Ninguna nación vive aislada del resto del mundo. El entorno de interdependencia bajo el cual interactúan todos los países, condiciona su comportamiento. En un mundo ideal, todas las naciones tendrían el mismo peso relativo y cada una de ellas desarrollaría una política exterior acorde a sus realidades y demandas internas, con poca consideración del mundo exterior. Lo cierto, sin embargo, es que ninguna nación puede abstraerse de lo que ocurre a su alrededor y su política exterior tiene que responder a las realidades políticas, económicas y geopolíticas imperantes; de lo contrario los riesgos a su seguridad y desarrollo podrían resultar inconmensurables. En este contexto, la pregunta para México es cuál puede y debe ser su política exterior.
El país tiene una larga tradición de política exterior que fue cobrando forma a lo largo de los años, fundamentalmente como respuesta a tres fenómenos claramente diferenciables. Uno fue la Revolución Mexicana y el nacimiento del régimen post revolucionario, que siempre se sintió profundamente amenazado por Estados Unidos. Un segundo fenómeno fue la Guerra Fría que, al mismo tiempo, obligó y permitió al gobierno mexicano a tomar una distancia de las potencias en disputa. Finalmente, la búsqueda de legitimidad interna fue un factor de primera importancia para dar forma definitiva a nuestra política exterior. Sumados los tres factores, el régimen post revolucionario encontró que una política exterior a la vez activa y respetuosa de las decisiones de otras naciones, le permitía tener una presencia internacional respetada y una protección para sus propios intereses internos.
Para nadie es secreto que los tres elementos sufrieron una transformación radical en los últimos años. El fin de la Guerra Fría y la aparición de una sola superpotencia mundial cambiaron el eje de referencia para todo el mundo, situación que se acentuó de manera dramática a partir de los ataques terroristas de septiembre del 2001. Por su parte, las elecciones del año 2000 en México cambiaron la realidad política interna: con la derrota del PRI, desapareció tanto el problema de legitimidad del gobierno revolucionario como el de la supuesta amenaza norteamericana sobre la integridad del país o de su sistema de gobierno. Sobra decir que la suma de estos cambios en nuestras estructuras más fundamentales modificó los cimientos de la política exterior, pero no la han hecho más fácil de definir y desplegar.
La nueva realidad geopolítica internacional entraña fuertes condicionantes para nuestra política exterior. Tanto por razones tan obvias como nuestra localización geográfica, como por intereses económicos y políticos, el país tiene una relación muy estrecha con la única superpotencia del mundo. Además, nos guste o no, somos parte de su perímetro de seguridad. Esta situación determina los márgenes de libertad que de hecho tenemos en nuestra relación con aquella nación y con los temas que le son prioritarios. Desde luego, no se trata de condicionantes legales ni existe obligación alguna de aceptarlas sin más: sin embargo, es evidente que la condicionalidad existe y que el ignorarla o no aceptarla tiene consecuencias. La pregunta es cómo avanzar nuestros intereses sin subordinarlos a los de nuestro vecino.
La realidad geopolítica entraña, como todo en la vida, costos y beneficios. En cuanto a los costos se encuentra el hecho mismo de que las opciones reales y efectivas se reducen. Respecto a los beneficios, el que existan oportunidades de negociación que antes no existían. Puesto en otros términos, aunque parezca contradictorio, la presencia de una superpotencia no implica obligatoriedad para plegarse a sus mandatos, pero sí entraña, irónicamente, más espacio de negociación de lo que se advierte a primera vista. Baste observar la manera en que tres naciones han interactuado con la superpotencia para apreciar los márgenes que existen para quienes están dispuestos a reconocerlos y aprovecharlos.
Francia es un caso casi único en el mundo. No obstante la pérdida de su poder histórico, ha logrado convertir esa debilidad relativa en fortaleza. Su presencia en el mundo, su aparato militar -que, aunque limitado, es sumamente efectivo-, sus negocios multinacionales y su extraordinaria diplomacia les han resultado cruciales para obtener concesiones por parte de Estados Unidos. La clave reside en que, en su actuar, el gobierno francés reconoce las limitaciones que enfrenta y las convierte en un elemento de negociación. Algunos de los relatos en torno a las negociaciones en el Consejo de Seguridad de la ONU para conseguir el voto unánime que Estados Unidos buscaba, muestran que el gobierno francés no estaba defendiendo principios abstractos, sino intereses (y negocios) por demás concretos. Todo el resto era humo diseñado para hacer posible el avance de sus intereses primarios.
