Al igual que España y Portugal en los cincuenta y sesenta, México es hoy un país exportador de personas. Los mexicanos migran de sus comunidades, típicamente hacia el norte, en busca de empleo, oportunidades y una vida digna. Lo hacen de manera legal e ilegal, solos y en familia. En el camino son frecuentemente vejados y sufren enormes calamidades, pero la abrumadora mayoría logra superar los obstáculos y construir un mundo nuevo de oportunidades. A pesar de ello, la ilegalidad de su status migratorio constituye una fuente permanente de incertidumbre e inseguridad. Desde esta perspectiva, la lógica de un pacto migratorio es obvia y necesaria, pero quizá la verdadera solución resida menos en un gran planteamiento, amplio y definitivo, que en una serie de arreglos parciales con varios países que, en conjunto, transformen el fenómeno de manera integral.
Para cualquier mexicano consciente de las dimensiones del problema, lo lógico es negociar un pacto migratorio con Estados Unidos. A final de cuentas es ahí donde se concentra la abrumadora mayoría de los migrantes mexicanos y es ahí a donde se dirigen todos los que aspiran a obtener ingresos que difícilmente la economía mexicana les puede ofrecer. Ciertamente, Canadá es un destino más, pero los números en el caso estadounidense son incomparables. Según algunas encuestas, más de la mitad de la población tiene algún familiar o conocido cercano que vive en Estados Unidos, ha trabajado allá o está a punto de cruzar “la línea”. Por ello, la política de defensa de los migrantes es una prioridad que la mayoría de los mexicanos reconoce como suya.
Por décadas, un gobierno tras otro desplegó diversos mecanismos de presión sobre los estadounidenses para garantizar un trato digno a los mexicanos que cruzaban la frontera, con el objeto de disminuir la violencia asociada al fenómeno. La manera en que han cambiado los términos y calificativos que se utilizan para referirse a los migrantes, incluso del lado norteamericano, habla de un cambio cualitativo importante: hace años eran “espaldas mojadas”; luego fueron ilegales. En los últimos años, todos, incluso el propio presidente de Estados Unidos, rechazan la palabra ilegal y prefieren el concepto de “indocumentado” para referirse a una población que se ha convertido en mano de obra necesaria para la economía norteamericana.
Más allá de los aspectos jurídicos involucrados en el cruce ilegal de una frontera, en nuestro caso la migración es un fenómeno económico, uno de oferta y demanda. En el momento actual, existe un empate casi perfecto entre el mercado de trabajo en Estados Unidos, que demanda mano de obra para la cual no hay oferentes, y la carencia de oportunidades para mexicanos urgidos de empleo a lo largo y ancho del territorio nacional. Para esos muchos mexicanos, la frontera resulta ser un mero obstáculo temporal, una barrera que finalmente se puede penetrar. El tránsito migratorio es un fenómeno cotidiano en la relación México-Estados Unidos.
Desde su inicio, el gobierno del Presidente Vicente Fox decidió romper con la lógica de sus antecesores en materia migratoria. En lugar de limitarse a la demanda de atención y cuidado, respeto a los derechos humanos y creación de mejores condiciones para los migrantes, la administración Fox abordó el fenómeno con otro enfoque. Antes de tomar posesión, el presidente abrió fuego con un planteamiento por demás ambicioso: propuso un esquema de libre tránsito, un pacto migratorio que, con el tiempo, eliminara las fronteras para permitir el libre tránsito de personas entre ambos países. Lo anterior vendría a complementar el intenso intercambio de bienes y servicios a lo largo de la frontera promovido por el tratado comercial (TLC).
La propuesta del gobierno mexicano fue recibida con una mezcla de reconocimiento y preocupación. Reconocimiento por lo atrevido del planteamiento pero, sobre todo, por surgir de un gobierno que, a diferencia de sus predecesores, podía presumir de sus credenciales democráticas (el “bono democrático”, como lo llamara el presidente). La idea de que dos naciones tan disímbolas, ambas ahora con sistemas democráticos de gobierno, así fuese incipiente en uno de ellos, pudieran avanzar en un tema tan complejo era, sin duda, cautivadora. No tardaron ambos gobiernos en ponerse a trabajar en los detalles de lo que podría entrañar un acuerdo de esa naturaleza.
La propuesta mexicana también causó asombro e inquietud, toda vez que la lucha por la aprobación del TLC en 1993 y, sobre todo, la crisis de 1995 habían dejado profundas heridas en el entorno político norteamericano en todo lo referente a nuestro país. A pesar del enorme éxito que ha tenido el TLC en los planos comercial, de inversión y del empleo, prácticamente a nadie en esa nación le gusta hablar del tratado. Se trata, en cierta forma, de una “mala palabra”: todos saben de sus beneficios, pero pocos se atreven a mencionarla en los círculos políticos. En ese contexto, la invitación mexicana para ir más allá —de hecho, mucho más allá— del TLC, en ámbitos que son sensibles en la política norteamericana, fue recibida con reticencia y escepticismo, sobre todo por la dificultad de satisfacer la propuesta mexicana en el entorno norteamericano del momento.
