La belleza inspira. Cada individuo y cada cultura tiene su propia versión del ideal estético. En gustos se rompen géneros y se dividen civilizaciones. En una sociedad occidental, la desnudez femenina (o masculina) puede resultar un regalo para las pupilas. En un país islámico la escasez de ropa es un acto impúdico propio de los infieles que no le temen a Dios. En tribus de Asia y áfrica alargarse el cuello con aros de metal es una forma autóctona de embellecimiento. Para mucha gente joven perforarse un arete en alguna parte del cuerpo es una peculiar manera de establecer sus propios criterios de estética. Hay quienes buscan la belleza en la sala de una pinacoteca, otros la encuentran en una concesionaria de coches. La sonrisa de la Mona Lisa o el diseño de un Ferrari le agitan el pulso a distintos tipos de personas.
La belleza también cambia con las épocas. La Maja desnuda de Goya, un robusto estereotipo de la belleza femenina para del siglo XIX, hoy no tendría mucha oportunidad en una agencia de modelos. En el fugaz paso de unas décadas se reinventa la percepción popular que define la belleza. Brigitte Bardot o Ana Bertha Lepe, dos divas cinematográficas de la década de los sesenta, serían obligadas a seguir una dieta rigurosa para ajustarse a los enfermizos cánones de esbeltez que establece el actual negocio de la moda. Así, nuestra asimilación de la belleza está determinada por la época, la sociedad y una larga lista de factores.
Es difícil encontrar un consenso de belleza que trascienda la geografía, la cultura y el tiempo. Me atrevo a proponer una expresión de belleza que resista el paso de los siglos y la distancia entre los continentes; un desplante de estética que fascine las miradas aquí y en Timbuctú, que nos deje atónitos hoy y en 50 años. Este prototipo de belleza ocurre sobre una cancha de césped, en el instante donde la esfera de cuero toca la red. El gol es un gatillo de la euforia colectiva que en su expresión más elevada alcanza lo sublime. Un “gol de museo” es una obra de arte en movimiento que se atesora en la memoria y el video.
La escena ocurre en blanco y negro, en el Mundial de Suecia 1958. Pelé, aún adolescente, salta entre dos torres defensivas del equipo local. El Rey para el balón con el pecho, a la altura de las cabezas de los zagueros suecos. La esfera cae para cumplir una cita con los pies del brasileño. El cuero del zapato se encuentra con el cuero del balón, de aquel choque nace una parábola que culmina su trayectoria en la red. El portero nórdico es un espectador más. La proeza ocurrió hace casi medio siglo, pero goles como ese no conocen el olvido.
En 1994, Diego Armando Maradona es expulsado del Mundial de Estados Unidos por consumo de sustancias prohibidas. Una multitud de aficionados se congregó en una plaza pública para protestar contra la decisión de la FIFA. ¿Dónde ocurrió la manifestación? ¿En Buenos Aires? No, en Dhaka la capital de Bangladesh. Aficionados que viven en las antípodas de Argentina salieron a la calle para protestar porque el castigo al crack albiceleste los privaría de la magia de sus goles.
Mi gol favorito cambió el destino de mi vida. Ocurrió en el estadio Azteca hace 30 años y dos semanas. Miguel “el Gato” Marín, legendario portero del Cruz Azul, se preparaba para despejar el balón con la mano a uno de sus defensas. El esférico jamás llegó a los pies de su compañero. El lance salió hacia atrás y, con una curva imposible, Marín metió el balón en su propia portería. Laura, una joven aficionada seguía el partido desde su casa. Sus nueve meses de embarazo le impidieron acompañar a su esposo al estadio. El autogol de Marín le produjo una carcajada que le rompió la fuente. El gol fue la señal del alumbramiento, una hermosa bebé anunciaba su urgencia por llegar al mundo. La niña del gol creció y heredó el gusto por el fútbol. Apenas ayer fue a comprar una televisión para su escritorio, porque sus compañeros de oficina no muestran entusiasmo suficiente por el Mundial en Alemania. Tengo el enorme privilegio de que cuando esta futbolera de nacimiento tomó la decisión de casarse, decidió hacerlo conmigo.
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