Aunque podría orientarse a la grandeza, al desarrollo y al futuro, la política mexicana vive, navega y se reproduce en la mezquindad. Todo nuestro mundo político, con excepción, claro está, de las ambiciones personales e individuales, es chiquito. Chiquita es la visión y chiquitos son los criterios con que se eligen equipos de trabajo. Esa forma de ser ha creado incentivos por demás perniciosos para el comportamiento de toda la sociedad política activa: igual quienes cobran como favores lo que deberían hacer por obligación, que los medios que chantajean sin el menor rubor; el gobierno que es pusilánime a la hora de regular a la economía y a sus actores prominentes, y el legislativo que siempre está presto a congelar cualquier iniciativa, buena o mala. ¿Qué no habrá una mejor manera de hacer política?
He aquí algunas consideraciones al respecto:
1. Política ¿para qué? Esta es una vieja forma de discusión que emplean sobre todo los historiadores para definir su marco de referencia y acción. Lo mismo debemos preguntarnos sobre la política: ¿es un instrumento para lograr algo o un objetivo en sí mismo? Una definición de diccionario diría que se trata del “arte de gobernar” o “el arte de lo posible”. Ambas definiciones, que desde luego no son exhaustivas, entrañan un sentido de propósito: la política sirve para lograr algo, así sea meramente “lo posible”. En México parece que hemos caído en lo más primitivo: la búsqueda del poder por el poder a cualquier precio y sin reparar en costo alguno. Ahí están los plantones y la toma de la tribuna; también la llamada “congeladora”, el basurero al que se envían las iniciativas de ley que nuestros legisladores decidieron no tocar, no porque fueran buenas o malas, sino para evitar controversia o la afectación de intereses. Ahí están las consultas diseñadas para impedir en lugar de proponer, resolver o construir. Mezquindad pura.
2. ¿Actuar dentro de las instituciones? Sólo cuando me convenga parece ser la lógica de algunos prominentes actores políticos. Trabajan dentro de los marcos institucionales mientras eso favorezca sus intereses o avance sus preferencias. Pero la alternativa no institucional se mantiene siempre vigente y disponible. La mezquindad no se limita a los que ostentan cargos públicos. Pero, a diferencia de aquellos, quienes coquetean con la violencia y la no institucionalidad constituyen un riesgo de estabilidad para todos.
3. La política social es motivo de permanente conflicto. Quien está en el poder cree que tiene derecho absoluto sobre su diseño; quien está en la oposición quiere institucionalizarla y transformarla en “política de Estado”. Ninguno de los dos bandos repara en el hecho de que la política social corresponde hoy al reino de los gobiernos estatales, ese hoyo negro que se ha convertido en uno de los intocables de la política nacional, a pesar de sus cada vez más deleznables prácticas. Razonable pretender limitar los excesos, pero una política de Estado, si eso es lo que se va a construir, tiene que ser integral, incluyendo a la totalidad de sus participantes y no sólo a los de la oposición, quien sea que se encuentre en el gobierno en un momento dado.
4. Las llamadas “políticas de Estado” son una gran idea en concepto, pero en nuestro país no son más que un medio para limitar al gobierno federal. ¿Por qué no comenzar por ponernos de acuerdo en cuál debe ser el contenido de, por ejemplo, la política exterior y, si eso se logra, entonces incorporarlo en ley? Nuestra naturaleza mezquina lleva a primero aprobar la ley, para luego intentar los acuerdos o, usualmente, imponer una postura partidista: la carreta adelante de los bueyes.
5. Los equipos de trabajo son siempre chiquitos, para que no opaquen al jefe o jefa. Tampoco hemos logrado trascender el amiguismo. Baste observar los gabinetes estatales o federal para atestiguar lo obvio: hay personajes incompetentes, contraproducentes y hasta peligrosos para el cumplimiento de su función pero, eso sí, son amigos del gobernador o del presidente y que “el jefe les tenga confianza” es carta suficiente para dejarlos ahí. Nadie quiere funcionarios destacados y competentes que pudiesen opacar al superior. Lo importante es la imagen y la apariencia, no la trascendencia de la actividad política en la forma de progreso y desarrollo del país. ¿Alguien piensa en el ciudadano? ¿Hay visión de país?
6. La mezquindad parece perenne. Pasan los años pero no cambian las perspectivas. Nixon perdió la presidencia por corrupto y trató de recuperar su credibilidad a través de una renovada visión del futuro de su país. Aquí seguimos en las rencillas de antaño. Lo importante es seguir saldando cuentas, no intentar inducir una nueva visión de grandeza y prosperidad.
7. Los medios de comunicación, los líderes religiosos, los empresarios, los líderes sindicales, todo ese submundo que es parte integral de la política nacional, vive de los favores y los intercambios. Nadie construye nada más que imperios personales o intereses grupales. Fiel reflejo de la política, con la que guardan una relación simbiótica, todas estas personas y grupos viven en la rayita entre la legalidad y la ilegalidad, el chantaje y la extorsión. Como la ley no se aplica, la ilegalidad no existe: un inmenso lodazal que juega, como espejo, al estancamiento y a la mezquindad.
8. Parecería que hemos pasado a la posmodernidad, aquella etapa en la que los actores políticos (como los partidos políticos) y los proveedores de servicios públicos (igual empresarios que gobiernos) se regulan solos. Aquí ya no requerimos autoridad que limite los abusos de los medios de comunicación o de los proveedores de energía, comunicaciones y demás. La autoridad es innecesaria y la Suprema Corte puede limitarse a lo formal: ¿para qué entrar al fondo de los asuntos si eso se puede esquivar?
9. Los ciudadanos no nos quedamos atrás. Quizá como efecto reflejo, la ciudadanía rechaza todo proyecto de desarrollo (como puede ser un puente o un segundo piso). Buenas razones hay para ello, pero nadie piensa más allá de lo inmediato.
La mezquindad y bajeza es posible porque así lo hemos permitido los ciudadanos. En lugar de forzar a los políticos a responder a las necesidades y reclamos de la población y a las realidades evidentes –caos vial, calidad de servicios, insuficiente crecimiento económico y, sobre todo, el rezago creciente del país respecto al resto del mundo-, la ciudadanía se ha contentado con evitar males mayores. Mucha historia justifica actitudes como esa, pero si los ciudadanos no estamos dispuestos a pelear por nuestros derechos nadie más lo hará.
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