Ambos gobiernos se reunieron y analizaron diversas opciones. La postura mexicana no dejó de ser ambiciosa e insistió en la necesidad de un acuerdo amplio, en tanto que los norteamericanos se pronunciaron por desarrollar y expandir los mecanismos migratorios ya existentes. Es decir, mientras que el gobierno mexicano buscó cambiar el paradigma que domina el pensamiento bilateral en la materia, su contraparte buscó todos los medios posibles para ampliar el número de visas, permisos y cambios de categoría migratoria, a fin de multiplicar sensiblemente no sólo el número de personas con derecho a migrar y trabajar en Estados Unidos de manera legal, sino para legalizar a las que ya se encontraban allá. Como puede advertirse, se trataba de dos posiciones muy distintas en enfoque y alcance, aunque ciertamente no incompatibles entre sí.
De hecho, el gobierno mexicano mantuvo dos líneas simultáneas de negociación: una enfocada a cambiar el paradigma y otra a tratar de elevar los números por el lado de las visas. Todo indica que los avances fueron pequeños en el primer camino, mientras que los progresos en el otro ámbito fueron muy significativos. Desafortunadamente, el fatídico 11 de septiembre modificó de inmediato las prioridades del gobierno norteamericano. Meses después, la pregunta es qué camino seguir y qué es posible y razonable alcanzar en las circunstancias actuales.
El gobierno mexicano sigue explorando los dos caminos. Por el lado “pragmático”, sigue avanzando planteamientos nada despreciables, sobre todo si uno observa menos los grandes números y más las dramáticas implicaciones que tiene para una persona vivir en la legalidad. El documento que formaliza la estancia de un migrante en los Estados Unidos tiene para un mexicano en esa situación un valor inconmensurable, pues ello le permite tener una vida normal, con derechos y sin la incertidumbre que inevitablemente se asocia con la ilegalidad. De esta manera, sin abandonar el objetivo más grande y ambicioso de transformar la relación en el futuro, cualquier avance en la legalización de inmigrantes, constituye un enorme progreso en la relación bilateral y un logro para el gobierno de Vicente Fox.
Dada la reticencia de la sociedad norteamericana para una negociación amplia y de largo alcance en materia migratoria, quizá lo más sensato sea buscar acuerdos parciales en éste y otros ámbitos, a fin de conferirle una mayor vitalidad a la relación bilateral. Al mismo tiempo, tal vez haya llegado el momento de pensar en otros esquemas tan atrevidos como el planteamiento migratorio original, pero en otras latitudes.
A final de cuentas, la migración hacia el norte es un mero reflejo de un serio problema interno. Por un lado, las políticas demográficas de los setenta (época en que gobernar se identificaba con poblar), llevaron a una expansión brutal de la población mexicana sin que hubiera la capacidad para crear los empleos y los servicios que esa población demandaría, esencialmente en los campos de salud y de educación. La consecuencia fue la reproducción de una población pobre y sin oportunidades. Por otro lado, las políticas populistas que acompañaron a la expansión demográfica, retrasaron el desarrollo económico por años, además de que dejaron un pesado fardo, en la forma de una deuda de grandes magnitudes, que desde entonces obstaculiza el crecimiento. No menos importante es el hecho de que buena parte de la población pobre del país reside en las zonas rurales, lo que exacerba el problema de provisión de servicios y generación de oportunidades de empleo. Por donde uno le busque, no hay indicios de que los flujos migratorios puedan disminuir en el corto y mediano plazos.
El gobierno está haciendo todo lo que tiene a su alcance para reducir las tribulaciones y mejorar las condiciones de vida de los migrantes mexicanos. Tal vez algún día se pueda materializar un acuerdo de amplios vuelos pero, mientras tanto, lo imperativo es avanzar sobre la única senda posible, que es la de multiplicar las visas y medios legales de acceso a los Estados Unidos. Pero, al mismo tiempo, también resulta inevitable buscar otras opciones. España, por ejemplo, es hoy uno de los países con menor crecimiento demográfico del mundo. Su realidad poblacional y su creciente riqueza la han convertido en un país demandante de mano de obra foránea. Yo me pregunto si no sería posible negociar un acuerdo migratorio con España para exportar trabajadores mexicanos a ese país, trabajadores que serían, de entrada, infinitamente más compatibles con la sociedad española que los migrantes africanos que dominan hoy la totalidad de la oferta en el país ibérico. Así sea por la reconquista, pero en sentido inverso, bien valdría la pena discutirlo.
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