planta productiva mexicana -con muchas excepciones notables- se había anquilosado.
Se puede discutir por qué ocurrió eso o si la apertura fue la respuesta idónea, pero el hecho es que el favoritismo al productor acabó siendo extraordinariamente oneroso para los consumidores que pagábamos elevadísimos precios por productos mediocres. Mucho de la mejoría en el bienestar de la población en estos años tiene que ver con la competencia que introdujeron las importaciones. Hoy tenemos una planta productiva híper competitiva, en conjunto mucho más exitosa que la brasileña. El resultado para el país -no para todas las empresas- ha sido extraordinariamente positivo.
Los brasileños optaron por otro camino. Aunque en años recientes han comenzado a liberalizar las importaciones, su modelo base sigue siendo el mismo: protección, subsidio y privilegio del productor. Así lo muestra el conflicto comercial en materia automotriz que se ha exacerbado recientemente. La decisión de imponerle cuotas a las importaciones de productos mexicanos denota una estrategia industrial menos exitosa de lo aparente y una obvia indisposición a competir. No es casualidad que el producto per cápita de México sea superior al de Brasil.
¿Cuál ha sido la respuesta mexicana? Por parte del gobierno, la propuesta ha sido negociar un tratado comercial bilateral que impida cambios en las reglas del juego. Por parte del sector privado un rechazo absoluto a cualquier negociación. Las razones son conocidas: porque los brasileños abusan, porque hay problemas de seguridad, porque la infraestructura, porque los costos de los insumos… porque no nos da la gana.
Más allá de la retórica, la postura del sector privado mexicano es contradictoria. El argumento principal para rechazar una negociación es que los productos brasileños entran a México sin restricciones en tanto que los mexicanos están vedados en Brasil. Uno pensaría que este argumento sería, o debería ser, la principal razón para procurar un tratado que garantice el acceso de las exportaciones mexicanas a ese país. Si los brasileños cuentan con mecanismos caprichudos de control al comercio, la mejor manera de eliminar ese capricho es negociando un acceso certero y garantizado. En las últimas décadas, los tratados comerciales se han convertido en un instrumento para romper impedimentos al acceso de productos a otros mercados. Si los productos brasileños ya entran al mercado mexicano, nuestro sector privado debería estar ansioso de la consumación de un tratado con Brasil.
El aprendizaje que yo derivo de estas observaciones es que lo que nos hace falta es un gobierno capaz de hacer valer el interés general. En el país hemos acabado confundiendo la democracia con la parálisis. En el ámbito comercial, el interés colectivo y del país debería ser el del consumidor mexicano y el de los exportadores. Para los primeros debe facilitar el comercio y para los segundos debe crear condiciones para que puedan penetrar otros mercados. Paralizar las negociaciones comerciales porque uno o dos productores se oponen (por ejemplo los de chile seco, seguro un producto básico para el funcionamiento de la economía, como ocurrió con Perú) es equivalente a sacrificar a todo el resto de los mexicanos.
Nada de esto niega el derecho de los productores a proteger sus intereses, pero la función del gobierno es la de velar por el interés colectivo. Uno de los principales problemas del país es que el “viejo” sector industrial, ese que se niega a todo, está desvinculado de las exportaciones, lo que lo hace vulnerable a cualquier cambio. Un gobierno en forma debería estar viendo la manera de asegurar que ese sector se someta a la competencia y cuente con las condiciones generales que le permitan funcionar.
Paradójicamente, para que prospere la industria mexicana es necesario dejarla volar, lo que implica desregular, reducir aranceles a la importación y, por supuesto, resolver temas como el de los costos de insumos provistos por el gobierno federal o por oferentes de servicios cuyos precios son superiores a los de otros países. Dicho esto, esos industriales que tanto se quejan deberían estudiar cómo funciona el paraíso brasileño. Si creen que la burocracia mexicana es compleja o que los precios de los insumos y los impuestos son elevados, deberían ver a Brasil: todo lo que aquí ocurre es peccata minuta comparado con lo que hay allá. Tiempo de competir.
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