Gran Bretaña ha seguido una política exterior radicalmente distinta. Su estrategia ha consistido en acercarse a Estados Unidos y convertirse en el aliado más cercano y confiable. Aunque son innegables los múltiples valores compartidos entre ambas naciones, la estrategia británica es tan consciente y deliberada como la francesa. En lugar de confrontar, el gobierno británico ha convertido su diplomacia de cercanía en un arte. En el camino, los intereses británicos han avanzado tanto como los franceses y sus objetivos de largo plazo se han afianzado de la misma manera. Se trata de dos maneras distintas de alcanzar objetivos similares.
Rusia es quizá el ejemplo más sorprendente de cercanía con Estados Unidos porque se trata, a final de cuentas, de la única nación que en alguna época disputo a nuestro vecino del norte el estatuto de superpotencia. A diferencia de Francia e Inglaterra, la política de cercanía con Washington no goza de un amplio consenso interno en Rusia. Sin embargo, las decisiones en materia de política exterior son también producto de un cálculo de costos y beneficios. En el tema iraquí, Rusia tiene enormes intereses económicos y políticos de por medio y es quizá la nación con mayores riesgos para su propio bienestar en el caso de un enfrentamiento militar. Sin embargo, lo anterior no le ha impedido reconocer las nuevas circunstancias y tratar de apalancar sus fortalezas para avanzar sus intereses. Rusia, al igual que los otros dos países, no ha entablado la defensa de principios abstractos, sino la de intereses muy concretos.
Estos ejemplos sirven como contexto para analizar el desarrollo de nuestra política exterior. Aunque en el tema de la política exterior, al igual que el de la política económica, las opiniones internas varían de manera extraordinaria, destacan tres hechos incontrovertibles: primero, Estados Unidos es la única superpotencia política y militar, el mayor mercado del mundo y nuestro principal socio comercial. Segundo, la administración Bush, tras el 11 de septiembre del 2001, no da tregua: “o estás conmigo o estás contra mí”. Esta definición no deja mucho margen para el resto de las naciones del mundo pero, irónicamente, sí entraña grandes oportunidades para quienes aceptan la realidad geopolítica y no pretenden evadirla. De manera mucho más acentuada que en tiempos de la Guerra Fría, los aliados, o quienes son percibidos como tales, tienen derechos que ninguna otra nación goza. Inglaterra no se ha definido como un aliado por caridad, sino porque deriva beneficios directos y concretos de esa alianza. Finalmente, el tercer hecho indiscutible ser refiere a los costos que implica el no jugar bajo las nuevas reglas. Es decir, el “estar en contra” bajo la definición norteamericana entraña consecuencias. La pregunta para nosotros es si estamos dispuestos a aceptar esas nuevas reglas o si vamos a seguir un curso que contraviene los intereses más fundamentales de la sociedad mexicana y su economía.
Nadie puede saber a ciencia cierta si algunos de los temas prioritarios de la agenda mexicana respecto a Estados Unidos, como el de la migración, puedan algún día ser aceptables para la sociedad norteamericana. No es obvio que antes del 11 de septiembre se estuviera avanzando satisfactoriamente en esa dirección, pero tampoco hay razón para suponer que el tema ha desaparecido de la agenda norteamericana de manera absoluta y definitiva. Lo que es seguro es que, en la nueva realidad geopolítica, el éxito de ese y otros temas de nuestra agenda sólo es concebible en el contexto de una gran cercanía diplomática. Aunque esto no sea lo que muchos políticos mexicanos desearían ver y, ciertamente, no es lo que se considera políticamente correcto, la disyuntiva es muy clara: jugamos con los norteamericanos o seremos percibidos como contrarios.
Si uno observa la política exterior de naciones tan distintas y disímbolas como Inglaterra, Francia y Rusia, es evidente que la adopción de una política de cercanía con Estados Unidos no implica el abandono de nuestros intereses fundamentales, de otras relaciones u otras prioridades. En todo caso, implicaría el abandono de una política exterior que se ha caracterizado una un actuar distinto y contrastante respecto a países como Cuba y Estados Unidos, cuando la realidad exige que ambas sean parte de una misma concepción integral. Una nación independiente y soberana no tiene porqué escoger entre sus contrapartes, máxime cuando se trata de una política que de entrada reconoce y acepta, sin juzgar, las diferencias entre ellas. La política exterior es un medio para el desarrollo del país y no un fin en sí mismo.
El viejo sistema político vivía en un mundo de confusión intencional institucionalizada. Sólo así podía dar coherencia a realidades incompatibles como la de un gobierno autoritario con una retórica de democracia y una economía de mercado con una realidad de monopolios y oligopolios (comenzando por el del gobierno). Una de las grandes virtudes de las elecciones del 2000 es que se abrió la puerta para erradicar esas confusiones permanentes. En materia de política exterior tenemos que definir de una vez por todas cómo vamos a avanzar los intereses del país ante la nueva realidad geopolítica internacional.
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